Morían las últimas luces del día, acunadas por la fría tarde de un agonizante Noviembre. Un sol moribundo, peleaba con el horizonte que, sin remedio, lo engullía, allá hacia el oeste. Mi rumbo, sin embargo, latía muy al otro lado: allá en el Este lejano.
Sumida en la duda de su origen, perdida en la bruma de un umbral escondido, late el corazón de Turquía, entre la recelosa inmensidad de la majestuosa Asía, y el despectivo olvido de la frívola Europa.
Durante mucho tiempo estuve esperando el momento que ahora me tocaba comenzar a vivir. Durante muchas noches jugué a imaginar las incertidumbres que me aguardarían en estas tierras de guerreros olvidados, en estas nieves holladas por conquistadores perdidos en la noche de los tiempos, en estas heladas cimas cubiertas por el azul de los cielos, testigos perennes de las más crueles batallas, mudos observadores de la gloria y la derrota, compañeros incansables del dolor y del triunfo. Tierras de Turquía, herencia de un imperio que sorprendió a las gentes y dominó el mundo.
Cerca por geografía; muy lejos, casi inaccesible, cuando de llegar hasta allí se trata. La pequeña población de Yusufeli, veló uno de mis primeros sueños en tierras otomanas. De allí partimos, al alba, camino de un recóndito refugio de pastores: Salikör, a unas tres horas desde nuestra partida.
Una intensa y prematura nevada, obligó a los coches a detenerse una hora después de haber pasado por el poblado de Demirkent, lugar en el que nació Nasim, el jefe de los guías locales, pastor y antiguo furtivo, con la pena agarrada a su corazón por la muy reciente muerte de su hijo primogénito en la vecina frontera con Irak. La guerrilla kurda partió su alegría en dos irreconciliables mitades.
Era demasiado tarde para regresar; a las cuatro de la tarde, el sol abandona, durante el invierno, los cielos de éstos parajes inhóspitos. Cargamos con lo imprescindible y continuamos el camino a pie. Fueron algo más de tres horas y media de angustioso caminar, sin calzado adecuado, con mucho peso a la espalda, más de treinta centímetros de nieve, y un frío imposible. Los ligamentos de mi pierna izquierda, a la altura de la ingle, se distendieron como mantequilla: apenas si podía dar tres pasos por minuto pero, la noche se echaba encima: había que seguir del modo que fuese y así lo hicimos.
Repetimos el intento al siguiente día pero, aunque los calmantes vencían, poco a poco, al dolor de mi pierna, las cabras Bezoar no aparecieron por ningún sitio.
Ekó, el responsable de la expedición, decidió que debíamos partir hacia otros lugares, el problema era que nadie podía venir a por nosotros, el único modo de abandonar la helada soledad de Salikör, era descender a pie hasta dónde tuvimos que dejar los coches. La operación nos llevó unas dos horas y media. Algo más tarde llegamos al hogar de Nasim, nos invitó a tomar un té, bien caliente y un suculento “cevizli”, especie de salchicha hecha con extractos de bayas silvestres y frutos secos; si éstos son nueces, como en éste caso, lo conocen por “kumé”. Me traje dos kilos.
No daba tiempo, en el día, a comenzar la caza del rebeco, por lo que me propusieron organizar un pequeño gancho a los jabalíes, conocidos aquí como: “domúz”. El intento tan sólo sirvió para aumentar mi cansancio e interrumpir la mejoría de mis ligamentos. Subí por una empinada ladera, acompañado del guarda forestal que nos acompañaba. Nos colocamos en la pura cima de la montaña, mientras Nasim, Turán –el intérprete- y Ekó, batían un pequeño valle situado a mis pies, bien repleto de retozaderos de la última noche y huellas frescas. No hubo suerte. El único “domúz” que huyó del fragor de los batidores, eligió una senda, para perderse en el monte, muy alejada de mis posibilidades de tiro.
Bajamos al valle del que habíamos partido tres días atrás y, desde allí, emprendimos la marcha hacia algún lugar perdido más allá de ninguna parte.
Nuestro destino se llamaba Yailalar en la región de Kusburnu. Cincuenta y dos kilómetros de infernal carril, nos separaban de aquel desconocido lugar, término y final de cualquier senda, camino o vial, salido de la mano del hombre: allí acababa cualquier signo de civilización.
Paramos en un pueblito llamado Sarigöl para recoger información sobre el estado de las montañas a las que nos dirigíamos. La copiosa y tempranera nevada otoñal, no sólo había entorpecido las primeras jornadas de caza, también había obligado a cambiar todos los planes que Ekó había preparado para mí. La mayoría de los cazaderos previstos, resultaban ahora, del todo, inaccesibles.
Dos de los tres guías locales que nos acompañarían en la cacería, se unieron a nosotros en este lugar.
Continuamos camino hasta alcanzar una minúscula aldea: Altiparnak. Allí conocí a Mustafá, el tercero de los guías y guardia forestal, también. Con él, la expedición estaba completa.
El viaje prosiguió hasta bien entrada la noche. Tardamos casi cuatro horas y media en adivinar las sombras de Yailalar. La tempestad había roto el tendido eléctrico, provocado derrumbes que nos cortaban el paso cada dos por tres, y tendido un grueso manto blanco que sólo dejaba al descubierto pequeñas lagunas completamente heladas… parecía querer cerrar las puertas a la esperanza que dormía en el fondo de mi mochila…
La pensión nos aguardaba con la lumbre, cálida y acogedora, de su estufa de leña. Sobre ella, humeaba el aroma, intenso y aterciopelado de una vasija de té.
Buenas gentes, gastan sus días en estas latitudes perdidas. Gente hospitalaria, cariñosa, educada, servicial; gentes afables y sencillas, como el té que consumen, y ofrecen, sin cesar.
La noche, fue reparadora. El frío helado del amanecer, entumeció huesos y músculos. La sonrisa del posadero, un buen desayuno y dos vasitos de té, terminaron de llenar el zurrón de la ilusión que, sólo un cazador antes de comenzar el desafío que tanto anhela, es capaz de percibir. Retornaba la caza, volvía la pasión, regresaba la emoción.
El camino habitual estaba bloqueado por la nieve, tuvimos que abrir senda trepando, literalmente, por la escarpada ladera de la imponente mole montañosa que cubría nuestro horizonte.
El valle, huérfano de luz, arropado por el frío cruel de la noche que ahora moría; revivía, con lentitud, al sentir la tibia proximidad de un sol, aún muy lejano.
Cada paso suponía un esfuerzo importante. La pendiente dura, la profundidad de una nieve que te negaba un sustento firme para asegurar el paso siguiente, el frío despiadado, la altura en la que esto ocurría… factores, todos, añadidos a la dificultad de moverte en un medio para el que no estamos adaptados: ¡caza, en estado puro!
Las sombras comenzaron a desvanecerse; se deslizaban, como queriendo burlar los tímidos e incipientes rayos de sol. Desde lo más alto de la cima que cubría, al oeste, nuestra marcha, la claridad tibia del día empujaba hacia lo más profundo de aquel valle hermoso, a los desheredados restos de la oscuridad.
Entre luces y sombras, dos rebecos nos quisieron mostrar el poderío de su especie. Allá arriba, muy lejos de mis posibilidades, saltaban del gris al azul, ramoneando los tallos recién desprovistos, por la templanza de la mañana, de la helada cubierta que el frío de la noche les regaló.
Apenas sin detener su caminar, coronaron la cumbre lejana y desaparecieron por la vertiente opuesta al lugar desde el que, embobado por su hermosura, contemplaba su sorprendente fortaleza. ¡Ah, rebecos divinos!, ¡agrestes habitantes de las montañas nevadas!, ¡como os añoro!, ¡como os deseo!
Continuamos nuestra marcha. Algo aliviados por la bondad de la mañana, acariciados, incluso, por la calidez del día que se adueñaba de aquellos parajes que nos recibían con extrañeza y curiosidad, las dos horas largas de caminata iban cayendo como cuentas de un rosario oculto.
La reserva en la que cazaba había permanecido cerrada por muchos años. Los últimos datos, hablaban de más de sesenta rebecos contabilizados en los alrededores, y yo, era el primer cazador que, después de mucho tiempo, intentaba la aventura con un rifle en la mano.
El guía más joven encabezaba el grupo, detrás iba yo, seguido de Turán y Ekó, cerrando la marcha, el segundo de los guías. Mustafá se quedó a la entrada del valle.
Mirando hacia uno y otro lado, distinguí un rebeco en la ladera este, al otro lado del valle y del río que lo surcaba. Surgió de entre unos peñascos enormes que jalonaban la pendiente que los sustentaba. Avisé a Turán, con el que me entendía en francés, y él hizo lo propio con el guía que abría la expedición; de cuyo nombre, no puedo acordarme.
Todos nos detuvimos para observar al animal, que ni siquiera se había percatado de nuestra presencia. Tan sólo saciaba su apetito y calentaba su cuerpo al compás, tibio, de la mañana amiga.
Allí estaba, se veía grande de cuerpo, con un buen trofeo, difícil de calibrar con precisión a causa de las sombras y la distancia. El medidor marcaba trescientos siete metros. Yo ya tenía tomada mi decisión, pero pregunté a los que más sabían. No escuché por respuesta un “si” rotundo, sólo la aprobación para intentar el tiro.
Me senté sobre una piedra pequeña y preparé mi trípode. La posición del rebeco estaba unos cuarenta o cincuenta metros más alta que la mía, así que apunté al centro de su cuerpo y subí la cruz, más o menos, una cuarta. Tenía el rifle ajustado; con la precisión de la que sólo unos pocos y, entre ellos, mi buen amigo Manuel Pereira, son capaces; a doscientos metros.
El animal no terminaba de detenerse, pastaba aquí y allá, dando pasos cortos y entrecortados. Me puse nervioso pensando en la posibilidad de que, en cualquier momento, desapareciese detrás de una peña y… Decidí arriesgar.
La culata bien apretada contra el hombro; la cara, prieta sobre su madera; la mano izquierda, asegurando la inmovilidad del rifle sobre el trípode; la derecha, resumida en la caricia del dedo índice sobre el gatillo; mi ojo izquierdo, bien cerrado; el derecho, sintiendo, abajo, los casi imperceptibles balanceos del arma, arriba, empapándose del más mínimo movimiento del rebeco. Dejé de respirar y aumenté la presión de mi dedo sobre el gatillo. La bala inició su particular carrera.
El eco del disparo cubrió, por un momento, el vacío de la distancia que me separaba de mi presa. Pero… ¡no acerté!. El animal caminó dos o tres metros y se detuvo. Ya había amartillado, de nuevo el rifle y sólo esperaba la ocasión de rectificar mi fallo. Disparé por segunda vez. La potencia del 8X68S, deja muy poco lugar para la duda. El rebeco acusó el impacto del proyectil en su cuerpo. Quedó quieto, tambaleándose sobre sus patas, supongo que intentando saber que es lo que le ocurría.
El tercer disparo lo fulminó. Se desplomó; rodando, primero; cayendo como un fardo, después. Su cuerpo, sin vida, golpeaba, una y otra vez, con las rocas que encontraba en su camino hacia el fondo, lejano, del valle donde la corriente helada del riachuelo que lo surcaba, acogería el fin de su tiempo y… tardó en alcanzarlo.
“Yabankegisi”, la cabra (yaban) salvaje (kegisi), estaba allí. Rendida a mis pies, estaba allí. Nada había perdido de su majestuosa prestancia; nada, de la nobleza de su figura; nada, de la indómita fortaleza que le hizo reinar sobre las cimas nevadas de Anatolia.
Tuvimos que regresar casi todo lo andado, hasta encontrarnos con Mustafá; él, junto con los otros dos guías y algún paisano más que se unió al grupo, irían en busca del cuerpo del rebeco. Sería preciso caminar por el estrecho cauce del riachuelo, hasta alcanzar al animal, la estrechez del fondo del valle no dejaba otra alternativa para marchar a su través.
Cuando llegamos al punto desde el que, al alba, habíamos partido, nos encontramos con algunos aldeanos que acudieron a recibirnos y a festejar el éxito de todos. Por no faltar, ni faltó el clérigo –musulmán, claro- responsable de la humilde mezquita de Yailalar, él fue de los más efusivos y, por alguna razón que nunca supe, me regaló un pequeño colgante con un pergamino en su interior, en el que se escribieron versículos del Corán.
La impaciencia se mezcla con la espera, el tiempo parece aliarse con el frío y ralentiza su discurrir de manera sorprendente. Pero, todo llega cuando se sabe esperar y, al fin, llegó “yabankegisi”, mi rebeco de diamante –ya les diré porqué-; llegó, para no alejarse, ya, nunca de mi vera.
El record de rebeco de Anatolia, registrado en Turquía, mide veintisiete con cuarenta centímetros; éste que acababa de cazar alcanzó los veintiséis con diez. Pero no era eso –después de la caza en sí- lo que más me confortaba, más bien se trataba de lo que significaba haber conseguido, para mi colección, esta sexta sub-especie de rebeco.
El S.C.I. reconoce ocho sub-especies de rebeco, reunir seis de ellas supone alcanzar el máximo escalafón en la categoría: diamante. “Yabankegisi”, me lo dio.
Hay ocasiones en las que no se sabe, a ciencia cierta, que es lo que uno busca; cual es la prenda que saciará el más sutil de los anhelos que ocupan nuestro vivir. Pero hay veces en las que uno sabe, sin saber muy bien porqué, que la vivencia de la que acabamos de emerger, no va a suponer un renglón más en el libro de nuestro existir. Para mí, por lo escrito y algo más que contaré en otra ocasión, ahora me encontraba, bien seguro, frente a una de ellas.
Recogimos el equipaje y bajamos hasta Altiparnak, dónde Mustafá, mientras dábamos buena cuenta de un té con todo lo sólido que pudimos encontrar, prepararía el trofeo y los papeles que me servirían para conseguir, en las oficinas forestales de Yusufeli, los papeles que, a su vez, me servirían para viajar legalmente a casa, con mi trofeo lindo.
La noche la pasé en una casita rural, cerca de Sarigöl. Allí, en Ihtiyareglu, conseguí, por primera vez desde que llegué a estas latitudes, comer algo de pescado: dos ricas truchas de río y una ensaladita con cebolla muy fuerte –como me gusta-, me dieron la vez para sumirme en uno de los sueños más placenteros que recuerdo.
El día siguiente no sería turco, aunque en sus tierras estuviese. La cercanía de la marcha futura, priva –sin motivo- del disfrute del presente cierto.
“Güle güle” –adiós-, Turquía. “Teşekkúr ederim” –gracias-. Siento que no será la última vez que pise estas tierras.
