Había cazado al fin el gran ciervo que por dos años sucesivos controlaba las cuadrillas de hembras que, provenientes de distintos encames, se congregaban para frecuentar la sucesión de tres mallines pastosos, que en suave pendiente bajaban a uno de los tantos arroyos cubiertos de sauces y chacayales, tan comunes en la estepa cordillerana.
Dos años de confrontación y disputa por los dos botines más preciados a que un ciervo rojo en época de brama puede aspirar: la posición del mejor territorio del área y el dominio de las hembras que allí se juntaban. Sólo los ciervos de gran temperamento, privilegiado físico y elevado vigor sexual pueden realizar semejante hazaña. Están al acecho otros ciervos adultos de menor jerarquía que alternativamente pasan por allí y al acoso de los inexpertos juveniles, siempre dispuestos a rapiñar alguna cierva cortada.
El desgaste al que están sometidos estos súper – reproductores es tremendo: desde el principio al final de la brama, casi veinte días sin comer; repuntando las hembras díscolas, expulsando de su territorio a los machos rivales de distintas edades, fecundando las hembras alzadas y bramando ininterrumpidamente para ahuyentar a sus competidores y atraer a las otras hembras de los cañadones vecinos. Es una hazaña reproductiva que pocos machos adultos pueden realizar. La mayoría de ellos claudica en la mitad de la brama por no poder aguantar semejante esfuerzo, y se avienen a compartir hembras y territorio con algún otro macho de igual edad o jerarquía.
Todos estos detalles los observé fascinado día a día durante dos temporadas consecutivas, sin perder un detalle. El año anterior habíamos convenido en dejarlo reproducir, y en la brama de este año decidí prolongar la vigilia hasta el penúltimo día de mi turno.
Ahora el territorio estaba vacante y el harén, sin su sultán, de manera que el ultimo día, intrigado por esa acuciante situación, decidí volver al lugar para averiguar cuál de los machos que allí rondaban, iban a asumir el control de la manada. Sospechaba que algo novedoso iba a observar. Así que, provisto de prismáticos y máquina fotográfica me instalé temprano para disfrutar de la siempre excitante oportunidad de observar y fotografiar una población de ciervos en brama.
Pasaron las horas y empezaron a asomar las cuadrillas de ciervas que en pequeños grupos convergían al mallín. La posibilidad de fotografiar se desvanecía junto con la luz, cuando un bramido profundo, ronco y visceral retumbo detrás de un cerro.
De repente apareció en escena uno de los ciervos más viejos que he visto en mis años de cazador. Cabezón, de andar envarado, grueso cogote, amplias paletas y cuartos magros y descarnados. Se desplazaba lentamente con la cabeza gacha y la cornamenta echada hacia adelante, con esa manera inconfundible con que los ciervos viejos suelen llevarla. Su figura estaba desgastada, su andar encorvado y lento. Parecía rechoncho y compacto. Era un nuevo visitante, uno de esos viajeros vagabundos que recorren brameras buscando alguna oportunidad.
Estaba contemplando la estampa de ese magnífico ejemplar, cuando del otro lado del mallín retumbó otra clase de bramido- agudo y de alta intensidad, era el llamado agresivo y desafiante, propio de los ciervos camorreros. Giré rápidamente los prismáticos y vi aparecer un ciervo adulto y vigoroso que al trote largo se dirigía sin vacilar en dirección al intruso. Su andar firme y resuelto iba perfectamente de acuerdo con la intensidad y frecuencia de sus bramidos, y todo su despliegue denotaba una actitud desafiante. Era un espléndido once puntas de cornamenta fuerte y abierta.
Advertí en el acto que podíamos ser testigos de una encarnizada pelea. Todo dependía de que el viejo aceptase el desafío…No es común poder observar una pelea entre machos adultos, casi diría que es una rareza fortuita. Cuando jóvenes, los machos de un territorio traban frecuentemente sus cornamentas y todas las apariencias indican que están peleando. Pero para el conocedor, es solo un tanteo de fuerzas, una sesión de sparring como dicen los anglosajones.
Gracias a ese ejercicio, todos los ciervos juveniles comienzan desde temprana edad a medir y conocer sus respectivas fuerzas. Es este conocimiento precoz, el que evita futuras luchas, estableciendo jerarquías y escalas de dominación entre los ciervos adultos. Cuando éstos se conocen desde la juventud, bastan algunas actitudes de intimidación para dirimir el pleito, evitando sangrientas peleas que ponen en peligro la especie y desvían la función específica de la brama, que es la reproducción.
Sólo cuando los machos reproductivos se desconocen o están demasiado enardecidos por la urgencia de sexo, es que se rompen las barreras de la intimidación y se pasa a los hechos. Todas las peleas corren el riesgo de volverse perjudiciales para uno o ambos contendientes. Lesiones superficiales, heridas profundas como puntazos en flancos, aletas o cuartos, manqueras temporarias o permanentes, manos lastimadas o quebradas, ojos vaciados y roturas de astas o de puntas son los resultados más frecuentes de estos encontronazos.
Las estadísticas respecto del saldo que dejan estas peleas son por demás elocuentes. En Rusia la mortalidad variaba entre el 13% y el 29%, según las zonas; en Alemania era solo del 5%. En los Estados Unidos, el 19% de los mule deer aparecían con lesiones graves, lo mismo que para el moose. Los ciervos lesionados pierden jerarquía y son fácilmente expulsados de las brameras, no dejan descendencia y presentan deformaciones en las siguientes cornamentas, además se vuelven más vulnerables al ataque de los predadores, o a ese predador invisible, pero implacable, que es el invierno.
Desde el punto de vista reproductivo, también se les complican las cosas, pues mientras los adultos aspirantes del harén se desgastan peleando, los machos jóvenes que presencian el encuentro o acuden atraídos por el ruido del encontronazo, invaden las cuadrillas y se reparten las hembras que luego deben ser costosamente recuperadas por un ciervo por demás cansado y vapuleado.
No todas las peleas terminan con un ganador, a veces los resultados son inciertos y ambos machos continúan repartiéndose y disputándose las hembras en los días subsiguientes. Aunque la potencia física y el tamaño del cuerpo es lo que termina por intimidar al advenedizo rival.
También lo hace el despliegue agresivo y la frecuencia e intensidad de los bramidos. Respecto del rol que juega la cornamenta como herramienta de disuasión, son variadas las teorías al respecto. No me cabe duda de que tienen efecto intimidatorio cuando las diferencias se hacen notables, o cuando un ciervo rompe o pierde un pedazo importante; pero he visto ciervos de cornamentas inferiores intimidar e, inclusive derrotar a rivales con cabezas mejores. Creo, además, que el temperamento es otro de los factores decisivos en la intimidación o en la pelea, pues hay individuos más agresivos y peleadores que otros.
Observé ciervos grandes y de buena cornamenta, arrugar cobardemente ante otro rival de parecida edad, pero de menor peso y peor cornamenta que lo sobre-bramaba y superaba en el despliegue intimidatorio.
De esta manera, la decisión y el coraje juegan un papel subjetivo, pero no menos importante en la reproducción y el dominio.
Casi todas las peleas se desarrollan entre machos mayores de cinco años, edad en que el ciervo adquiere tamaño y temperamento de adulto. Para que éstas se produzcan, los rivales deben tener más o menos la misma jerarquía, similar peso y tamaño. Las desigualdades, cualquiera sea su tipo, son causa suficiente para rehusar de plano el encontronazo.
La mayoría de los entreveros se producen en el pico de la brama y la causa fundamental es la posesión de las hembras.
Al ritual previo sigue casi siempre una secuencia previsible. Los rivales se aproximan bramando desafiantes hasta que uno de ellos decide la retirada. Si la primera instancia no surte efecto, ambos rivales se aproximan cautelosamente y comienzan a caminar despacio uno a la par de otro (marchas paralelas).

El pelo erizado, ambos espiándose por el rabillo del ojo, recorren de esta forma una distancia variable.
Puede volver a darse la posibilidad de que alguno renuncie a la lucha, pero a medida que se van involucrando la retirada se va volviendo remota.
En un momento determinado uno de los machos baja y “presenta” la cabeza y el otro acepta inmediatamente el desafío entrecruzando los cuernos. De esta forma comienza la pelea.
El ciervo más joven se paró a unos 20 metros del viejo y bramó cuatro o cinco veces en actitud desafiante.
Cautelosamente y sin mayor aparatosidad, el ciervo desafiado se fue aproximando a su rival. Lentamente y en silencio, separados por unos cinco metros de distancia, ambos rivales se aparearon y recorrieron juntos todo el mallín hasta perderse de vista detrás de una loma. De golpe escuchamos el encontronazo de los cuernos y vimos levantarse una gran polvareda.
Corrimos a toda velocidad hasta un peñasco prominente y al asomarnos vinos un espectáculo fascinante.
Los dos ciervos entrelazados por sus cornamentas empujaban y giraban para no perder pie.
El viejo tenía más fuerza y arrollaba a su rival amenazando con hacerlo trastabillar. En dos ocasiones estuvo a punto de lograrlo, pero en cada ocasión su rival retomaba la posición realizando una verdadera pirueta acrobática.
Parecía un encuentro de espadachines: uno empujaba y el otro retrocedía y giraba para retomar posiciones. A veces forcejeaban ambos hacia a delante; en otras, giraban haciendo remolinos para recuperar la estabilidad o poder afirmarse mejor.
En ningún momento perdieron el contacto de sus testuces, las cuernas firmemente entrelazadas, porque en esas circunstancias, el que pierde contacto, queda ensartado.
Era notable observar la imagen de los peleadores: el lomo arqueado, los músculos tensos como cables, y todo el peso del cuerpo echado hacia adelante, usando las patas traseras para hacer tracción; y las manos, para reforzar el empuje o mantener el equilibrio, según las alternativas de la lucha.
Todo era potencia y tensión; la cabeza gacha casi rozando el suelo y las cuernas echadas hacia adelante. Parecía que las puntas de las coronas iban a clavarse en las paletas o costillas del rival.
Ocasionalmente giraban la cabeza tratando de desnucar al rival o de cambiar alguno de los ángulos de las peleadoras, para ensartar un ojo o el canal de la yugular.
A mediad que entrabamos en el calor de la lucha se hacía obvio que ambos trataban de controlar la estabilidad, la dirección de los cuernos y la posición favorable para ejercer la mayor fuerza posible.
La concentración era total, pues ambos comentábamos las alternativas de la lucha en voz alta, sin que ninguno siquiera notara nuestra presencia. Cuando nada hacía prever el desenlace, el viejo tropieza, pierde el sostén de una mano y decide zafar, abandonando definitivamente la lucha. Pienso que lo derrotó el cansancio propio de sus años.
El once puntas, probablemente tan agotado como su oponente, tampoco intentó clavarlo con la clásica estocada, ni perseguirlo para chucearlo de atrás, como es costumbre. Creo que tampoco le quedó resto para rematarlo y sólo se limitó a lanzar un par de bramidos desde el centro del ruedo, proclamando su victoria. En tanto el perdedor, aseguraba la distancia salvadora, comenzó a retirase en silencio, a paso lento y con las narices sangrantes.
A la mañana siguiente volví al mallín para observar los resultados del encuentro. Fue entonces cuando apareció el once puntas con su aire victorioso y en excelente estado, y en posesión del harén constituido por once hembras. Del viejo no había noticias. Después me enteré de que fue cazado días más tarde, no lejos del lugar del encuentro.
