La isla perdida

Por Carlos Rebella

La República del Paraguay vivía años oscuros por aquellos tiempos. Un dictador entronizado por varias décadas, gobernaba el país con mano férrea: el General Alfredo Stroessner, hombre fuerte con fama poco envidiable en el mundo. Entre otros privilegios, se había adjudicado el uso discrecional de la isla Talavera, más de 40.000 hectáreas en medio del río Paraná, reservorio invaluable de flora y fauna autóctonas. Allí convivían lobitos de río, nutrias, ciervos de los pantanos, carpinchos, monos, yacarés y miles de pájaros de colorido infinito, desde diminutos colibríes hasta grotescos tucanes. La corriente del viejo río, que llega desde el Pantanal brasileño, transporta, desde el fondo de los tiempos, arena y residuos aluvionales que, entre otras, formaron la Isla, hoy desaparecida en aras de la represa binacional Yaciretá. Sobre el talud costero de cuatro metros de altura, que la rodea como un anillo ciclópeo, compuesto de grava y detritos sedimentarios, impera selva tropical, variada y compacta, donde florecen desde líquenes, musgos y especies arbustivas que nunca recibieron sol, hasta gigantescos lapachos, guayayrís, curupás y timbós, cuyas ramas pujan por alcanzar el cielo. La depresión central, un estero alimentado a través de fracturas del ribazo y la permeabilidad del lecho, conforma el hábitat ideal para incalculables especies ictícolas nativas, como el dorado, surubí, boga, tararira y pacú, sin olvidar boas constrictoras de hasta seis metros de largo, serpientes acuáticas, cangrejos comestibles y una variedad infinita de arañas, que tejen sus telas uniendo mágicamente tallos flexibles y oscilantes. Flotando a la deriva eternamente, nenúfares florecidos todo el año, camalotes, jacintos y victoria regia, se acarician con totoras siempre verdes.

LA CACERIA

Durante una de mis frecuentes incursiones venatorias en el norte argentino, en compañía de mi entrañable Carlos Tanoira, visité a otro tan querido, a la sazón ministro de Gobierno provincial, al que hacía años no veía. Entre otros temas, durante el largo coloquio nos enteramos que, al día siguiente, sobrevolaría la Isla con el objeto de observar el impacto ambiental de la incipiente Represa. Para el traslado contaba con un moderno helicóptero de la Provincia, y un fotógrafo experto para registrar el operativo. Como periodista, no podía desperdiciar la oportunidad de documentar los acontecimientos, evaluar la fauna e informar, a través de los medios donde escribo, el estado real del ciervo de los pantanos en su hábitat natural, ya que en nuestro país se halla acosado y con pocas esperanzas. Definitivamente decididos a postergar nuestra aventura cinegética, logré sin esfuerzo que nos invitaran a compartir el corto vuelo.  

Al día siguiente, admiraba desde lo alto el imponente Alto Paraná, uno de los ríos más largos del mundo. Apenas decolamos, descubrimos la imponente laguna abrazada por un anillo forestal, en cuyo centro, brillaba gigantesca alfombra de vegetación acuática, donde titilaban como plata bruñida cientos de pequeños ojos de agua. El tapiz de flores multicolores y multiformes, juncales recostados suavemente por la brisa, bandadas de cigüeñas, patos y flamencos rosados, mostraban un paisaje detenido en el tiempo. Desde unos treinta metros de altura, asomaron los primeros ciervos con su librea color canela, corriendo asustados, esparciendo miríadas de relucientes gotas sobre el tapete de achiras, papiros criollos y amapolas acuáticas.

Cuando concluyó el tour administrativo, aterrizamos en la base posadeña, almorzamos, y durante el coloquio, coincidimos que las tomas aéreas no traducían el estado salvaje de los astados: se los veía inquietos por el fragoso intruso, en permanente movimiento. El ideal era internarse caminando, para un approach sin interferencias extrañas. Aunque las dificultades burocráticas fueron múltiples, – la ínsula era tabú para para todos – la amistad del ministro con sus pares paraguayos, y los fines invocados, lograron lo imposible: un permiso excepcional para una breve estadía y una yapa inesperada: autorización para cazar cuantos carpinchos y yacarés, como deseáramos, dado que se habían convertido en plaga, unos eliminando vegetación alimentaria natural, y los otros amenazando seriamente especies ictícolas, crías de ciervo y aves.

Nunca imaginamos que se nos presentaría una ocasión semejante, hasta que llegó la hora de la verdad. Con buen tiempo, cargamos los bártulos en la nave, rifle incluido, listos para el breve traslado y la larga visita. Portaba una carta oficial para entregar al cuidador – que junto a su familia eran los únicos habitantes – en la que se le ordenaba prestar amplia colaboración a nuestro proyecto. En pocos minutos nos posamos suavemente en el amplio patio polvoriento que rodeaba el rancho, con techo de totora. Desde el alero que lo rodeaba, nos observaba un grupo de mujeres y un hombre, que se adelantó extendiendo cordialmente la mano, presentándose simplemente como Talavera. Nos invitó a pasar a la galería, donde nos sentamos sobre varios tocones de madera tapizados con piel de carpincho, comenzó a rondar la mateada con tereré, el mate guaraní cebado con agua fría, y entregamos el escrito al tape, – mote en la región a los de baja estatura – que comprendió perfectamente los motivos del viaje. Resultó amable y dispuesto, aunque las damas, luego de una hora de charla, no abrieron la boca. Cuando el piloto anunció que debía decolar, bajamos el equipaje y acordamos que, en tres días, nos rescataría…    

Entramos a la vivienda. Si bien estábamos curtidos por cien cacerías viviendo en sucuchos, el que nos tocó en suerte era sencillamente imposible… Un mono ambiente de unos seis o siete metros por lado, pulcro piso de tierra, fogón en el centro, tenue columna de humo que rebotaba en el techo, negro como el culo del diablo y seguro refugio de vinchucas, donde se apiñaban seis personas. Contra las paredes de adobe se alineaban dos catres superpuestos, al otro lado un camastro matrimonial, cajones de fruta como mesas de luz, candiles, ollas y ropa amontonada en una melange indescriptible. La mesa desvencijada, estaba cubierta de platos de latón y restos de comida. Anticipándome a un probable envite para compartir dormitorio, me apresuré a mencionar que acamparíamos al aire libre, a la sombra de uno de los jacarandás cercanos. Si llovía, siempre estaba el alero a mano…

Finalizados los aspectos sociales, tendimos una la lona bajo los árboles, desplegamos la tienda y   ordenamos enseres, lejos de meadas perrunas. Con el sol en su apogeo, aprovechamos para un baño en el río, donde retozamos largo rato en el agua tibia. Mientras nos secábamos, se acercó Talavera seguido por sus perros recelosos, preguntando si necesitábamos algo. Le agradecí su atención, y aproveché para preguntar su apellido. Respondió: -Talavera a secas, según lo bautizó el General al imponerle el cargo.

Cuando nos disponíamos a encender el fuego para el asado, volvió a aparecer, esta vez para invitarnos a compartir su almuerzo. Aceptamos, y poco después descorrimos la cortina grasienta que oficiaba de puerta. La luz escasa, opacada por el lienzo, y las llamas, apenas lograban disipar las sombras. Sentados sobre los sendos tocones de madera, mirábamos el trípode de hierro y la marmita de barro tiznada, imaginando qué bulliría dentro con olor tan delicioso. Después que el hombre sirvió el primer cucharón, todos lo imitamos y, por las dudas, primero comí y luego pregunté: guiso de yacaré. No era la primera vez que lo paladeaba, es realmente exquisito y muy común en Corrientes.

Satisfechos y agradecidos, nos dirigimos al vivac, tendimos las colchonetas bajo el jacarandá e intentamos una siesta imposible: nubes de bichos picadores, cuya mejor golosina parecía ser el repelente, nos vencieron. Nos vestimos con ropa hasta el cuello, a pesar del calor sofocante, y salimos rumbo al cercano terraplén de tierra alta, entre la albufera y el río. Lentamente nos internamos en el monte, una cúpula casi impenetrable de selva virgen, donde abundaban miles de orquídeas colgantes, troncos cubiertos de líquenes; lianas estranguladoras arrolladas cual letales constrictoras; higueras dejando caer las ramas hacia el suelo, donde se enterraban como hijuelos invertidos; hongos aromáticos exorbitantes, flores por doquier, violadas por picaflores levitantes y humedad que se palpaba. De a ratos, se oía el ululato de monos aulladores; el grito estridente de papagayos cotorreando; el diminuto caí cruzaba cual saeta, de árbol en árbol y las lagartijas trepaban desafiando a la gravedad. Ante tanta magnificencia que regalaba Natura, las horas pasaron volando.

Llegamos en el momento que el morocho volvía del estero – empapado – junto a la jauría y el fruto de la jornada: dos nutrias gordas con el pelo aun mojado, y una pequeña curú tijú, más conocida como curiyú, serpiente cuya carne alguna vez disfruté con placer. Mientras la tarde traía un manto de paz infinita, mate en mano – esta vez con mi pava y agua caliente – nos sentamos a la sombra. Charla anémica, términos incomprensibles que fingía entender acompañaron el tiempo hasta que llegó el aroma apetitoso que anunciaba la hora de la cena, a la que fuimos nuevamente convidados.

A la luz que proyectaba el fogón, dibujando imágenes fantasmagóricas en los tabiques de adobe, atacamos el contenido de la olla, trozos fritos de nutria, y tierna mandioca como guarnición.  Habíamos abastecido los estantes vacíos con provisiones, entre ellas pan fresco. Tomé uno, ofrecí a la familia, sin éxito, corté una rodaja y, a falta de mesa, apoyé el resto sobre uno de los travesaños horizontales de la pared. Cuando estiré el brazo por más, menuda sorpresa: algo raro hormigueó mi mano, y al encender la linterna, decenas de cucarachas que lo cubrían, salieron en estampida. Como a nadie pareció importarle, excepto a Carlos, quien se declarado inapetente, terminé mi comida sin pan, obviamente. Más allá del pequeño detalle, todo transcurrió como un diálogo entre sordos: chillidos alegres, monosílabos ininteligibles de las mujeres y Talavera empinando el codo… Cuando todos terminaron su ración, sin mediar palabra ni saludo, las damas se echaron sobre sus catres. El incómodo silencio que siguió, solo se interrumpía con el plop del tapón y el chasquido de alguna vinchuca en viaje sin escalas al suelo, ya que no bajan por las paredes, se lanzan… Me felicité por mi elección del dormidero, porque si bien es cierto que muy pocas están infectadas y transmiten el mal de Chagas, no era cuestión de desafiar a la suerte. Por fin, alegando el lógico cansancio, me despedí del dueño de casa, ensimismado vaya uno a saber en qué pensamientos, y en minutos me apoltroné sobre la bolsa cama.

Al amanecer desperté con el cacareo del gallo, perros reclamando su vianda, y ruido de hacha: nuestro hombre cortaba leña. Era obvio que, más allá de su obnubilación permanente, tenía una cultura alcohólica envidiable. Un café fuerte con galleta casera made in La Muda – la mayor de la tribu que no hablaba nunca – y nos preparamos para el safari fotográfico.

La primera indicación del baquiano, al verme con borcegos, fue que los desechara si no quería perderlos y regresar descalzo. Y tenía razón: había olvidado que el fondo lodoso succiona el calzado, imposible de rescatar de las profundidades. Como afortunadamente tenía un par de alpargatas para las horas de ocio, las preparé según sus normas: un ojal en el contrafuerte del talón, cordón ajustado al empeine, y como seguro, otro por debajo de la suela. A media mañana, después de un desayuno que permitiera saltear el almuerzo, cargamos mochilas y seguimos al baquiano que, más allá de la charrasca y ginebra, sostenía sobre el hombro una larguísima caña tacuara, con los gajos cortados a unos diez centímetros del tallo. Cuando pregunté para qué, adujo que era el vichadero, la vara que oficia de escalera: clavada profundamente en el fondo, y utilizando los vástagos como peldaños, se puede trepar un par de metros para otear el horizonte, por encima de la vegetación.  

Poco más de cien metros al norte, comenzó un suave declive hacia los primeros pajonales, el charco se profundizó rápidamente, convirtiéndose en un infierno caluroso y húmedo, donde los mosquitos y tábanos disputaban sus víctimas… No estaba en mis planes chapalear con el agua hasta la ingle provocando ruido de mil demonios, que espantaría a cualquier animal a mil metros a la redonda. Como no era hora – aún – de conclusiones, seguimos casi una hora, hasta ver el gesto universal de silencio: el dedo vertical en los labios. Clavó la tacuara, se bamboleó sobre el primer cogollo para hundirla, y escaló contoneándose como un mono para mantener el equilibrio. En diez segundos llegó casi al extremo. Resultó falsa alarma, pero comprobamos que el artilugio funcionaba. Anduvimos eternidades entre escuchas y besos al porrón, descansando aquí y allá sobre los providenciales y mullidos embalsados. Estas acumulaciones de sedimento, juncos y tierra apelmazados durante milenios, convertido en isletas flotantes, cumplen funciones protectoras de la fauna: en épocas de inundaciones que superan la media, boyan, elevándose hasta un metro sobre su altura natural, modelando plataformas relativamente secas y estables. Los animales los conocen, y allí se guarecen hasta que baja la marea. En nuestro caso fueron una bendición: permitían tomar aliento y descansar las piernas adoloridas.  

Mirando el cayado balancearse, lo seguimos lentamente, deteniéndonos cuando lo hacía, para escuchar sonidos distantes. Hasta que de pronto quedó inmóvil como una esfinge. Pasaron largos minutos en medio del graznido de gallaretas, intentando sin éxito observar lo invisible… Plantó nuevamente su pértiga, y en pocas zancadas vimos su culo chorreante sobre nuestras cabezas. No tardó en bajar la vista, señalando como si pudiéramos ver… Luego descendió con buenas noticias: los astados estaban muy cerca, tal vez 30 metros. Regulé la Cannon a ojo, y sin esperanzas pedí a mis compañeros que me apuntalaran. Apenas superé el primer colgajo, supe que estaba cometiendo la boludez más grande de mi vida, pero no había llegado tan lejos sin intentarlo… Probé una, dos y tres veces sin alcanzar siquiera el segundo escalón. Carlos, se adelantó decidido, tomé su puesto, sostuve el puto palo con toda mi fuerza, cuando cayó como un plomo, de culo al agua. Si no abarajo la cámara, la pierdo… El tape, riendo, repitió la maniobra confirmando que los ciervos seguían allí, a pesar del despelote. Libres del acoso de hombres y predadores, eran mansos y confiados. Resignado, acepté que el truco no era un juego de niños, solo es posible comenzando durante la infancia, junto a los mayores, luego de mil fracasos que los convierte en verdaderos volatineros. Y nosotros pretendíamos capacitarnos en diez minutos… Además, ¿cómo sostenerme, si necesitaba ambas manos para trabajar? Suspendí los amagos, y me propuse el plan B: acércame en solitario. Cubierto con un manto de mosquitos, me adelanté entre la enmarañada vegetación, apartando telarañas, evitando borboteos, hasta que llegaron ruidos de chapoteo y tallos arrancados. Bajé aún más la velocidad, si cabía, y en un momento inolvidable, cruzó fugazmente entre los tallos la imagen de una hembra, mirando en mi dirección. Sabía que, si permanecía inmóvil, me imitaría: se alarma solo cuando sus ojos registran movimientos que no tiene registrados, ya que no está capacitada para distinguir colores, más allá de algunos grises. Pasaron varios minutos insufribles, y podría haber continuado estático hasta que me aceptara, pero los malditos picadores se metían en lagrimales, nariz y orejas, y no logré ganar la pulseada. Como intento desesperado, alcé velozmente la cámara procurando una toma veloz antes de la inminente estampida, pero llegué tarde, se esfumó a los saltos. Alejé al enjambre que me estaba matando, y me rendí ante el fracaso. Ya no tenía dudas. Continuar era un sacrificio vano e inútil, por algo el General cazaba desde lo alto…

Como si algo faltara para sazonar la aventura acuática, el páramo mostró nuevamente los dientes.  Cuando el viento trajo el ladrido de perros, indicando que la casa estaba cerca, debimos vadear una pequeña laguna despejada, profunda, donde el agua nos llegaba casi a la cintura. No sin un respingo involuntario, que no pasó desapercibido, a centímetros de mi pierna se formó una ancha estela provocada por algún habitante de las profundidades. Instintivamente tomé distancia, pero lo que fuere, se perdió en el juncal cercano. Alardeando, en un intento por disimular el susto, sentencié que seguramente era un manguruyú de los grandes, pero Talavera, sobrador, me contradijo carcajeando:

“¡Qué manguruyú ni manguruyú! Es una lampalagua de cuatro metros, capaz de comerse un carpincho entero…”  Se non è vero…

Apenas llegamos, más muertos que vivos, dejamos los petates, y al río… En bolas, como nuestros paisanos los indios, según decía el Ilustrísimo San Martín, con el cuerpo cubierto de puntitos rojos y ronchas violáceas, producidas por la saliva que deja el mosquito, nos zambullimos en busca de alivio. Recuperados en partes nos secamos al sol, y comenzamos a despiojarnos mutuamente, como los simios. Llegamos a la carpa envueltos en toallones, y allí, por supuesto, nos esperaba Talavera, sin señales de picaduras, inmunizado por millones que recibió durante toda su vida. Nos traía una lata con ungüento para el ardor, fórmula que heredó de sus abuelos que, aseguró, era infalible. Y así fue, aunque no pregunté por los componentes…

 Habíamos trajinado más de ocho horas en la albufera, avistamos un sin números de yacarés y carpinchos asoleándose sobre los embalsados, mirando impávidos a los intrusos, pero no sentí arder al fuego sagrado del cazador. Más aún, me pareció cuasi obsceno disparar dentro de la catedral salvaje que nos acogía.

Sintiendo que el esfuerzo pasaba la cuenta, antes de acostarnos elegimos el relax que nos regalaba el crepitar de las llamas, las chispas de corta vida y la paz, apenas interrumpida por el croar de ranas, chistidos de búhos y chapuzones de peces cazadores. Cuando asomó Talavera en la puerta sin puerta, lo invitamos a unirse. Locuaz y animado, relató historias increíbles acerca de las bendiciones y castigos que recibe de sus ídolos. Recordó al Pombero, duende travieso e impredecible; Angetupyry, dios del bien que ayuda a los buenos y Paù, del mal, que incita al crimen; K´aa Pòra, fantasma femenino que aparece en el bosque anunciando lluvia; extrañas luces que, como auroras boreales, se elevan sobre el estero en noches oscuras y el mugido aterrador de Bàa, que brama prediciendo tempestades. A pesar del cansancio y el cuerpo dolorido, lo escuchamos con cierta reverencia, hasta que se alejó con su andar patizambo. Sin deseos de cena, dormimos diez horas de un tirón

Teníamos el día libre y parte del siguiente, oportunos para pescar, ya que el amigo aseguraba peces así de grandes. Por lo menos regresaríamos con los morrales llenos de pescado. Creer o reventar, según reza el dicho criollo, como la urticaria había cedido asombrosamente, reincidimos con el apestoso potaje y nos internamos nuevamente a la laguna, apenas un centenar de metros, hasta un despejado que permitía arrojar las líneas. Luego de desenredar hilos, anzuelos y boyas – el precario equipo disponible – encarnamos lombrices coloradas en los garfios oxidados, y al agua… Apenas tocaron la superficie, comenzaron a prenderse mojarras, bagres amarillos y palometas que Talavera guardaba en su bolso luego de seleccionarlas. Cuando fueron suficientes, hubo cambio de anzuelos y tanza por otros más grandes, en los que ensartó por el dorso las capturas, vivas y coleando, literalmente: iba por los más grandes… Fue como pescar en una pecera: en menos de una hora llenamos mochilas y bolsa con enormes surubíes, pacúes y dorados, desechando otro tanto de menor tamaño o carne menos apetecible…

Ya en tierra firme, después de limpiarlos prolijamente, los cubrió levemente con sal gruesa y, en un balde, los deslizó hasta el fondo de un pozo cavado sobre el talud, su frezzer ecológico. Almorzamos pescado frito, y luego de la sobremesa intentamos una siesta imposible: agobiados por el calor y los bichos, terminamos en el río, hasta entrada la tarde. En camino al vivac, nos cruzamos con el que ya parecía nuestra sombra, nos acompañó hasta la carpa, y lo invitamos a compartir la parrillada, que animó con historias relacionadas con el clan, y el azar que los llevó a pasar sus vidas aisladas, irónicamente tan cerca y tan lejos de la civilización. Pero, como dije, la Isla Perdida no ahorraba pinceladas de asombro, faltaba la frutilla del postre, la verdad sobre sus lazos con las cinco mujeres.

El parentesco resultó un intríngulis genealógico increíble, a cuyos miembros, con respeto, me permito enumerar: nunca pude descifrar los reales, plagados de palabras guaraníes aspiradas o guturales.

La mujer de más edad, – poco más de cincuenta – era progenitora de la siguiente de 30 y pico. Ésta, embarazada a los 15, alumbró la número 3, que casi niña, engendró la cuarta. Para terminar, pocos meses atrás, la número 2 gestó al pequeño bebé, único bautizado sin apelativo aborigen: Alfredo, en reciprocidad con su mentor… Si el lector está confundido, es su derecho, pues el único que orinaba de pie en el barrio, era Talavera, indudable semental salvaje que no respetaba pelo, marca ni parentela. Por otra parte, los hechos desvirtúan la teoría sobre la descendencia consanguínea, que supone taras físicas o mentales: todos era sanos, de constitución regular y vivían felices en su pequeño edén.

Concluido el relato, natural desde su óptica, continuó con otro referido a sus viajes bimensuales río arriba, hasta cierto almacén de ramos generales ubicado diez kilómetros hacia el norte. La travesía luchando corriente en contra, demanda un día de remo con la canoa cargada hasta la borda, un gigantesco esfuerzo para abastecerse en su país, ante la imposibilidad de atracar en la cercana costa argentina alijado con cueros de nutria, lobitos de río, carpinchos, pescado charque, yacaré y astas de ciervo, mercancía que trocaba con el bolichero por un poco de harina, grasa, polenta, sal, caramelos y muchos frascos de licor. Su necesidad lo obligaba a ceder cientos de dólares por unos pocos guaraníes… La explotación del hombre por el hombre. 

Los bostezos disimulados y la media noche cercana, se lo llevaron, ya balbuceante… Arrullados por el trino del caburé que anidaba en la copa del jacarandá, amanecimos oyendo conciertos de pájaros, el suave aleteo de lona agitada por la brisa y un par de ladridos. Entre mates y tortas fritas que nos acercó la Muda, el tape acuclillado cerca, y las mujeres parloteando desde lejos, llegó el lejano estruendo de astas acercándose. Sentí que lo odiaba.

Pasó mucho tiempo hasta que las aguas devoraron totalmente la Isla, pero lo cierto es que tuve el privilegio de verla prístina, poco antes que el hombre consumara su tarea predadora. ¿Que habrá sido del tape Talavera y sus mujeres? Sólo Dios lo sabe.

Lo sentimos, no puede copiar el contenido de esta página.