A la memoria de Pial

Por Leonardo Morales

Pial fue un Dogo Argentino que llegó de Buenos Aires, regalo de un amigo que, ante mi pedido, no dudó en enviármelo para que formara parte de la jauría que armamos en aquel momento con Luis Tovio, quien, a mi humilde entender, es uno de los mejores de la montería criolla.

No era un dogo de exposición. Cualquier cinófilo encontraría unas cuantas faltas que no dudaría en señalar. Sin embargo, tras unos cuantos años seleccionando perros para la caza del jabalí, con Luis notamos que reunía muchas condiciones que solo el ojo del cazador avezado logra reconocer. Destacaba su docilidad por sobre todas las cosas, además de su agilidad, inteligencia y una caja torácica amplia que, indudablemente, albergaba un corazón no menos voluminoso, lo que le otorgaba una excelente resistencia al ejercicio. Pero lo que más resaltaba en él era su mirada alegre y vivaz, con un cierto grado de picardía, lo cual denotaba que sería un perro andariego y buscador.

A los 8 meses de edad, su destino fue Tragua-Tragua, un campo ubicado en el Valle Medio, cercano a la localidad de Choele Choel, en la provincia de Río Negro, donde Luis era puestero. Allí aprendería a convivir con vacunos, yeguarizos y lanares, animales que jamás habría imaginado conocer de haberse quedado en su Buenos Aires natal.

Sus primeras salidas junto al resto de la jauría transcurrieron con normalidad, más allá de algún que otro chistido de Luis cuando Pial se quedaba mirando algún ternero. Pronto, él también comenzó a notar que sus compañeros no se inmutaban ante la presencia del ganado, por lo que de inmediato retomaba la marcha al trote largo junto a los montados. Notamos incluso cómo todos los olores del monte le eran nuevos y extraños: olfateaba cada una de las matas, jarillas y chañares, como tratando de identificar cuál era el que buscaba el resto de la perrada.

Con el transcurrir de los días, se hizo compañero inseparable de Fiel (cruza de dogo y galgo) y Pistola (galgo barcino), ambos excelentes cazadores, con un olfato y capacidad de empaque sin igual.

Llegó el día que tanto esperábamos: el de su primer encuentro con un “bicho” muy distinto a los que ya conocía. De inmediato pudimos notar cómo ese fuerte olor en el aire le resultaba penetrante y lo mantenía inquieto. Pronto, Fiel sacó al jabalí de su encame y Pistola, tras correrlo unos metros, lo prendió de uno de sus cuartos. Pial no dudó un solo instante en imitarlo, prendiéndose del codillo del chancho como si supiera y lo hubiera hecho toda la vida.

Cinco perros sujetaban al chancho: un padrillo nuevo, con pocas intenciones de rendirse. Le dimos muerte de inmediato para evitar la agonía y el sufrimiento del animal y, por supuesto, para resguardar a la perrada; no sin antes haber observado detenidamente la tenaz mordida de nuestro perro debutante. Y así fue como, salida tras salida, fue ganando la confianza de Luis. Pial se había convertido en un miembro fundamental de la jauría y ya contaba con una importante cantidad de jabalíes en su haber. Aunque ahora también, innumerables cicatrices adornaban su blanco manto.

A mediados de marzo, con un clima más soportable tanto para nosotros como para la perrada, volvieron las salidas al rastro. Durante el verano rara vez salimos, y si lo hacíamos, era por las noches y al venteo, cuando la temperatura resultaba menos agobiante y las corridas no tan largas. Sin embargo, esto traía como desventaja la gordura que generalmente acumulan los perros debido a la escasa actividad, lo que les resta agilidad y resistencia.

A las 6 de la mañana de un domingo templado de marzo, mateamos tranquilos con mi compañero mientras charlábamos sobre dar una vuelta por unas lomadas cercanas a la costa del Río Negro, donde sabíamos que había muchos chanchos. Luis fue por los caballos y yo me encargué de preparar los perros que nos acompañarían. Había que ver lo contento que estaba Pial: corría de un lado para el otro, mostrándonos su alegría, sin imaginar lo que el destino le depararía…

Pasadas las 7, salimos a caballo con toda la perrada corriendo alegres a nuestro alrededor. Al poco de andar y cerca de unas quebradas, vimos los primeros rastros de una chancha con cachorrones que habían estado hozando la noche anterior y, un poco más adelante, en los restos de una osamenta, Luis me señaló con la cabeza el rastro de un padrillo interesante. Le pegó un chistido a Fiel, quien se acercó junto con Pistola y Pial, y los puso sobre el rastro, que comenzaba a caminar en círculos, señal de que se estaba por echar.

El nerviosismo de la perrada se empezó a notar cuando, de repente, Luis me levantó la mano para que me detuviera justo en la parte baja de la unión de dos lomas, con un monte tupido y espinoso: el lugar ideal para el encame del chancho.

Parados y en completo silencio, vemos a unos 30 metros, en la cima de una loma, a Falucho y Pial, que en alocada carrera descienden y se meten en el fachinal. Se escucha el primer agarrón, pero el chancho logra zafarse y arranca cuesta abajo con toda la furia en nuestra dirección, ahora ya con toda la perrada detrás.

A pocos metros de nosotros, Pistola le mete otro agarrón (esta vez en un lugar donde ninguno querría que lo agarraran). Ahí nomás, el cojudo se paró para pelear y, uno a uno, los perros le fueron entrando.

El padrillo resoplaba y sus ojos inyectados de sangre apuntaban a los perros, midiéndolos para lanzar certeros colmillazos mientras remolineaba para evitar ser reducido.

Sin dejar de mirar lo que sucedía, me apresuré a desmontar para dar fin a la batalla, cuando vi a Pial querer cambiar la mordida y prenderlo de la oreja, justo en el momento en que la bestia, de boca abierta, tiró un jetazo que le dio de lleno en la olla del pecho, enterrándole su colmillo afilado y arrojándolo a varios metros.

Pial, lejos de amedrentarse, encaró nuevamente. Borbotones de sangre brotaban de su garganta, pero él no aflojaba. En ese momento, cuchillo en mano, rodeé al chancho, lo manoteé de una pata y, con una certera puñalada detrás de la paleta, terminé la tarea.

Varios perros fueron cortados, pero el más grave fue Pial. Un enorme charco con su sangre regaba el suelo donde yacía el chancho inerte, y él aun así no soltaba su mordida. Una remera nos sirvió de tapón para intentar frenar la escasa sangre que aún corría por sus venas. Luis me lo cargó por delante, sobre el recado, e intentamos llegar hasta un puesto para ver si podíamos hacer algo. Todo esfuerzo fue en vano: antes de llegar al camino, sus ojos se cerraron para siempre y, ante la impotencia de no poder revertir esa situación, un mar de lágrimas inundó mis ojos.

Hoy, a un lado del camino, en “Tragua Tragua” yace Pial, un Dogo Argentino que no conoció de pistas ni de premios, pero con unos huevos y un corazón que tan solo los más grandes saben llevar.