Habíamos hecho campamento, era el mes de noviembre. Faltaban días para el comienzo del verano. Calor. En aquellos tiempos el monte era interminable hasta que una picada o un camino vecinal lo cortase y así sucesivamente. El viento norte estaba casi calmado comparado con el que corría unas horas antes, cuando pasamos por la Villa de Totoral a buscar a Muñoz. Lo único que podíamos hacer antes de que se nos venga la noche era armar la “ranchada” (campamento) donde residiríamos ese fin de semana.
El cielo y el campo parecían fundidos cuando el sol se perdía en el poniente; del lado naciente venía empujando la oscuridad. Los cinco compañeros observábamos esa imagen que, estoy seguro, todos hubiéramos querido eterna. El fuego ya estaba listo para hacer el asado. Al fin el sol terminó por desaparecer y los recuerdos a manar bajo la luz producida por la leña ardiendo, el farol a kerosene y mecha encamisada que era todo lo que se podía usar en aquellos años y el resplandor era una aureola enrojecida.
Cada uno contaba algo de propias vivencias, recuerdos perdurables de viejas cacerías. Por cierto, que mientras más lejanas en el tiempo, más se exageraban, norma no escrita de todo cazador. Por último, y antes de dormir, Carlos Muñoz, conforme la brisa que en ese momento corría, nos daba las instrucciones para la primera “campeada” en el amanecer y, por si el viento cambiase, su alternativa.
A medida que voy tecleando se me hace tan presente ese momento. Muñoz, como un estratega; nosotros, observándole atentamente. Estaba sentado sobre un bidón de 20 litros con agua, y con un palito en la tierra diagramaba la ubicación de las distintas picadas por si alguno tenía que separarse… marcando las “cuevas” en donde podrían los chanchos refugiarse, para que el que estuviese más cerca pudiese ganarle la entrada a los perros, especialmente los dogos, donde podrían tener un difícil lance. Nuestra atención a sus instrucciones era total.
El monte y la caza era el “vínculo” sagrado. Yo estaba como si fuera la primera vez que salía de caza; claro, era joven, no más de 25 o 26 años. Siempre me pasaba por entonces que la noche antes de salir de caza dormía mal o no dormía y quedaba en estado de gran agitación.
Se me hacía difícil, esa noche acostado en la colchoneta a cielo abierto, cerrar los ojos ante la magnificencia del firmamento que nos iluminaba con sus estrellas. Pensé que a mis compañeros les estaría pasando lo mismo. A nadie se le ocurrió decir palabra alguna, por suerte. Romper ese silencio era deshacer un hechizo.
A medida que avanzaba el reloj, pasaban también distintos aromas que la briza parecía hacerlos danzar; el rocío y humedad los hacía descender.
¡No hay nada como que embriagarse con esos efluvios!
El monte dejaba oír su lamento como sabiendo lo que le esperaba del “homo sapiens” en pocos años.
Había que salir antes del alba, ya que al ser días de mucho calor se nos acortaba el tiempo de caza. A las 10 de la mañana ya era tarde, el sol estaría picando fuerte.
El Negro Muñoz fue el primero en “sacudir las plumas”, pero no de la bolsa de dormir, que me imagino que de allí vendrá el término; el Negro había dormido a suelo limpio, habitual en él. Ya tenía la pava con agua caliente, tomamos unos mates, comimos un poco de pan, metí un bollo al bolsillo y allá salimos.
Era un placer verlo rastrear sin detener la marcha un segundo, bien pegado al monte por la picada de antemano elegida, soplaba una brisa, a esa hora fresca, bien del norte. En esa dirección nos encaminábamos. Estaba ideal para el venteo de los perros. A su costado, como coraceros, sus cuzcos sin raza, “Pichon”, “Blanquito” y “Buqui”, más pendientes de su amo que de los posibles rastros, no se adelantaban ni un centímetro; más atrás, a unos cinco metros, como haciendo parejas y buscando rastros en el otro costado del monte, Francisco Aliaga y Horacio Vexenat; un poco más atrás, Víctor Aliaga y yo con los dogos “Papel” y “Vico” agarrados, que al ser cachorrones de aproximadamente un año, con pocas salidas al campo, estaban más ocupados en jugar que en cazar. No es lo ideal, pero evitábamos molestaran a los otros perros, de fino olfato. Fuimos quedándonos apostados, de a uno, en las “cruces”, sendas por donde los pecaríes hacen sus pasadas habituales desde sus dormideros en busca de comida. Siempre van y vienen por ellos u otros. Recibíamos las indicaciones del baquiano en cuanto a posibles movimientos que tendríamos que hacer en el lugar, recordándonos que un silbido sería el llamado que nos haría para ir donde él. El campo era interminable, más de 15.000 hectáreas de monte virgen, picadas y alambrados. Nada de chacras.
Qué ocurrente fue nuestro amigo Muñoz al bautizar esos dogos cuando se los obsequié a los tres meses de edad. El color del manto indudablemente le indicó el nombre de uno: “Papel”. ¿Y “Vico”? Cuando se lo pregunté me respondió: “por el color de sus ojos, son iguales a los de Don Vico Vicintini”. La risa se me hizo incontenible. Este buen gringo, también de Totoral, mayor que nosotros, como casi todo paisano descendiente de italiano tenía ojos celestes, ¡como los del dogo! Era un descarte.
Retomo el relato. Estando ya los cuatro apostados con nuestras respectivas escopetas del calibre 16 o del 12, Muñoz entra al monte. Para poder llegar a los “cruces” habíamos andado no menos de 4 a 5 km, calculados por las dos horas de caminata a paso lento.
No había transcurrido una media hora y se sintió el primer ladrido, típico del perro cuando el rastro es bien reciente o a la vista de la tropa. Solo pudimos bajar un pecarí que le salió a Francisco Aliaga. Del resto de la piara, nada. Al rato llegó Muñoz y, haciendo nueva planificación, nos dice algo como esto: “Muchachos, la tropa se ha desbandado y es tarde para seguirla; propongo que volvamos al campamento y le hacemos una entrada poco antes de caer el sol que con seguridad ya se habrán juntado, seguramente paran en las sombras donde están esos algarrobos viejos y en unos tupidos piquillines he visto encames (dormideros). Esperemos que vuelvan los perros”. Fue una orden con gusto acatada.
El sol ya estaba alto y picaba fuerte. En eso estábamos cuando apareció uno de los perritos de Muñoz lastimado en la paleta. Esperamos un buen rato y éste decidió volver sobre su rastro. Después de un largo andar, el “Chiquito” comenzó a trotar y mover nerviosamente la cola, en una determinada dirección, lo que nos dio la pauta de que estábamos cerca de algo, y enseguida aparecieron dos de sus cuzcos, de la nada, de ningún lugar. ¿Se habrán perdido?, alguien preguntó. Muñoz lo miró como diciendo, no preguntes boludeces; les siguió el rastro y llegamos al lugar, al otro lado del faldeo de una sierra. Allí estaban los dos dogos tendidos en la boca de una vizcachera agrandada por los pecaríes, uno muerto, Papel, y Vico con heridas graves, pero logró sobrevivir. Mucho me costó convencer a Carlos para que aceptara a los doguitos, siempre me decía: “Horacio, me gusta cazar a mí, los blancos dogos cazan ellos… además son carne de cañón y duran poco; cuando no acaban de aprender, ya están muertos”. Cuánta razón tenía. A partir de allí nunca más llevé a uno de mis dogos sin haber pasado por el aprendizaje del picadero.
NOTA DEL AUTOR.
Esta partida de caza fue a principio de los años 1970. En el norte de córdoba, donde sucediera, solo habitaban pecaríes y pumas. Recién comenzaron a llegar los jabalíes por allí unos veinte años después. Hoy, febrero de 2020, cuando hago esta edición en inglés son plaga en todo el estado y por cierto que en muchos otros.
El dogo argentino que yo viví By Horacio Rivero Nores.