Me alegra poder prologar el libro de Marcelo Vassia, por todas las ideas que comparto con él. Conociendo nuestra manera de ver la caza y las elevadas metas que en su libro propone, no es fácil la tarea, porque, cuando de moral se trata, siempre hay que subir la vara para pasar a otros planos, cualquiera que sea la actividad humana que nos involucremos y a la caza eso le cae bien. Lo primero que busca un prologuista es poder leer el pensamiento del autor para poder meterse en su esencia, y si de moral cinegética se trata, en los tiempos que corren en nuestro medio, eso no es poca cosa.
Quizás el vínculo que más nos une en este desafío, es el de compartir las mismas ideas, ya que ambos somos Orteguianos confesos. Quiere decir que nuestra línea de pensamientos sigue los principios que nos marca uno de los más esclarecidos pensadores del siglo XX y eso por sí mismo, ya que meterse en el juego filosófico que el maestro nos propone: por lo tanto, el desafío propuesto podríamos decir que es de alto riesgo y el mismo autor así lo acepta.
La caza mayor es básicamente un deporte emocional, a punto tal que a veces nos lleva hasta el límite de la taquicardia, casi me animaría a decir que el auténtico cazador deportivo es un adepto apasionado a ese deporte y es precisamente esa pasión, la que lo motiva al esfuerzo y a persistir en la lucha.
La gran mayoría de los cazadores que conozco precisamente son eso. El tema es que la mayoría de nuestros colegas quedan seducidos por esas clases de emociones y así perduran en el tiempo sin buscar otras razones. Desde mi punto de vista eso no tiene nada de malo, porque lo básico de la caza se encuentra ahí, sintetizado en esa pasión deportiva emotivamente encriptada en nuestro subconsciente. Pero cuando nos metemos en el prólogo del libro del Conde de Yebes, (Veinte años de Caza Mayor) prologado por Ortega y Gasset las cosas cambian.
Lo escrito en él, ya no trata de una descripción del acto puramente deportivo, sino de las razones del cazar y de una búsqueda filosófica de aquello que fue la primera actividad humana, y eso ya nos obliga a pensar; más aún cuando Ortega le dedica un capítulo al tema llamado Caza y Razón.
Ortega ve la caza como un acto de supervivencia que nos viene (tal como dice el filósofo) desde la zoología y que acompaña a esa nueva criatura: el hombre, hasta el día de hoy. Quiere decir que desde hace unos siete millones de años, que de las más diversas formas, el homo sapiens sigue cazando. Eso ya nos obliga a pensar como él mismo dice “qué diablos de actividad es esta” y eso, no tan solo es emocional sino además meditado y razonado.
A lo largo del prólogo de Ortega y Gasset, el filósofo no deja piedra por remover para indicarnos como él ve a la caza. Incursiona en la zoología, en la antropología, en las conductas humanas y en la historia, buscando descubrir eso que él llama “la mismidad de la caza” y que no es otra cosa más, que rastrear el origen de esa pasión.
De ahí surge en “el orteguiano Vassia” el título de su libro “Hacia una Moral Cinegética”.
Desde los filósofos griegos hasta el día de hoy, el hombre siempre busco códigos morales que rigieran sus conductas con los más inciertos resultados. Por esa razón –y porque no- Marcelo busca en su libro introducirla en la caza, ya que ésta por ser una de las más antiguas actividades del hombre, merece ser considerada.
Siendo, así las cosas, se podrían escribir varios volúmenes sobre la temática moral, de modo que en estos párrafos voy a intentar simplificar y sintetizar el tema para hacerlo entendible. Mi idea, es aclarar en pocas frases y breves palabras, acerca de cómo veo esta propuesta estrictamente relacionada con la caza.
En su esencia, la moral es la ciencia del bien y del mal. Se trata de un pensamiento abstracto donde la conciencia nos indica como debemos pensar para actuar correctamente, evitando así las malas conductas y sus consecuencias. Parece sencillo, pero en ese endiablado tema aparecen tres formas conflictivas y distintas: me refiero a la moral y a su antinomia, la inmoralidad, pero de golpe surge un tercer componente muy común en los tiempos que corren que es la amoralidad.
Al hombre recto siempre lo guían los pensamientos morales, al corrupto lo inspiran los inmorales, pero el confundido navega sin códigos, sus pensamientos se desplazan entre lo moral y lo inmoral según sean las circunstancias, sus intereses y sus circunstanciales conveniencias.
De estas tres clases de pensamientos surge la clave más importante, eso que Ortega reiteradamente llama etia.
La ética se refiere a las conductas que siempre se desprenden y manifiestan en actos, de los pensamientos humanos, de modo que siempre la moral va acompañada de una respuesta ética: pero en la caza aparece otra forma novedosa.
Marcelo dice que sin cultura no puede haber moral, y de esa verdad nunca escrita antes en un libro de caza, se desprende lo que antes comentamos. Sin pensamientos morales y sin conductas éticas acompañantes, no puede existir tampoco, un conservacionismo perdurable que contemple las leyes de la naturaleza y humanas que regulan la fauna para que ésta se convierta en un recurso renovable y sustentable a través del tiempo.
Volviendo a la caza es fácil ahora, retomar lo dicho recién, porque de esas conductas surgen los tres arquetipos humanos que incursionan en la caza. El auténtico cazador deportivo que piensa con rectitud y actúa como lo exigen los códigos y las leyes, el furtivo depredador que sistemáticamente viola la ley y la ética, y el oportunista que ajusta sus conductas a las circunstancias y a sus propias conveniencias siguiendo la filosofía de Discépolo que en Cambalache nos dice que todo es igual y nada es mejor.
Esa dicotomía va acompañada de una frase que aprendí en mi juventud: “Las grandes obras las ejecutan los creativos luchadores, las disfrutan los inteligentes honestos y las destruyen los ignorantes”.
Siguiendo el pensamiento de Marcelo Vassia a lo largo de su obra, se me aparecen en esa película: Luro, Anchorena y Homann padres de la caza deportiva. Los auténticos cazadores deportivos que la sostienen y los furtivos que la depredan.
Una cosa novedosa en la obra de nuestro autor es que, al igual que el prólogo de Ortega, su texto busca otras cosas que lo diferencian de la clásica literatura cinegética, basada en aventuras electrizantes, trofeos deslumbrantes, disparos exitosos, rifles preciosos y balística de última generación.
Aunque participa de ello como deportista, como escritor lo que Marcelo busca es lo que está más allá de esas aventuras y relatos de los que el también participa, para incursionar valerosamente y sin pelos en la lengua en temas que hoy casi todos tratamos de eludir.
Llegado a esas instancias, es bueno aclarar que nada tengo en contra de esa clase de literatura aventuresca por considerarla ilustrativa, educativa y experiencial, siempre y cuando se sepa leer entre líneas lo que los autores ahí nos proponen, y considerando que cada acto cinegético es único e irrepetible, por lo tanto, siempre va a dejar nuevas y enriquecedoras enseñanzas para el lector, creo que aún al mejor cazador, no le alcanza toda una vida para poderlas abarcar como individuo, por lo tanto valgámonos de lo que otros también han vivido.
La caza en su esencia es pura praxis y cada experiencia suma algo novedoso que la diferencia de la anterior, algo que quizás, por la pura vanidad que todos llevamos dentro, haciéndonos creer que como cazadores experimentados ya nada nos falta por aprender: y eso es puro autoengaño.
En materia cinegética la pedantería es pura ignorancia, porque en cada acecho o rececho siempre nos aparece “eso” nuevo que tendremos que aprender a resolver y decidir sobre la marcha. Por eso las experiencias de otros aportan y suman. Hechas estas disquisiciones divagantes, es tiempo de retomar a la obra que estamos comentando.
Marcelo basándose en la historiografía que originó el principio de la caza deportiva argentina, aporta datos inéditos y de sumo valor, para todo aquel que se interese en el tema de la historiografía cinegética argentina, algo que, por indiferencia, muchos de nosotros creemos que no existe. En Argentina a pesar de todo lo malo que podamos ver, nadie puede ignorar que con los infaltables avances y retrocesos – propios de los procesos históricos – los argentinos hemos creado una cultura cinegética. Instituciones, revistas, libros y armerías, así lo testimonian.
Siguiendo con la lectura del libro, también veremos que el autor se involucra en la zoología y la biología de las dos especies más emblemáticas de su provincia. Me refiero al ciervo rojo y el jabalí, y lo hace de tal forma que esclarece el pasado y el presente de ambas especies, lo hace sistemáticamente, pero en profundidad, sin dejar espacios, en forma accesible, clara y precisa.
Conozco bien el tema porque al escribir mi libro del ciervo rojo argentino tuve que leer e investigar mucho para conseguir algo parecido.
En mi opinión es difícil abstraerse de los jeroglíficos científicos acerca de la biología, la filogenia y las mutaciones genéticas que producen los procesos evolutivos de las especies, pero, como este es un libro de caza y al cazador no hay porque complicarle la vida con esas complejidades científicas, es obvio que Marcelo lo logra plenamente.
En lo que hace a la historia de la caza, el autor decide saltear la etapa del paleolítico donde el hombre por necesidad se vuelve necesariamente cazador para así poder subsistir.
Es bueno sin embargo agregar unas líneas sobre este extenso tema para que podamos esclarecer y ver mejor el origen de esta pasión, y para ello me veo obligado a apartarme un poco del texto por creerlo necesario, para proponer una visión más amplia de lo que luego sigue.
A lo largo de nuestra evolución, el hombre, como cualquier otra especie viviente, se vio obligado a suprimir vidas ajenas para participar de lo inevitable: me refiero a la cadena trófica (léase la comida) como cualquiera de las otras especies –por eso Ortega dice que la caza nos viene de la zoología- como especie viviente ingresamos en el mundo de la vida como omnívoros, eso quiere decir que lo hicimos valiéndonos de los alimentos que nos proveía tanto el reino vegetal como el reino animal.
Nos valimos de ambos para mejorar la dieta, sirviéndonos de ellos alternativamente según fueran las necesidades y las circunstancias, y eso fue una ventaja evolutiva fundamental que contribuyó a nuestro despegue biológico.
Homo fue recolector y cazador. Como cazador comenzó cazando pequeñas especies de los más diversos tipos, buscando fuentes proteicas valiosas que en lo vegetal no le aportaba ni en cantidad ni en calidad.
Dicen los antropólogos que paso también por una etapa carroñera, disputándole a las hienas y chacales los sobrantes de las grandes piezas de caza que dejaban los felinos y que, por tal efecto, quedaban esparcidas por los campos.
La abundante carne disponible que ofrecían estos grandes mamíferos, sumados a la grasa, la sangre y los minerales que ella contiene quizás le marcaron el rumbo y le abrieron el nuevo horizonte evolutivo.
Había que aprovecharse de este recurso ¿Pero ¿cómo lograrlo? Si carecía de garras para sujetar, grandes y filosos colmillos para matar, escaza fuerza para manipular una bestia despavorida, e insuficiente velocidad para alcanzarla. Es aquí donde aparece la inteligencia en ese hombre ya evolucionado que le permite hacer dos descubrimientos fundamentales que perduraran hasta el día de hoy. El primero es que descubre la muerte a distancia valiéndose de un proyectil.
Posiblemente la piedra y el garrote, luego un palo con la punta afilada (la azagaya) y finalmente el propulsor que culmina en el arco y la flecha. Lo interesante de todos aquellos proyectiles es que eran propulsados por la pura acción mecánica del musculo. Tardamos muchos siglos en descubrir que había otro recurso. Me refiero a la combustión de un producto químico –la pólvora- para mejorar notablemente el vuelo del proyectil.
Llámese como mejor nos guste, lo cierto es que si hablamos de muerte a distancia es bueno preguntarle al cazador, de qué estamos hablando: Señores, no estamos hablando de otra cosa más que, del descubrimiento del arma, que por la necesidad de cazar creó el concepto armas que llega hasta nuestros días y de ello se desprende otra cosa también fundacional: el descubrimiento del arma le determinó al hombre, el acceso a la caza mayor que siempre practicamos.
En síntesis, muerte a distancia, proyectil y arma, son los elementos con los cuales aquellos hombres primitivos comenzaron a practicar la caza mayor que nos llega hasta el día de hoy.
El segundo progreso del hombre paleolítico, es que para practicar esa caza mayor de mamíferos ya evolucionados, tuvo que crear estrategias que le permitieron abatir las presas a las distancias adecuadas a esas armas rudimentarias con las cuales se cazaba hace cuarenta o cincuenta mil años atrás y si de eso estamos hablando: me estoy refiriendo al acecho y el rececho exactamente igual al que hoy utiliza el cazador deportivo de los tiempos modernos. De ahí nos vienen ambas estrategias, y de ahí también se desprende la frase de Ortega y Gasset cuando dice que en materia cinegética nada ha cambiado y nada puede cambiar para que la caza siga teniendo vigencia.
Como vemos, la evolución del hombre cazador tiene un largo recorrido que acompaña al proceso físico y mental de esa criatura que Ortega y Gasset describen magistralmente como el ultimo animal y el primer proyecto de hombre.
Todo comienza con los protohominidos recolectores de vegetales y pequeños animales surgidos de África cuyo prototipo más determinante es Lucy, esqueleto descubierto en Tanzania y cuya edad se estima aproximadamente en los cuatro millones de años.
Los protohominidos (cazadores de pequeñas presas y carroñeros) se diversifican en varias subespecies de las cuales surge homo erectus hace más o menos 1.800.000 años atrás. Erectus ya es definitivamente un homínido – se supone que es el primero – criatura inconfundible que como bien lo define la filosofía ya poseía conatos de lucidez.
Como y que cazaba erectus no puedo decirlo, pero lo concreto es que ya fabricaba utensilios, tallaba la piedra de los cuales los más notables son sus hachas.
A Erectus le sigue Neanderthal, ya definitivamente cazador de grandes piezas, y finalmente Cromagnon, el hombre actual, transformado en súper cazador.
Todo este recorrido esta intencionalmente relatado nada más que para comprender como, junto con el progreso del hombre, fue progresando simultáneamente la caza.
Si mi idea fue describir en estas breves líneas la progresión de la caza, es bueno aclarar que solo llegado el neolítico hace apenas doce mil años, ya asegurada la subsistencia gracias a la domesticación – el neolítico por otra parte, se registra solo como unos escasos minutos en el reloj de la cronología humana- el hombre comienza a esbozar los primeros principios de la caza deportiva.
Llámese caza de supervivencia o caza deportiva eso poco importa acá. Lo que solo interesa saber es que el hombre viene cazando desde la noche de los tiempos y esas conductas marcaron la evolución de nuestra especie, haciéndonos retornar a ese animal que aun llevamos dentro. Y si la palabra predador es quizá chocante para muchos, es bueno saber que desde que la vida es vida, nunca dejó de existir esa ley de la predación porque la suprema ley natural nos dice que este fue el principio evolutivo que imperó para que las especies se fueran perfeccionando, pero cuidado, predar no es igual que depredar porque eso ya atenta contra los mandatos de la ley natural. Toda esta impronta genética está enclavada en lo más profundo de nuestros instintos y es bueno saber, que el cazador esta capacitado a liberarlos cuando decide retomar a su más recóndito pasado ¿Tiene eso acaso, algo de malo?
Si alguien duda de lo aquí expresado que tome un libro de zoología y que investigue lo que ahí sucede hasta el día de hoy. Es evidente que el hombre está destinado a cosas más grandes, a eso le llamamos progreso, pero lo que nunca va poder hacer, es borrar su pasado genético y retornar a esos viejos arquetipos por cuanto ello seria, tal como dice Jung, propicio para generar las más variadas neurosis. No borramos nada, solo lo archivamos en lo más profundo de nuestro subconsciente.
De esa manera veremos que caza y humanidad están íntimamente ligadas entre sí.
Fue la primera actividad que practicó nuestra especie y a pesar de todas nuestras vicisitudes por las que hoy pasamos, ese llamado raigal sigue vigente. Algo que tendría que llamar la atención a evolucionistas, zoólogos, antropólogos, historiadores, intelectuales, cazadores y profanos.
Esta es la verdadera historia y realidad de la caza. Quizás ahora podamos entender mejor la pasión cinegética. (17)
Cuando Marcelo comienza relatando los orígenes de la caza deportiva, lo hace de tal forma que no hace falta hacer más comentarios. Pero hay un detalle que sí me sorprende y que hace al contenido de este libro. Al hablarnos de Jenofonte y Arriano se percibe claramente que, desde aquel lejano entonces, ya estaba implantado en el cazador, la moral y la ética cinegética que hasta hoy nos marca un rumbo.
Siguiendo con la lectura del libro, llegamos a la caza nocturna del jabalí al acecho y eso me obliga a volver nuevamente a la caza paleolítica.
Dado que la caza de aquel entonces se circunscribía a un disparo a corta distancia, el acecho se volvía fundamental.
Había varias técnicas de acecho sobre los cuales no voy a comentar porque esto trata solo de un prólogo y no de un tratado de etnografía, pero la caza al acecho se practicaba mucho más de día que de noche, ya que fue el progreso tecnológico lo que facilito la caza al acecho nocturno.
En su esencia la antigua caza al acecho consistía en dos pasos. Un grupo arreaba los animales hasta los escondites donde los esperaban los arqueros. La segunda estrategia era, igual a la que relata el autor, esperando donde acudían a beber.
Luego cuando se domestica al perro de caza, se incorpora este animal al arreo para darle más eficiencia. Hay muchos y variados ejemplos de esta técnica, basta leer la bibliografía de la caza universal donde siempre aparecen las más variadas formas de cazar al acecho, a las más diversas especies, pero a modo de ejemplo quizás el más parecido a aquellas formas primitivas, es la montería tal como se la practica hoy en España.
La caza al acecho es paciente y es pasiva, porque en lugar de ir hacia el animal, el cazador espera que el animal vaya hacia el, sin poder eludir ninguna variable; y si lo que atrapa al cazador es siempre la incertidumbre sobre la calidad del trofeo tal como lo describe el autor, como otras tantas variables que la caza al acecho siempre tiene, es en esta técnica es donde estos factores se potencian.
En las “horas aguada” resignado a lo que viene y puede suceder, el cazador sin embargo no está solo, lo acompaña la suerte, esa caprichosa mujer que sentadita al lado nuestro a veces dice si y otras que no.
En otro pasaje importante el autor afirma que es el cazador el que determina el nivel ético /moral de dicho acto. Nada más cierto.
Fui cazador solitario o a lo sumo acompañado circunstancialmente por un guía que a veces obligatoriamente era necesario, pero es bueno aclarar que la decisión final corría a mi cargo por más consejos o presiones a que fuera sometido.
Es en el momento de apretar el gatillo, es donde se ven los valores del cazador y por ese motivo la caza deportiva tiene reglas de juego muy singulares.
Es sabido que todo deporte tiene sus reglas, en la mayoría de ellos el cumplimiento de las reglas las impone un juez neutral, y ese juez es el encargado de controlar que esas reglas se cumplan, pero en la caza eso no se puede cumplir.
Es la naturaleza la cancha donde se juega el “partido” y como en todo acto cinegético, las circunstancias nunca son las mismas, ya sea por los más diversos ambientes donde se la practica, o porque nunca hay una cacería igual que las otras: ahí es donde todo cambia.
Se puede cazar en la estepa, el bosque o la montaña, eso significa que los estilos de caza se multiplican y con ellos las reglas y las decisiones. Por eso es necesario entender que para lograr una ética cinegética adecuada, hay que tener una clara conciencia de que no se deben transgredir las leyes de la naturaleza y de las especies de fauna que ahí habitan, y eso dificulta mucho las reglas del juego.
Siendo así las cosas, es solo el cazador quien debe decidir por sí solo como proceder, en tanto que a los otros deportistas eso poco les interesa porque ahí no es el, sino el juez el que toma la decisión. En el campo del honor que es la plena naturaleza, el cazador debe juzgarse a sí mismo sin testigos ni jueces de por medio. Ahí está la diferencia del exquisito desafío ético/moral que este deportista debe cumplir y que lo diferencia de otros deportes.
Otra de las singularidades de la cinegética es que la confrontación no se da entre otros atletas igualmente capacitados. En la caza, el rival que enfrentamos no es otro hombre, sino un animal salvaje, que pone reglas de juego propias y totalmente distintas. Como dice Ortega este es un certamen entre la inteligencia del hombre y la fuerza, los instintos y los sentidos de la bestia, y eso es lo que despliega el animal en pleno goce de su libre salvajismo: y aquí es donde el salvajismo cobra la plena vigencia, porque es propio del animal salvaje que estos instintos desafíen al cazador ya que nadie caza animales domésticos. Por todas estas razones, la cacería nunca es totalmente exitosa porque si así lo fuera ya no sería deporte.
Pero además el filósofo exige una regla que calza perfecto con el contenido moral de este libro.
Para que la caza no se prostituya el hombre tiene que humillarse y renunciar a su más esclarecida virtud, que es la plena inteligencia: por ese motivo, tiene que aplicar solo un sector de esa inteligencia primitiva que aún conserva, basada en la potencialidad de su sector emocional e intuitivo para encontrar así la paridad deseada, y así competir con él, en eso consiste, si no me equivoco, la plena moralidad de la caza en la que se basa el prólogo y el mandato de Ortega. Más aún: cuantas más oportunidades se le otorgan al animal más deportiva esta se vuelve.
La humillación, la ley, la ética, y la moral se vuelven así los códigos de la caza moderna. Por fuera de eso ya nada cabe, lo demás es la depredación o el furtivismo del cual Marcelo nos habla. Dentro de ese contexto observo en su libro otra verdad importante cuando nos dice que “se corre el riesgo de convertir las mediciones de trofeos, en competencias que contribuyen a realizar estrategias espurias para llegar a los puntajes más altos”. A eso yo le llamo trofeo culturismo. El trofeo culturismo coloca el puntaje por encima del valor del trofeo y eso es puro egocentrismo cargado de una falsa competitividad.
Como dijimos recién, el cazador debe competir con el animal, no con los centímetros de cuerno que este lleva en la cabeza.
Es absolutamente lícito tratar de obtener el mejor trofeo posible, no solo por la satisfacción que de ello obtenemos sino además, porque debido a que su escasez y los conocimientos anti-predatorios adquiridos por nuestra presa a través de los años de lucha por sobrevivir, entran aquí en juego. Pero además la cosa no termina en esto, porque esa búsqueda del trofeo y no de cualquier animal, es un progreso conservacionista que le debemos a la caza moderna regulada.
Todo lo escrito recién, contribuye a limitar más la cantidad de animales abatidos, evitando la depredación y a mejorar – aunque esto parezca contradictorio – la calidad genética de una población.
Casi invariablemente los mejores trofeos provienen de animales seniles ya en el ocaso de su madurez o llegados a plena senilidad.
En la mayoría de los casos, esa clase de ejemplares son los más difíciles de encontrar, porque son minoría dentro de una población, y son los más difíciles de conquistar por el bagaje de experiencias anti-predatorias vividas, me estoy refiriendo acá a eso que vulgarmente llamamos la “astucia de los veteranos”.
Veamos ahora el aspecto genético. Desde el punto de vista reproductivo, el aporte genético de los animales seniles ya está mermado.
La calidad de los genes comienza a manifestarse desde el primer momento que ese ejemplar ingresa en el circuito reproductivo y a lo largo de este ciclo años tras años va dejando genes valiosos en la población.
Debido a la competencia reproductiva, el reproductor senil va aportando cada vez menos genes, lo que va generando un circulo virtuoso porque afortunadamente en esa etapa de su vida, es cuando menos aporta, pero cuando más valiosa se vuelve su cornamenta o sus colmillos.
Genéticamente hablando, lo más valioso es lo que dejó antes y cinegéticamente, lo más valioso es lo que ofreció en el momento del disparo. En otras palabras, cuando los centímetros crecieron, el flujo genético ya había mermado. Bien dice el Doctor Ramos, que el premio se lo merece el animal y no el que le dio caza.
Pasemos ahora al pasaje donde se habla del trofeo porque el autor así lo trata en el libro.
Nuestro incansable buscador nos dice que el trofeo tiene una larga historia, y para avalarlo, nos conduce hasta las guerras libradas en la antigua Grecia, lo que significa retrotraer el trofeo varios siglos atrás.
Comenta que, terminado el acto bélico, los griegos, para rememorar la hazaña de una victoria, y para que esta perdurara en la memoria del pueblo, se levantaba en el campo de batalla una columna de madera donde se colgaban las armas del combate, y desde ese entonces hasta hoy, esa tradición perdura.
Todos los pueblos levantaban monumentos a sus próceres para que las generaciones siguientes no los olvidasen, hoy ese rito se trasladó básicamente a la lucha deportiva, el atleta olímpico aspira obtener una medalla de oro, y el equipo de futbol que gana el campeonato mundial a levantar la copa.
El podio o el estadio repleto de gente se solidarizan con el rito, pero el cazador, solo y en soledad, cuelga su trofeo en la pared y ese acto es nuevamente, una distinta forma de ver la caza y el festejo, pero no se me pasa desapercibido que para ello elije un lugar prominente, para hacerlo visible y honorable: la chimenea, la sala o el comedor ocupan un lugar preferencial, ya que nunca vi un trofeo en el baño o en la cocina y eso manda un mensaje sutil.
No es difícil deducir que no es el cazador el que invento el trofeo, pero que como otros tantos, al sumarse a ese rito y para darle un poco más de vuelo, realce de valor épico el acto cinegético, así “conmemora una victoria lograda en el campo de batalla, buscando dar vida perdurable a ese triunfo memorable, colocándolo en algún lugar prominente”; todo esto me parece un giro poético sensiblero, en el fondo profundo de nuestra conciencia no deja de ser una plena y curiosa realidad.
Cuantos recuerdos y cuantas emociones guarda este símbolo no me atrevo a asegurarlo, porque quizás eso dependa de las cualidades morales del cazador que lo obtuvo, pero de cierto: un cazador que no honra su trofeo es porque no se lo merecía obtener. Un último detalle antes de cerrar este tema.
En el orden personal un trofeo me sugiere varias cosas adicionales. Voy a poner una cabeza de rojo como ejemplo. En primer lugar, el largo de los pedúnculos y la sutura del cráneo me hablan de su edad, el largo y el grosor de sus astas indican aproximadamente su nivel nutricional. Tampoco es tan difícil de diagnosticar la zona de donde proviene: zonas ricas en pastos, zonas pobres o castigadas por la sequía o suplementación a grano es lo que entra en el juego de este diagnóstico, eso complementado con el color de la cornamenta, demuestra si provienen de la cordillera, la estepa, del caldenal o de un corral.
Pero además, habiéndome dedicado al arte de la fotografía, ello me permite hacer una evaluación estética de sus formas, donde entran en juego la simetría, el formato o la perfección de sus candiles. Hay cabezas que se destacan por su belleza, otras por su potencia y otras por su desarmonía.
Con esto doy por cerrado un tema que se me hizo más largo de lo que pensaba, pero si lo hice, fue con la intención de exaltar el valor que encierra el trofeo; algo que algunos cazadores no parecen evaluar en plenitud.
Al describirnos la caza del jabalí, nuestro colega cazador nos mete en un tema poco tratado, pero de singular importancia. Me refiero a la ciencia y el arte de rastrear. Tema fascinante, poco tratado, y que muy pocos saben manejar por tratarse de una faena altamente especializada. Pero el rastro, es un fundamento esencial en el arte del buen cazar.
Al cazador moderno, hombre que por sus ocupaciones y estilo de vida, está en escaso contacto con la naturaleza (medio indispensable para la práctica del rastreo), se le vuelve muy difícil de manejar el tema, porque es una especialización que consume tiempo, exige concentración, ejercitación y talento: y cuando de talento hablamos, nos estamos refiriendo a un hombre que más allá de la técnica, interpreta el mensaje que le manda el animal, casi podríamos decir que está pensando igual que él, y esa habilidad compete solo a los grandes maestros, provistos de esa intuición que emana quizás el sexto sentido, inspiración no razonada que le obliga a decirse a sí mismo “esto es así”, tal como piensa Marcelo.
Cuando leemos un libro, a lo largo de su lectura, vamos consumiendo sus páginas, pero el verdadero lector, no solo lee sino además va interpretando el mensaje que le envía el escritor, para sacar así sus propias conclusiones. En la ciencia y el arte del rastreo sucede lo mismo.
La clave reside entonces en la interpretación: y aquí es bueno tomar en cuenta que, si bien un cazador urbano poco entrenado en tal menester, no puede seguir un rastro por largas horas y distancias, si puede y debe al verlo, saber cuál es el cuadro de situación dejando al rastreador la pesada tarea de seguimiento.
El rastro nos habla de muchas cosas. Entre otras cosas, nos marca la cantidad y especies de animales que viven en este terreno de caza, del tiempo que está impreso en la tierra, del peso, la edad y del sexo de los animales en cuestión, y también de lo más importante: la posible presencia de algún ejemplar que promete volverse un trofeo de caza. Lamento no poder extenderme más en el tema por razones de espacio, pero es bueno saber que es este arte, uno de los aspectos más fascinantes que nos regala la magia cinegética.
Llegando de esta manera a la finalización de este prólogo entramos en la parte más medulosa y conflictiva del libro, ya que debemos enfrentarnos ahora con el tema de la muerte y su consecuencia: las doctrinas eco/ animalistas que de ella se desprenden. No puedo omitir la preocupación que nos deja el autor acerca del futuro de la caza, ideas de las cuales comparto totalmente.
Cuando Marcelo hace referencias a la muerte del animal reaparecen enseguida sus consecuencias, me refiero al argumento, de que se vale el nuevo animalismo, para fogonear la fantasía que nos quieren vender estos moralistas mesiánicos.
Veremos así que en materia cinegética, según su punto de vista, muerte y animalismo están íntimamente relacionados entre sí.
Lo que muchos cazadores no ven, es que los antiguos argumentos anti-caza han cambiado.
Hoy ya no se cuestionan tanto las leyes, o las transgresiones éticas propias del oficio, hoy lo que básicamente se combate, es un giro ideológico, que se basa en el acto de dar muerte a un animal de caza, argumento mucho más astuto que los anteriores, porque induce a una serie de las pulsiones emocionales más profundas, que siempre atemorizaron al hombre.
Para aclararlo, volvamos otra vez al lejano pasado. Una de las primeras reglas que le marcaba la supervivencia a nuestros parientes primitivos para seguir vigentes como especie, era sobrevivir para evitar la muerte.
Escondidos en el bosque o en la caverna, sabían siempre que varios predadores los acechaban de noche para darles caza. Así probablemente comenzó el miedo a la muerte, que perdura hasta nuestros días.
Quizás ese haya sido el primer miedo que tuvieron que afrontar aquellos emergentes homínidos. Hoy ese miedo se multiplicó a las más diversas actividades de la vida moderna, pero según mi hipótesis, ese miedo raigal sigue vigente por más que pretendamos eludirlo y eso sirve como argumento preferido, para motivar la anti-caza.
Es sabido, que la existencia de cualquier forma viviente, comienza con la vida y termina con la muerte. Esa es una ley biológica inexorable que todo hombre racional conoce. Entre tanto, el puro acto de vivir se desplaza entre la certidumbre y la incertidumbre.
La aventura humana de vivir está plagada de todo tipo de incertidumbres y miedos, porque el hombre vive en tres dimensiones distintas, el pasado que es el nacimiento, el presente que es la lucha por sobrevivir, y el futuro que es la muerte, obligándonos así a convivir bajo el embrujo de una fascinante pero incierta aventura.
Aun así – el hombre y solo él- sabe que inexorablemente, la única certeza que conoce, es que está codiciado por un trágico predeterminismo. Tarde o temprano va a morir y eso le provoca miedo, el miedo raigal.
Enfrentado a esa realidad, trata de evadirla apelando a los más diversos subterfugios psicológicos. Los animalistas aprovechan esta circunstancia profundamente emocional para resolver esas emociones, buscando un alto impacto efectista y así poder vender una doctrina carente de todo argumento biológico, científico y racional.
El animal, por carecer de pensamiento abstracto, y por lo tanto de conciencia, vive en una sola dimensión: la supervivencia del día a día: nos abe de donde viene, ni hacia dónde va, lo suyo es puro presente.
Por esa razón, a un león no se le cae ni una lágrima cuando mata a una cebra para comerla, ni el gavilán tiene ninguna sensación de culpa cuando caza una paloma. Esa carencia de culpabilidad recorre toda la zoología, desde sus más rudimentarias formas, llegando invariablemente hasta la mismísima cúspide de la pirámide zoológica, ya que no existe ninguna forma viviente que pueda eludir la cadena trófica de matar para vivir.
No sé si los animalistas conocen estos principios o si deliberadamente los ocultan, pero es obvio que de ello nada hablan, ya que su objetivo es solo llegar a los medios con un discurso rudimentario y altamente emotivista, para exponer sin ninguna clase de argumentos científicos, su sensacionalista imagen.
Otro de los falsos argumentos emocionales hoy en boga, se basa en el bienestar animal, ya que no solo se prohíbe matar animales, sino que, además debemos hacernos cargo de su bienestar, cuando a duras penas podemos ocuparnos de lo nuestro. El bienestar como la felicidad o el amor, son solo una elaboración de la mente humana, que no cabe en el mundo animal.
Es bueno saber que, por los argumentos recién expuestos, el animal solo prioriza su supervivencia valiéndose de lo que solo la naturaleza le ofrece: léase, disponer de un medio ambiente, donde pueda disponer de los recursos más elementales: agua, comida y refugio para resguardarse del calor y los fríos. Eso es todo lo que necesitan, si los queremos introducir en nuestros artificiosos medios de un confort humanizante, solo lograremos estresarlos, ya que no están programados para convivir en tales circunstancias.
Por si algo le falta a esta fantasiosa doctrina, es que además, pretende que los animales participen de nuestra cultura “humanitaria” transfiriéndoles afectos, emociones y pensamientos racionalmente lógicos, que por su propia condición animal, les resultan incomprensibles.
Somos distintos en lo anatómico, fisiológico y psicológico, eso significa que ya no hay retorno hacia la exclusiva supervivencia animal, porque de ser así, lo único que lograremos es deformar la realidad, todo lo cual significa, como bien dice Marcelo, caer en una confusión deshumanizante que nos puede hacer perder el rumbo.
Desde que tomamos conciencia de nuestra propia identidad de hombres, los sabios de todos los tiempos, nos enseñaban que, para progresar como especie, teníamos que humanizarnos cada vez más, pero ahora resulta que algunos de estos gurúes, pretenden que para progresar debemos animalizarnos y como los animales no pueden humanizarse, el único camino que queda, es nivelarnos hacia abajo, para que actuemos como animales.
¡Vaya invento el que nos proponen!
Todo esto no es otra cosa más, que un insólito proceso trans-culturante donde algunos hombres ya no solo pretenden transferirles a otros hombres sus propias creencias y pautas culturales, sino que ahora, pretenden además, transferírselas a los animales, decretando así, un nuevo y narcisista antropocentrismo sociológico.
Esa es la razón por la cual ahora florecen por TV toda clase de “psicólogos” animalistas.
Presiones de medio ambiente desnaturalizados e imposiciones psicológicas de todo tipo, logran que esta falsa doctrina llegue a las ignorantes masas urbanas para que la consuman y aplaudan. Eso es lo que hoy se entiende por bienestar animal y eso es lo que pretende la anti-caza.
No de ja de llamarme la atención que esas presiones prejuiciosas se centren solo en la caza. Millones de peces mueren anualmente asfixiados, pero no es la pesca ni los pescadores el objetivo de estos personajes, aclaro que no tengo nada contra la pesca ni con los pescadores, por considerarlos igual que nosotros, auténticos deportistas. En estas líneas solo le apunto al prejuicio anti-caza que trata de demonizarnos como auténticos y únicos asesinos de la naturaleza.
Por otra parte, ninguno de estos cultores de la moral animal deja de fumigar su casa cuando las invaden las cucarachas, los mosquitos, las polillas o las ratas. Tampoco dejan de acudir al médico cuando contraen alguna parasitosis. Parecería que han creado una clasificación zoológica aparte, donde como en todo dogmatismo, se dividen en forma simplista, santos y demonios.
Hoy los derechos animales rigen solo para los animales domésticos, las mascotas, las piezas de caza, el osito panda o el elefante que mato el rey de España; el resto de las especies zoológicas quedan fuera de esta clasificación, hasta parecería que no pertenecen al reino animal… vaya a saber qué nueva clase de zoología nos proponen Walt Disney con su ficticio mundo animal y sus seguidores animalistas.
Pero hay algo más. En ese libre juego que es la caza deportiva, todo cazador sabe que cuando debe enfrentar un animal peligroso, es su propia vida la que también entra en peligro. La historiografía de la caza, así lo demuestra.
Desde que la caza es caza, llámese cazadores paleolíticos, hombres de la antigüedad, de la edad media o de la caza moderna, la historia así lo atestigua. Son muchos los cazadores que cayeron en el campo del honor.
Felinos comedores de hombres, elefantes o búfalos agresivos que depredaban los cultivos de los pequeños poblados campesinos, por solo mencionar los casos más conocidos, llenan las paginas de libros cinegéticos, relatando toda clase de estas trágicas muertes por todos conocidas.
Pero estas muertes no solo amenazan al cazador que va a desafiar un riesgo previamente asumido, sino también a esas inocentes víctimas que por convivir con la naturaleza profunda (y no en las plazas de una gran ciudad), fueron muertas por comedores de hombres, bestias enfurecidas, cocodrilos hambrientos, hipopótamos agresivos, o serpientes venenosas, y es bueno saber que en todas estas instancias, es el cazador deportivo o el cazador profesional, el que debe acudir a esas remotas regiones a poner orden en el caos, ya no por deporte, si no por razones morales y humanitarias, cada vez que la vida del prójimo está amenazada de muerte.
En el mundo urbano esta clase de peligros no existen, porque estas especies animales, están fuera de su universo. Por esa razón las masas lo ignoran, pero lo que no pueden ignorar, es que en las ciudades, la muerte acecha bajo la sombra de los hombres de nuestra propia especie. Nunca escuché que los animalistas se hagan cargo de tal situación, porque el animalista para lograr sus objetivos debe deshumanizarse para entrar en la animalidad y no en los problemas sociales del hombre.
Todos estos hechos no figuran en esa verborragia animalista de un puritanismo moral, que poco tiene que ver con la realidad cotidiana de nuestra especie.
Finalmente, en “Hacia una Moral Cinegética”, el autor vaticina que, de seguir así, la caza se encamina hacia la extinción.
Eso depende de nadie más que los cazadores.
Si hemos hecho serias críticas a la filosofía eco/animalista, es solo para que los cazadores despierten del letargo.
Es propio del argentino, que cada vez que tiene un problema, deba salir a buscar un culpable ajeno a quien transferirle el problema. Seguimos auto-engañándonos bajo el consabido lema de que la culpa siempre la tiene el otro, para así eludir las responsabilidades que solo a nosotros nos atañen. La actitud actual del cazador es seguir disfrutando del placer de cazar despreocupadamente, a la espera de que todo pase lo más pronto posible, sin involucrarse en el tema. Marcelo y yo lo advertimos en estas páginas.
Mientras tanto, todo sigue desmoronándose. Como bien dice el paisano:” la culpa no la tiene el chancho sino quien le da de comer”. Gracias a esa indiferente inercia, le seguimos regalando la cancha a los promotores anti-caza, que cada vez suman más adeptos. Veamos las consecuencias de esta irresponsable actitud.
El furtivismo sigue avanzando, las leyes de caza son cada vez más inoperantes, burocráticas e inadecuadas, y las consignas anti-caza, manejadas por un ecologismo frívolo y un animalismo radicalizado, siguen penetrando en la mente de los funcionarios de los departamentos de caza, en los biólogos de oficina, en los políticos demagógicos que responden a los mandatos urbanos donde están los votos, y en los medios de comunicación que solo buscan sensacionalismo emocional para aumentar el rating.
Ante este frente de batalla que cada vez crece más, hasta hoy carecemos de la más mínima estrategia comunitaria para enfrentarlo. Si Marcelo y yo tratamos de poner argumentos esclarecedores en este libro, es solo para advertir y aportar argumentos a un grupo humano disperso, poco motivado para la lucha y carente del más elemental espíritu de cuerpo para el esclarecimiento del problema. Puestas así las cosas, cedo el espacio a Marcelo, con la esperanza de que al leer el libro, su mensaje pueda ser entendido.
Juan Campomar.
Hacia una moral cinegética By Marcelo Vassia