Las mujeres y la caza

-Isabel-

Por Carlos Rebella

Hablar de la relación entre las mujeres y la caza, nos remite a los orígenes de esta actividad que, nadie duda, ha sido la primera forzosa de la especie humana, como lo prueban las pinturas rupestres que nos legaron los cavernícolas hace nada menos que 44.000 años… Tantos milenios de práctica ininterrumpida del arte indispensable, han dejado huellas indelebles en nuestros genes, esencialmente inalteradas.

Indagando en la historia, vemos a nuestros ancestros que, a pesar de vivir en las antípodas, poseían dioses y diosas con nombres distintos, pero atributos idénticos. Así ocurría con nórdicos, griegos, celtas, romanos, o egipcios, que los invocaban al partir hacia sus tareas venatorias.   

Más allá de los varones beatificados después de Cristo, como San Eustaquio y San Uberto, existe un profuso registro de todopoderosos paganos. Artemisa era una doncella griega dispuesta para la caza, con arco y flecha en las manos, quien curiosamente, había impuesto límites que hoy rozan lo ético: no se debían abatir animales jóvenes, que les estaban consagrados; Artio fue una de las representaciones celestiales de los Celtas, curiosamente con aspecto de oso;  Flidais, Dueña de la Vaca Sagrada de la Abundancia, Diosa del Bosque, quien solía pasear en su carruaje tirado por una yunta de ciervos; los nórdicos amaban a Mielikki, diva de la foresta, que creó al oso, sin olvidar a los egipcios, discípulos de Neith, guía de  flechas y piedras. Tantas protagonistas confirman que la caza, no era privativa del hombre. Por último, hace poco tiempo los científicos de la Universidad de California, E.E.U.U., hallaron un esqueleto femenino de 9.000 años de antigüedad en Wilamaya Patjxa, Perú. El hallazgo, que echó por tierra la teoría de que sólo los hombres cazaban, fue difundido por la Revista Science Advance a través de un artículo del arqueólogo Rand Haas, que afirma que la joven exhumada era cazadora, según lo prueban los restos de vicuñas y ciervos hallados en su tumba, una costumbre de los antiguos, que enterraban a sus muertos junto a objetos relacionados con su actividad en vida. Por otra parte, es un hecho que las primeras mujeres de las Américas, eran expertas en el arte venatorio, principalmente las Matses, miembros de una de las tribus más numerosas del oriente brasileño, que aún hoy, cazan junto a sus hombres, conocen el arte del rastreo, recuperan flechas perdidas, o asestan el certero mazazo que remata al feroz yaguareté.   

    

Pero debieron pasar milenios para que la mujer, ya devenida en ciudadana moderna, osara emular al varón en un deporte tan viril, empuñando ballestas y arcos, armas rudimentarias que usaron en el medioevo, o, más cerca en el tiempo, participara de la tradicional cacería del zorro, que desvela a los británicos desde el siglo XVI. Hasta que los grandes exploradores – cazadores africanos, como Karamojo Bell, Pondoro Taylor, John Hunter, o Tony Sánchez Ariño entre tantos, decidieron invitar a esposas, amigas o amantes, para compartir sus emocionantes safaris en el Continente Negro, donde entre selvas y fieras, no tardaron en adaptarse a las escopetas livianas o los pesados Holland & Holland, abatiendo desde el diminuto duiker, hasta el poderoso elefante. Sin ir tan lejos, puedo decir con orgullo que Cecilia, mi dulce compañera de vida, más allá de soportar con infinita tolerancia mis frecuentes y largas ausencias, fue mi compinche en muchos recechos y esperas.    

No debe sorprendernos, entonces, que aún sin el aura sagrada o hereje,  incontables damas, a pesar de no gozar de tanta prensa, se destaquen en un deporte con creciente aceptación por la sociedad en general, preocupada por los desbordes de ciertas especies convertidas en plaga, que ponen en peligro el medio ambiente, la seguridad y la salud de las personas, según lo reconoce taxativamente la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, auspiciada por casi 200 países, Argentina incluida.

Tantos prolegómenos, sirven para presentar a una de las muchas Dianas modernas que, lejos de ocultar su afición montera, se enorgullece al continuar con las tradiciones familiares, principalmente la pasión de su padre y mentor quien la inició muy niña en el arte milenario.

Isabel, que de ella se trata, empuñó su primera arma con apenas 6 añitos, y desde entonces ha sido su estrecha colega trajinando montes y cordilleras, compartiendo campamentos de alta montaña, cabalgando con sol o nieve, pernoctando en vivacs transitorios, o bajo el techo de estrellas. Para ella no son extraños los fogones criollos, el crepitar de las brasas, las heladas o vendavales que muchas veces amenazaron su carpa.

Precisamente al concluir sus experiencias durante la reciente brama del ciervo colorado – esa breve etapa de apareo reproductivo que, por única vez en el año los induce a berrear furiosamente – tuve ocasión de escuchar sus aventuras andinas, con momentos de placeres infinitos y desventurados, que exigen tesón, coraje y paciencia. Pero dejemos que narre, en sus propios términos, los inolvidables eventos en los dominios del gran astado originario de Europa.

“… los preparativos para la cacería del ciervo colorado, que se prolongaría durante cinco días con sus noches en la cordillera Andina junto a mi padre y hermana, debieron ser cuidadosamente programados. Las armas, municiones, equipo, vestimenta, comida, botiquín, entre otras cosas, no deben ser descuidados, pues una vez en lo alto, no hay supermercados a la vuelta de la esquina, médico a mano, ni ayuda inmediata. Durante el primer día en la estancia, luego de un apacible vuelo desde Buenos Aires, nos dedicamos a disponer aperos para monta y carga de carpas de todo cuanto necesitaríamos para la extensa travesía, todo según las normas que papá dispuso hace dos décadas. Si bien él conoce cada rincón de nuestro destino, contábamos con un par de ayudantes para colaborar en las tareas que reclama una expedición tan larga. Buena parte del día discurrió reuniendo bártulos e improvisando un polígono de tiro ad hoc, con el objeto de probar exhaustivamente la puntería de las armas, un .300 Winchester magnum y mi fiel .308, que esperaba utilizar para el abate. Pero un incidente risueño, si no fuera tan molesto y doloroso, ocurrió al finalizar la jornada. Mientras disfrutábamos de una breve sesión de pesca: mi padre se clavó un anzuelo en el índice que, atascado por la flechilla, demandó cirugía menor para sacarlo. Fue mi debut como médica sin título…

Al día siguiente, luego de la infaltable ducha que sería la última hasta el retorno, y un potente desayuno que debía bastar hasta la imprecisa hora del almuerzo, comenzamos a cargar utensilios, ajustar cinchas y controlar el ajuste de los bultos, pues en caso de un desplazamiento de la estiba hacia la panza, provoca la estampida de los cargueros, pérdida segura del equipo y fin del safari. Luego de más de tres horas de duro trabajo, seguros que todo estaba en orden, partimos al tranco lento, con buen clima y muchas esperanzas. Debido a la herida en su mano, el carguero que debería conducir el jefe del grupo, pasó a ser mi responsabilidad, lo que no tardó en provocar el segundo accidente fortuito: cuando mediaba el trayecto de 6 horas hasta el primer campamento, el caballo que llevaba de tiro se detuvo bruscamente, la soga se apretó alrededor de mi pulgar, y el esguince casi lo inutiliza: debí soportar dos días de dolor intenso. Pero ello no fue un obstáculo que interrumpiera los planes: apretando los dientes, seguimos los viejos senderos rodeados de picos que tocaban el cielo, a más de 2.000 metros de altura, que mostraban los primeros manchones de nieve otoñales. Atravesamos decenas de quebradas; trepamos laderas empinadas; bajamos otras con los garrones de las patas arrastrando; cruzamos mallines fangosos, y rodeamos cañaverales impenetrables. Cuando estábamos a pocos kilómetros del lugar elegido para instalarnos, mi padre, que cabalgaba sin descuidar la observación con los prismáticos, descubrió la estampa majestuosa de un ciervo, bramando a la distancia. Fue la primera emoción que nos conmovió, con fuerte dosis de adrenalina. Prestamente se apeó, nos pide silencio, que nos ocultemos, e inicia el approach con viento favorable. Aunque intentamos seguirlo con la vista, pronto desapareció entre las rocas. El acercamiento en terreno abrupto, que se nos hizo un siglo, se justificó por el complicado cruce de un frondoso cañadón, que le demandó casi una hora. Hasta que por fin oímos el disparo, y casi en simultáneo, el sordo sonido del impacto. Mientras el crepúsculo avanzaba, transcurrieron otros sesenta largos minutos hasta que vimos su silueta, con los brazos en alto, anunciando el éxito. Mientras narraba atropelladamente los incidentes, cabalgamos hasta el ciervo donde todos nos emocionamos frente al bello trofeo, un valioso ejemplar de 14 puntas o candiles, simétricos, gruesos y perlados. Luego de la sesión de fotos, los guías evisceraron al animal, cubriéndolo con ramas para protegerlo de los predadores, con la intención de regresar más tarde por la carne y la cabeza. Luego apuramos el paso de los caballos para acampar antes de la noche, pero. aun así, debimos desplegar las carpas entre sombras y linternas. Cenamos pastas, y sin muchas ganas de charla nos rendimos al sueño luego de tantas experiencias. Los dedos afectados de padre e hija, nos torturaron toda la noche.

Al despertar apenas clareaba el día, helado, con las montañas ocultas por un manto de niebla que dificultaría descubrir caza… Había dormido – cosa frecuente entre nosotros, – como un sándwich humano, entre papá y mi hermana. Mojados por la neblina, ensillamos a los caballos que piafaban desde el improvisado palenque y retomamos el intento, mientras los guías se volvían para recuperar el ciervo, aunque pronto nos alcanzarían.

Ya en la vera opuesta, oímos ruidos de cascos cercanos: eran los peones que nos alcanzaron luego de cortar camino… Papá dispuso, antes de salir al descubierto, que nos abocáramos a un largo y cuidadoso reconocimiento del terreno, que dio sus frutos, pues uno de los secretos del acoso, es lograr descubrir a tiempo a la presa. Apenas tapado por un montículo de peñascos, sorprendió a uno de los machos que bramaban, tan mimetizado, que solo con sus datos e indicaciones ubicamos. Era enorme, con una gran cornamenta que brillaba bajo el sol, majestuoso como una efigie. Seguros de que no nos había detectado, con el viento en la cara, a cubierto de la espesura la montaña, planeamos la estrategia. Mientras susurrábamos, apareció su cuadrilla, seis hembras, y dos machos jóvenes o escuderos, según la jerga montera. Demasiados ojos y oídos para vencer… Coincidimos en que eran pocas las chances, el terreno llano, con escasos arbustos, casi no brindaba cobertura. Me aferré al casi, cuando papá señaló, a unos 300 metros, un pequeño risco que se elevaba unos centímetros del suelo. Apenas interrumpía la monotonía del paisaje, pero si lograba alcanzarlo, en cuclillas o reptando, habría ganado la mitad de la partida… Era mi oportunidad y avanzamos a tientas, envueltos por la calima, sin olvidar los consejos de mi maestro carnal: caminar agachada, pegada a los talones del baquiano, copiando sus pasos, evitando piedras flojas o arbustos secos, que restallan al pisarlos. Una exasperante media hora después, el guía, extremadamente cauteloso, mostró que, además, se orientaba como un experto: a pesar de la escasa visibilidad, casi tropezamos con los guijarros. Estaba tan acalorada como en pleno verano. Me quité el saco, el suéter, y busqué el sitio más favorable para apoyar el rifle. Debió pasar largo rato hasta que una ráfaga de viento despejó por completo el ambiente, dejando expuesto al semental. En ese instante, como bienvenida, un áspero rugido me erizó los pelos. Sin embargo, la mala noticia fue que era imposible dar un paso más sin delatarnos, y los 350 metros que nos separaban eran una vara muy alta que saltar… Pero no había llegado tan lejos para volverme sin intentarlo, confiaba ciegamente en el fiel .308. Luchando con mi mano adolorida, transformé el saco en una mullida cuna para el rifle, respiré profundo, y cuando el codillo quedó inmóvil en el centro del retículo, disparé. El proyectil – aseguró mi ladero – dio en el piso cinco metros antes del objetivo. Las piedras que volaron, y el estruendo, provocaron que corrieron unos metros, y se detuvieran mirando desorientados. Recargué tan rápidamente como pude, volví a intentarlo dos veces sin éxito, hasta que se perdieron de vista en un bajo. Nunca había disparado desde tan lejos, y comprendí que es necesario asegurar el lance acercándose al máximo, aunque no demoraría mucho en borrar con el codo lo que escribí con la mano. Después de tanto tiempo inmóvil, sentí nuevamente que el frío se colaba en mi cuerpo transpirado. Mientras me abrigaba, como una burla del destino, a menos de 150 metros otro ciervo juvenil – ignorando la balacera – parecía burlarse con sus tosidos aflautados…  

Nos reunimos, me consolaron, y seguimos traqueteando entre guijarros que rodaban hasta llegar a un alero que sobresalía de la montaña como un mirador natural. Debajo, tal vez 1000 metros se desperezaba un valle cuajado de tonos verdes, marrones y grises, y desde algún lugar de esa paleta mágica, llegó e fuerte reclamo de un macho.

Los dioses me brindaban una segunda oportunidad, y no la esquivé.  Con el aliento de todos, que me esperarían pacientemente, inicié larga marcha cuesta abajo, peor que subirla, que mereció mejor premio: cuando lo descubrí, oculto por los arbustos, resultó otro jovenzuelo solitario, con ganas de fiesta… Echando ajos ante la trepada asesina que me esperaba, apareció el segundo peón con los caballos. Un rescate afortunado, porque luego de ambos approaches, estaba exhausta…

Nuevamente en el campamento, almorzamos una barbacoa exquisita y dormimos una breve siesta junto al fuego, aguardando el atardecer, cuando da comienzo la brama vespertina. A la hora señalada, reincidimos formando dos grupos, mi padre con mi hermana, yo con uno de los guías. Siguiendo los rastros de uno de los muchos bramidos, echados detrás de un nuevo mirador, oímos una especie de bufido muy tenue, a nuestras espaldas. Me volví lentamente. Era una cierva asomando de un recodo, andando despreocupada, hasta que nos tomó el viento, y salió disparada junto a su cervatillo. Fue una experiencia cuasi mágica, pues se hallaba tan cerca, que creí poder tocarla con las manos. Otro bello recuerdo de caza que jamás se borrará de mi memoria.

Esa noche hubo una breve sobremesa, todos estábamos sintiendo el trajín de la cacería. Pero ya acostumbrada a la rutina, desperté puntualmente a las seis, lista para el cuarto día de caza, tal vez un poco desilusionada, con pocas expectativas de conseguir mi cabeza… Sin embargo, todos eran optimistas en el campamento, felices cuando la fila india comenzó a desplazarse lentamente, serpenteando las cuestas para aliviar el esfuerzo de los caballos.

Apenas había transcurrido 30 o 40 minutos, cuando papá, nuevamente, detectó un ciervo muy retirado, que caminaba sin prisa hacia las alturas. Era extraño que el enorme macho, que portaba una gran cornamenta, anduviera sin hembras, lo que permitía suponer a un ejemplar vencido, expulsado por un rival más poderoso. Gracias al poder de los binoculares, logré ver su espesa barba colgando debajo del cogote, clara señal que era un individuo adulto. Oteando desde la pared vertical de un alto farallón cubierto de líquenes, con el .300 de mi padre nos miramos conviniendo en que me adelantaría con uno de los paisanos. El telémetro de la mira acusaba 360 metros en el momento en que hallé el apoyo conveniente, sin chances de acercarme un metro más. La figura en el lente – tan pequeña – me gritaba que estaba demasiado lejos, y además, al apuntar, noté el error de tirar con rifle ajeno: la culata era muy larga e incómoda… Olvidando como por encanto mi desacierto cercano, sin un motivo puntal, sentí que era capaz de hacerlo. Con el caño apoyado firmemente, luchando con la culata, logré acomodar la mejilla en la carrillera, apunté, y jalé del gatillo. ¡Estaba con seguro! Con los nervios de punta reinicié la puntería, tronó el magnum e intuí que había acertado. No sin angustia, viviendo a full el momento, me llegaron las palabras de mi compañero asegurando que vio el respingo clásico del animal tocado. Dejamos pasar un tiempo prudencial, y después nos dirigirnos hasta el lugar donde inició la huida. Un reguero de gotas rojas, nos guiaron hacia la cima. Con las piernas y los pulmones al límite, tras un ascenso apresurado que me dejó sin aliento, al voltear la cumbre el alma volvió al cuerpo: en la pendiente opuesta, a unos 100 metros, el rey de la montaña yacía, mortalmente herido. 

Pasé largo rato junto a mi trofeo, un venado añoso, que exhalaba un áspero olor a semen y salvajina, Su aspecto enjuto, común en tiempos de apareamiento, superaba el estándar, lo que me llevó – según me enseñaron – a revisar su dentadura. Sus dientes gastados hasta las encías por mil rumias, ya no le permitían alimentarse adecuadamente; su flacura indicaba que ya no era capaz de enfrentar a los rivales más vigorosos, y seguramente no lograría superar los rigores del inminente invierno. Aun así, lucía once candiles, conservaba los seis basilares típicos, y su anchura evidenciaba su puro linaje. Mi éxtasis en aquel momento, competía con la belleza de las montañas que enmarcaron tan feliz momento.  

Mientras el hombre evisceraba cuidadosamente, apareció en la cresta la brigada de rescate, con los caballos. Todos me abrazaban, contentos por el derribo, logrado con la más pura tradición cinegética, y a una distancia desafiante, si bien el premio mayor fue, en realidad, el orgullo que irradiaba la cara feliz de mi padre. Mis violadas prevenciones acerca de los tiros largos, provocaron bromas interminables. Era muy temprano, apenas las 10 de la mañana, y decidimos descansar mientras despostaban. Observando los alrededores, cuál no sería la sorpresa al ver nuevamente, desdibujado por la distancia, al hermoso ciervo con las seis hembras y los escuderos. Evaluamos un posible intento, pero la brisa desfavorable imponía un rodeo demasiado largo para los caballos, visiblemente cansados.   

Ya junto a las carpas, hubo festejos especiales: abrimos una botella de añejo Glefiddich, brindando por el anciano sobreviviente de tantas batallas.   

Sin embargo, también hubo malas noticias: uno de los montados tenía una rodilla hinchada, y el resto de la tropilla no estaban mucho mejor: acusaban, después de tantos días de marcha entre pedregales, diversas heridas leves que marcaban la hora de dar por terminada la aventura.

Cuando despuntaba la última mañana del último día, me despertaron los empellones de mi familia, que saltaban sobre mí como niños… Desayunando lo poco que restaba en la despensa, me detuve a pensar en que hacía cinco largos días que no me bañaba, y que era frecuente, durante ese tiempo, que el cuerpo helado comenzara a sudar profusamente ante el cansancio y la emoción del reto. No sin un dejo de tristeza al concluir tantas jornadas apasionantes, comenzó la dura tarea de empacar, desmontar carpas, reunir cacharros y parrillas, sin olvidar recoger cualquier vestigio de mugre que pudiera quedar olvidado.  

Finalmente, ya rumbo a casa, la fila de jinetes dejó atrás las altas cumbres, caracoleando en descensos infinitos. Hasta que, horas después, penetramos en las áreas boscosas, umbrías y húmedas, donde el aire dejó de ser limpio y puro: la vegetación toma el control, y la suciedad se apodera del ambiente…

A todo esto, hacía rato que uno de los paisanos venía a pie, con su caballo rengo de las riendas, dando resuello a sus fatigas. Pensé que era justo, en adelante lo imité caminando largo trecho. Luego de bregar desde las siete de la mañana, a las dos de la tarde llegamos al hogar, muertos de hambre, ya que no habíamos probado bocado en todo ese tiempo. Desensillamos, acomodamos los aperos, cuidamos que los animales fueran alimentados, y luego corrimos hasta la cocina, donde devoramos lo que había, mientras mi padre bebía pausadamente una cerveza helada, luciendo una sonrisa cómplice…

Como durante nuestra ausencia no funcionó la caldera, debimos esperar cuatro horas hasta disponer de agua caliente para la ducha, que disfruté como si fuera la última. El día concluyó rememorando una avalancha de sensaciones indelebles, propias del acto inmemorial, tan difícil de expresar.

”… no hay caza sin muerte, pues en suma, no se caza para matar sino, por el contrario, se mata para haber cazado.  Si al deportista le regalaran la muerte del animal, renunciaría aceptarlo…”  Ortega y Gasset dixit…