El jabalí cañero

Por Carlos Rebella

Llamar cañero a un jabalí, parece aludir al que merodea cañaverales, pero nada más lejos de la realidad: simplemente no hallé una palabreja mejor para mencionar al protagonista de esta cacería, que comenzó como una más, y concluyó de manera insólita.

Todo ocurrió durante cierto plenilunio extremadamente duro para el acecho nocturno, esa competencia fascinante entre las extraordinarias percepciones naturales de las bestias y las nuestras, misérrimas, atrofiadas por la polución y falta de gimnasia funcional. Comenzaba agosto, y era mejor no pensar en la temperatura…

El cazadero, uno de los tantos que conocí gracias a Rubén Patiño, estaba cerca de su pueblito natal, Chacharramendi, portal de la Ruta del Desierto Pampeano, reservorio natural que reclama ser declarado Parque Nacional. Mi amigo es el único molinero en muchas leguas a la redonda, y salvavidas para los pobladores sedientos cuando falla el molino. No hay tranquera desconocida, lugareño que no deba gauchada, ni revolcadero de puercos que no conozca. Su casa era cálido albergue durante mis frecuentes visitas, y aquel atardecer lejano, frente al fuego del viejo hogar, cambiábamos novedades de Buenos Aires por las pocas que alteran la rutina en esos parajes: sequías, plagas y jabalíes, por entonces emigrados hacia los escasos pozones de agua que, milagrosamente, sobrevivían en el lecho del río Salado. Entre los pocos rezagados descollaba un solitario, tal vez demasiado añoso para el largo peregrinaje, cuyas pisadas descubrió casualmente, mientras reparaba una máquina en el campo a cargo de su hermano Juan. Y como siempre, me pasó el dato… La oferta era tan tentadora como incierta, aunque así se consiguen las grandes colmilludos…

Apenas abrí los ojos tras el descanso, desde la ventana saludó un festival de tonos blancos, miríadas de chispas rutilantes sobre la calle polvorienta, hielo en la tina de los perros y estalactitas colgando de las ramas, como caireles. Demoré pocos minutos en vestirme y correr desde mi freezer hasta la estufa, donde esperaban tortas fritas y mate amargo. Panza llena y corazón ardiente, había que rumbear hacia el galpón-taller donde esperaba el tractor y la colorada, una pick-up que alguna vez fue roja, hoy engendro de piezas variopintas que andan solo en sus manos… Y a las pruebas me remito. El motor no arranca girando la llave de contacto, simplemente porque no tiene llave de contacto, solo dos cables pelados que, unidos o separados, significan ON y OFF en criollo. Aunque alguna vez fue 0 Km., su motor Chevrolet fue reemplazado por un Perkins 4, que tiembla más que el Parkinson. No conoció electro ventilador, anticongelante, inyector, alternador o dirección asistida: solo bujías, carburador, dínamo, tres velocidades y gracias… Tanta precariedad es frecuente en zonas donde los rindes ganaderos son ínfimos, y aunque las estancias se miden por leguas, se necesitan muchas para alimentar pocos animales. En consecuencia, los pobladores – salvo excepciones – viven al día, y el molinero debe ajustar presupuestos a la realidad cotidiana. En pocas palabras, a Rubén nada le sobra, excepto temple, tesón e ingenio para mantener activos sus vehículos década del .50. ¿Cuáles son los trucos para poner en marcha el vetusto John Deere, con grados bajo cero? El primero desagotar el radiador – todas las noches de abril a setiembre – evitando que estallen los caños refrigeradores por congelamiento; luego, contar con un talud o rampa de tierra encofrada, de un par de metros de altura y 45º, al tope de la cual se estaciona en reversa al terminar la jornada; y para accionarlo, palanca de cambios en segunda embragado, dejar que se deslice por inercia, soltar el pedal y ¡voilà!, traca, traca, traca, está listo para remolcar la colorada.

Cumplido el ritual con éxito y provisto de víveres para algunos días, lo escolté en dirección a Cuchillo Co, envuelto en la polvareda que levantaba su máxima, 60… Desde el alero del rancho, sombreado por vetustos tamarindos, nos saludó Juan, flaco, alto, nariz aguileña, un todo terreno que hacía de mayordomo, peón, alambrador y vaquero, porque vivía solo: el patrón, pueblero, se dejaba ver cada muerte de un obispo.

Comenzó a rondar el infaltable mate entre comentarios referidos a pie grande, almorzamos, Rubén volvió al pueblo, y nosotros al aguaje de la cita nochera donde, comedido, había construido mi refugio… Llegamos al playón, anunciado por las chirriantes aspas que giraban con pereza, sorprendiendo a una tropa de vacas, más flacas que pata de tero. En el barreal, a lo largo del piletón, entre mil pisadas hallamos las del suido, un fuera de serie y asiduo visitante, según los mechones de pelambre entre las púas del cerco y el profundo surco de la pasada. A unos 40 metros, entre matas apretadas, estaba el apostadero, protegido por un par de chapas oxidadas cubiertas de ramas. Reubicamos las removidas por los animales y el viento, limpiamos mugre y todo quedó listo para ocuparlo.

El día siguiente pasó entre charlas y siesta hasta la caída del sol, invitando al trabajo más antiguo de la humanidad. Todo estaba silencioso en el corral, solo cotorras y palomas mientras descargaba el equipo hasta el camuflaje: el rifle sobre el mejor apoyo, los prismáticos y abrigo al alcance de la mano. Después de alejar el vehículo, arrellanado sobre el mullido pellón de oveja, me dejé encantar por el trino de los pájaros nocheros, el raudo vuelo de las lechuzas y el sonido gutural del tucu-tucu. Así llegó la hora 0, y comenzaba el nuevo día con – 6º en descenso… Siguiendo el lento periplo de Selene entre frecuentes ojeadas al reloj, cerca de las tres de la madrugada, una pareja de teros, alarmada y chillona levantó vuelo desde el charco. Fluyó la adrenalina e inicié un ansioso paneo con los gemelos hasta que, asomada detrás de un seto, descubrí la enorme cabezota ahusada, mirando a diestra y siniestra con sus ojillos miopes. Nos separaban unos 100 metros cuando comenzó a avanzar serpenteando zarzales, venteando u olfateando el suelo, y aunque estaba de punta, no dudé que era el ermitaño, por la talla un trofeo excepcional. Ya no sentía frio ni calor, solo ansiedad primitiva temiendo la espantada, pues algo parecía no andar bien… Unos trancos más y se detuvo a la distancia exacta, solo faltaba que volteara presentando el flanco pero en cambio, giró en redondo bruscamente mirando hacia las tinieblas, en clara señal de alarma. En el cristal aparecieron las ancas, supuse la estampida y provechando la claridad intensa, apunté al culo, un impacto letal con punta blanda o sólida. Tenso el índice en el gatillo, al posar el centro de la retícula en las nalgas regordetas, la desgracia: no había señas de los hinchados cojones de verraco. Aflojé el dedo en el momento en que se ofreció en todo su esplendor salvaje. Era una hembra enorme y veterana, orejas festoneadas en cien peleas, tetas fofas colgando como peras maduras. Seguramente, de perfil a la distancia, no hubiera dudado que era el padrillo perfecto, un error disculpable a un cazador más o menos ducho. Pero no los hermanos Patiño, que dispusieron de semanas para asegurarse antes de provocar un viaje tan largo como inútil, confundiendo gato por liebre. Así estaban las cosas, y si bien evito abatir hembras – no por escrúpulos sentimentaloides, sino porque el estruendo aleja un posible invitado – supuse que Juan no perdonaría perder esa montaña de carne, suficiente para el resto del invierno. El impacto la hizo recular unos pasos, antes de caer pesadamente. Estaba realmente enojado, y ni me acerqué para mirarla.

El puestero, alertado por los perros, había atizado el fuego y me esperaba ansioso, preguntando atropelladamente. Cabreado como estaba, no ahorré detalles criticando a los dos por el yerro, si bien lejos de lamentos o disculpas, me rogó que fuéramos a levantarla ya, antes que los peludos robaran el botín. Era para matarlo… Cagado de frio y ganas de una cama caliente, no tuve más remedio que terminar con la última puntada. Dejé que despanzara, cargamos la mole, y por fin la puta chancha quedó colgando del alero. Con un enorme tazón de humeante sopa entre manos, entre burlas que no parecieron afectarlo, mencionó que cierto vecino y tocayo, Juan II lo llamaremos, lidiaba desde tiempo atrás con un jabalí dañino, uno de los pocos remolones que ignoró la sequía, – veremos las causas – retenido por el agua corriente. Resulta que su patrón, para habilitar otra aguada, había tendido un acueducto de material plástico, desde la cisterna hasta un bajío. Todo fue bien hasta que el bandido de marras, valiéndose de su olfato legendario y poderosos colmillos cavadores, no tardó en detectar el olor, llegar al caño, mordisquearlo y obtener su propia vertiente. El pobre vaquero había ensayado algunas tretas para ultimarlo: lazos en las pasadas, trampas y hasta esperas con su escopeta, pero el muy taimado, – vaya uno a saber porque – nunca volvía al mismo sitio, obligando al paisano a remendar conductos y rellenar pozos, males menores comparados con el derroche del preciado líquido.

Mientras lo escuchaba, recordé una argucia que resultó eficiente en muchas oportunidades para atraer bichos mañeros, aún con su Talón de Aquiles: demanda, si o si, una osamenta con restos de carne. Como el hombre afirmó que sobraban por esos tiempos, acepté tantear el desquite.

Reparadas las energías, con viento sur y ráfagas polares, nos dirigimos a la estancia donde me presentó a Juan II, un criollo amable que, enterado de nuestro proyecto, se mostró encantado y dispuesto a cooperar, ofreciendo alojamiento y su experiencia para conseguir la carnada. Después de la mateada de rigor, salimos a recorrer la picada abierta para el tendido, constatando que no exageraba: varios hoyos rellenados, algunos separados hasta cien metros, confirmaban los daños.

Regresé a Juan, perdí una noche y otro pedacito de Luna, aunque se compensó con una picana de ñandú guisada, y unos vinos, que me hicieron dormir como un bebé. Tempranero, mi nuevo amigo hizo punta a caballo y lo seguí hasta unos mil metros, donde aguardé que campeara un finado. Apareció largo rato después, arrastrando con el lazo un ternero hediondo, que depositó a 10 metros de la tubería y 50 del algarrobo donde construiría el atalaya. Con agua envasada, comida, reguero de olores y mucha suerte, tal vez rompería el maleficio…

Provisto de alicate, alambre y machete, labré tres escalones en el tronco para trepar. Habría que limpiar ramas inútiles, y despejar horquetas donde encajar otras, como asiento, respaldo y apoyo para el arma. Desde abajo el paisano, con las manos en los bolsillos, meneaba la cabeza murmurando: “… hay que estar en pedo para quedarse toda la noche…”

Asado, siesta y preparativos, acortaron la tarde hasta la hora de la verdad, frente al hueserío bañado por los últimos reflejos del ocaso. Arrellenado en la precaria plataforma, durante el largo intervalo a oscuras disfruté oyendo la respiración del desierto, el murmullo de su vida secreta, y chillidos de animales que matan o mueren.

Tarde, apareció mi amiga, bañando con escaso brillo la escena, salpicada con arbustos que la imaginación, entre luces y sombras, transformaba en jabalíes y pumas. Sin embargo, dos horas después de medianoche, el frío se tornó obsesivo, el abrigo parecía precario y el sueño acosaba como un verdugo… Como pocas veces, por motivos que no lograba entender, supe que sería imposible tolerar las cinco o seis horas que faltaba hasta la aurora. Descolgué la mochila y el arma hasta el piso, renuncié esperando que un respiro ayudara a superar el bajón anímico. Entré al rancho en silencio, me tendí bajo una montaña de pilchas y desperté con la claridad que entraba por la ventana. Afuera brillaba el ponchito de los pobres, levantando el relente del patio que parecía nevado. Famélico y solo, Juan II estaba de recorrida, durante el desayuno-almuerzo me obsesionaba una idea fija: saber si el cimarrón picó el anzuelo luego de irme… No fue necesario acercarse demasiado, desde lejos se veían los despojos esparcidos, confirmando que Don Colmillos avecinó de madrugada, tomó su tiempo para el desparramo, y se paseó por el despejado, ofreciendo un blanco seguro hasta para un ciego.

Estaba enfurecido, desconsolado, pues había dilapidado la mejor, y posiblemente irrepetible, posibilidad de abatirlo, pese a lo cual, me consolé con el aspecto positivo del mal trago: no había dudas que estaba cebado e insistiría, solo había que estar allí para el segundo round del imaginario encuentro.

Ignorando los comentarios desalentadores del dueño de casa, para atemperar los efectos de la helada pedí prestada una vieja lona que usaría como techo, y allá fui con la secreta promesa de vigilar hasta que las velas no ardan: con o sin chancho, no volvería hasta la primera mateada…

Con el ánimo renovado, ojeando aves hambrientas posadas sobre los huesos, en medio de un ocaso neblinoso, con viento calmo, amarré el toldo, listo para el desafío. Entre fantasías y sobresaltos, bregando contra el reloj biológico que pesa sobre los párpados, el tiempo pasó inexorable. Hubo algunos cabeceos, tan breves como culposos, y agoté el café durante una larga vigilia que culminó cuando una delgada línea roja apareció en el horizonte, como un incendio remoto. Fue una espera entretenida, con muchas horas de penumbras y uso del prismático, con el oído atento tratando de identificar ruidos, usando el foco solo segundos indispensables. Realmente me sorprendió el alba, sentenciando los últimos minutos de 14 horas que merecían mejor suerte. Me quité los guantes, pasé varios minutos resucitando, y emprendí el largo regreso a casa…

Llegué justo a tiempo: mi amigo había ensillado, y salía preocupado, pensando en que algo malo había ocurrido. Lo dejé atando al palenque, reviví la lumbre, y después de narrar mi pequeña odisea, dormí hasta las tres de la tarde. Apenas quedaba tiempo para llegar al último asalto, herido, pero no de muerte.

Una vez más, con la única claridad que me regalaba el débil relumbrón de millones de luciérnagas, titilando en el espacio, horadaba la negrura buscando incentivos para mantener activos los sentidos, y ahuyentar la modorra. Pero mi destino estaba escrito: inesperadamente, apretados nubarrones que rodaban como marejada, se apretujaron eclipsando las estrellas, sumiendo el entorno en la oscuridad absoluta. Ya no había esperanzas ni milagros, era K.O. por abandono. Entre arañazos y raspaduras, ya que no podía alumbrar y hacer de mono, aterricé como un fardo y trepé al auto, más frío que culo de pingüino. A lo largo de tantas décadas de montero, fracasé cientos de veces y reincidí otras tantas, pero no podía asimilar mi furcio, agravado porque la trampa funcionó, aunque olvidé la puerta abierta…

Me despedí del bueno para nada, recalé nuevamente en casa de Rubén, siempre renegando con la colorada, y nos sentamos bajo el sol. Sin omitir detalles enumeré mis desventuras que escuchó en silencio, hasta que mencioné la gran Carlitos y la deserción prematura en la noche trágica. Fue cuando el montero aguerrido, capaz de acechar 5 o 6 noches desde el ocaso al alba, se calentó al punto que dejó escapara la tortuga. Riendo y con sorna, me tildó de flojo y viejo para esos trotes… Tragué la merecida medicina, no sin una apuesta que aceptó sin dudar: durante el siguiente plenilunio de primavera, el que cazara el mejor trofeo, ganaba el asado y vino para nosotros y la docena de amigos del pueblo. Pero eso es motivo de otra historia…

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