Hola, mi nombre es Liz Busso. Tengo 34 años y soy oriunda de Villa Huidobro, un pueblo al sur de Córdoba, que limita con las provincias de San Luis y La Pampa.
Mi vida, de un modo u otro, siempre transcurrió cerca del campo. ¡Mi lugar en el mundo! Tal vez por eso no sorprenda que, con los años, haya encontrado en la cacería una profunda pasión, una forma de seguir conectada con esa tierra que tanto quiero.
Todo comenzó acompañando a mi papá cuando salía a cazar chanchos apostado. Poco a poco, esta actividad me atrapó tanto que terminé quedándome con todo su equipo de caza… y él, con una sonrisa resignada, tuvo que armarse de otro.
Hoy quiero contarles una cacería que viví hace muy poco, el 11 de mayo de 2025. Probablemente, esta sea una de las que más quede en mi memoria. No por el trofeo, sino por lo que costó lograrla.
Esto comenzó hace algunos meses, cuando en una de nuestras recorridas por el campo donde solemos cazar, pasamos por un apostadero abandonado al que decidimos volver a darle vida. Le pusimos aceite quemado con gas oíl a un palo que ya estaba enterrado, esparcimos maíz en el suelo y lo pisoteamos un poco.
A los días, con mi viejo encontramos rastros y los hachazos de un padrillo en el palo, donde también se había estado rascando y muy disimuladamente, había desenterrado un poco de maíz. Volvimos a echarle aceite con gas oíl y a poner maíz, esta vez tapado con unas ramas. Así empezamos a endulzarlo… pero aun así no bajaba seguido.
Hasta que llegó la primera noche en que decidí apostarme en ese lugar. A partir de entonces, fueron ocho intentos…
En cuatro oportunidades claramente lo escuché llegar, siempre temprano, entre las 21 y las 23 hs. Se quedaba en las sombras, justo frente a mí. Luego de unos minutos (muy desafiante) se acercaba hacia donde yo estaba, sin salir en ningún momento del monte que lo protegía en la oscuridad. Podía oírlo deambular debajo mío y, mientras mi corazón amenazaba con explotar, él sacudía sus orejas, venteaba y lanzaba algún que otro bufido, dejándome entender que presagiaba el peligro. Y se marchaba…

Una noche, mientras me encontraba apostada, cazadores con perros (furtivos), pasaron muy cerca de mí. En otra ocasión, escuché un disparo, también de furtivos, ya que nadie más que nosotros caza con permiso en ese campo. Conclusión: dejó de entrar por un tiempo. No sabía si lo habían cazado o, simplemente, si lo habían asustado y había escapado del lugar. Pero yo seguía firme en mi tarea, ilusionada con que volviera.
Esto también nos hizo planificar nuevas estrategias. Sabíamos que el apostadero no ayudaba demasiado por su cercanía al comedero, pero no podíamos modificarlo por lo desconfiado y mañero que era; eso sin dudas lo ahuyentaría.
Decidimos que una sola persona ingresaría a revisar y reponer lo que hiciera falta, con el fin de dejar la menor cantidad posible de huellas y olores. Fue entonces cuando a mi viejo se le ocurrió la idea de cubrir nuestros rastros con gas oíl.
El sábado 11 de mayo, a las 17:30 hs, llegué al lugar. Tal como habíamos planificado, fui rociando combustible sobre mi trayecto; incluso lo esparcí sobre los peldaños de la escalera y el piso del apostadero. Acomodé mis cosas y me senté a esperar como tantas otras veces…
Son incontables las horas que le dediqué. Tardes y noches enteras, con frío, viento, hambre y el cuerpo entumecido por la incomodidad del espacio y por la quietud que uno debe mantener para evitar cualquier ruido que nos delate.
Pero cayó. Sí, esa noche cerré un capítulo escrito a fuerza de paciencia y silencio.
“El baile comenzó temprano”. Antes de las 20 hs lo escuché llegar. Como era su costumbre, se quedó inmóvil entre las sombras por un buen rato, luego caminó despacio por dentro del monte, en dirección al apostadero. A veces el silencio me hacía dudar si seguía ahí… y, de golpe volvía a escucharlo. Bufaba, se rascaba y daba vueltas por todos lados, pero no se iba. Eso me indicó que, si bien algo presentía, no me ventea. Solo debía esperar a que finalmente se decidiera a salir a la claridad del comedero.
Entre idas y vueltas, me tuvo en vilo casi hasta las 11 de la noche. Fue entonces cuando pude verlo por primera vez. Salió de la oscuridad y se quedó mirando fijo al apostadero. No atiné a nada, solo a mirarlo yo también, sabía que si intentaba agarrar el rifle, me descubriría.
No sé si fueron segundos o minutos los que transcurrieron en esa situación… solo sé que pegó la espantada y se fue. Debió haber tomado mi olor, o quizás escuchó los latidos de mi corazón a punto de explotar… porque les aseguro que no me moví.
Pasó casi una hora, hasta que nuevamente lo sentí venir. Levanté el rifle ligero y me quedé apuntando hacia donde lo escuchaba.
El .300 sonó en el preciso momento en que lo vi, dando por terminada una serie de recechos que difícilmente olvide o vuelva vivir. Fue sin dudas, la cacería más rebuscada, paciente y por qué no, tramposa que me tocó vivir. Con un chancho que supo ganarse todo mi respeto y también mi admiración.
Bajé rápido del apostadero y ahí estaba, tendido en el suelo, ya sin vida. Sentía una mezcla de alegría, alivio y agotamiento que me llenaba por completo. Era como si todo lo vivido explotara en ese instante dentro mío. Quizás no era el trofeo, o tenía los colmillos que esperaba, pero sí el más difícil que me ha tocado cazar y eso lo convirtió en el más importante.
Salí a fondo a contarle y a disfrutar esto con mi viejo (Galo) mi mentor, amigo y compañero. Con él competimos y bromeamos sobre quién caza el chancho con mejores dientes, el más grande, o más rápido. Pero él, con sus conocimientos y experiencia, siempre elige el mejor lugar para que yo pueda lucirme.
Ese es mi viejo de quien estoy inmensamente agradecida y orgullosa.

Liz Busso