A la sombra del Lanín

Por Carlos Rebella

Los establecimientos agropecuarios – estancias en nuestro país – se subdividen en puestos o lotes, variables según la superficie total. Esas fracciones están a cargo del puestero, que recibe instrucciones diarias o frecuentes – depende de los medios de comunicación y las distancias – de la administración central, donde reside el mayordomo o capataz. Se desplaza a caballo, y comienza su trabajo de madrugada, hasta el atardecer. Una vida dura, en armonía con sus raíces: no es extraño que el cargo se transmita de padres a hijos, y en el mismo rancho nazcan y mueran varias generaciones.

Froilán pertenecía a esa casta. En el puesto lo parió su madre con la ayuda del marido, respetando la tradición de padres y ancestros que, desde tiempos inmemoriales, confiaban en el destino: si el parto venía mal, el angelito iba al cielo, simplemente porque el Señor lo dispuso. Lo conocí accidentalmente, hace muchas décadas, en Junín de los Andes. Neuquén, cuando el pueblo, recostado sobre las márgenes del Chimehuín, era un puñado de casas dispersas y perros flacos.

Finalizaba marzo, cita obligada de cazadores que esperan un largo año por la brama del ciervo colorado, ansioso por reencontrarme con mi guía acostumbrado, que esperé casi todo el día. Pero algo ocurrió, porque faltó a la cita. Renegando por el mal augurio, entré a uno de los boliches del villorrio: el dueño, amigote, tal vez podría recomendarme otro baquiano. Pero obviamente no era mi día: había viajado a Neuquén capital, y regresaría en una semana. Mascando bronca, pedí una cerveza – casi tibia – y traté de calmarme observando a los pocos parroquianos, montañeses con mayoría chilena. Los había de todo pelo y laya, la mayoría sufridos paisanos con ropas raídas y aspecto macilento, excepto uno de ellos, con anteojos oscuros, botas acordeonas lustrosas, chambergo aludo, rastra tachonada con monedas de plata, y facón en la cintura. Sobre el respaldo de la silla, descansaba un valioso poncho Castilla, artesanía de origen mapuche, impermeable, hilado con crin del caballo. Por lo visto no era un gaucho pobre…  Obedeciendo al pálpito, me acerqué con una disculpa de ocasión, y luego del cordial apretón de manos me invitó a su mesa. Sin muchos rodeos ofrecí una vuelta, que aceptó, me presenté, expuse el motivo de mi visita a Junín, el faltazo de mi contacto y los 1.600 kilómetros desde Buenos Aires, según su óptica, un viaje a la Luna… Hablamos del tiempo, lluvias y nevadas, temas casi excluyentes en esas latitudes. Vivía en el campo con la esposa y dos hijos; reconocimos amigos comunes; mis frecuentes viajes y por último mencionó su ocupación: puestero de la estancia Collun-Co, famosa por centenaria, y más aún por cuna del ciervo colorado neuquino. Apenas disimulada la grata sorpresa, estiré la charla para entrar en confianza. Cité a un par de campos donde cazaba frecuentemente, a los que no podía acudir por respeto, sin anunciarme y en plena temporada deportiva, y no olvidé mencionar cuántas veces me detuve en frente a la entrada de su puesto, para escuchar el canto de los ciervos.  Temiendo una riesgosa propuesta directa, jugué mis cartas con una parábola. ¿Conocerá algún campo, o a alguien que me ayude a salir del aprieto? Pagaría bien, cazara o no un ciervo trofeo. Fue cuando la suerte, esa veleidosa impostora, llegó en mi ayuda, como la caballería… No sabía de nadie recomendable, dijo, pero tres generaciones en la estancia, y buena relación con el segundo mayordomo, su jefe directo, lo animaban a solicitar un permiso excepcional, destinado a un hipotético pariente, aunque la cosa no sería fácil ni rápida… Primeramente, finalizado su franco quincenal, debía presentarse en la Administración para recibir órdenes del superior directo, y de paso el mangazo. Luego un largo viaje hasta su casa, y a posteriori encontrarnos para conocer la decisión. Prometió dejar la tranquera sin candados.   

Me alojé en la posada de costumbre, desperté ilusionado y eufórico, aprovechando la vela forzosa para visitar amigos, compras y luego de una tarde aburrida, hospedaje nuevamente. Tanque lleno y todo en orden, encaré hacia el oeste, patinando en el ripio del camino que une el poblado con el Lago Grande, o Huechulafquen para los mapuches, donde se origina el río Chimehuín, pesquero visitado anualmente por centenares de aficionados del mundo, tentados por las célebres truchas y salmones de la Boca, tan reputada que su imagen luce en el hall del Aeropuerto Kennedy, en E.E.U.U.

Poco antes de llegar al majestuoso espejo de agua, promediando la mañana, me detuve frente al puesto Alpargata, tal el nombre del atendido por Froilán, donde la tenue brisa del este me recibió con un concierto de bramidos lejanos. Por primera vez, pisaba tierras del mítico reducto que, en 1909, fundara don Roberto Hohmann, quien introdujo el cervus elaphus al Neuquén. Abrí la tranquera liberada, y costeando una extensa alameda llegué a la vivienda, donde me recibieron ladridos de dos furiosos pastores alemanes, Froilán, bajo el alero, con los brazos en jarra, y en el vano de la puerta una mujer de clara ascendencia aborigen, con dos niños ruborosos asomados tras las faldas. A un lado del patio con piso de tierra, un cordero se asaba lentamente, acariciado por las llamas.

Como adorando el fogón, nos sentamos en tocones tapizados con cueros de oveja. Entre mate y mate, relató el operativo permiso que, en definitiva, resultó un trámite: el segundo accedió y además, siendo acreedor de dos semanas de vacaciones atrasadas, le adelantó una para que guiara a su pariente. Fue tanta la alegría que, entre risas, bendecí al amigo que me dejó de seña. Descargué del auto algunos víveres, dulces para los críos, buen vino y un chal de lana tejida, para la dueña de casa: tanta era la fe, que llegué provisto, como adivinando el feliz desenlace. Un par de horas después llegó el momento de desenvainar para la churrasqueada, Froilán su largo facón cabo de plata, yo el Arbolito, que miró con disimulado deseo. Para la siesta, ocupé un rincón del pequeño cuarto de los niños, donde apretujé lo indispensable, dejando el resto en el vehículo, cerca del palenque.

Desperté temprano, y no voluntariamente: el colegio esperaba y la mamá también, con las riendas del sulky en las manos.  Como Froilán había salido antes de amanecer, entre risas asumí como casero transitorio. Dos días atrás, no sabía a dónde irían a parar mis huesos, y de pronto, mate en mano, miraba desde adentro las montañas de Collun – Co. Cosas de San Uberto…

El hombre llegó al anochecer, satisfecho: todo estaba en orden en su feudo, cenó como un beduino hambriento y luego, frente a la matera seguimos con los chimentos. En cierto momento, al quitarse las gafas, sacó un pañuelo con el que enjugó suavemente la cuenca vacía de un ojo.

 “…Como verá, don Carlos, tuve un accidente. Resulta que un cazador, que vino de Alemania invitado por los patrones, para hacer un chiste a sus amigos tiró un cartucho al fuego, que explotó con tal mala suerte, que un pedazo de latón me dejó tuerto…”

De inmediato sentí una profunda pena, pero más tarde, pasado el embarazoso momento, un atisbo de egoísmo culposo. ¿Debería confiar en un guía con el sentido más necesario disminuido? Avergonzado íntimamente, aparté los pensamientos agoreros.

“… ¿Qué le parece si mañana le hacemos un tirito?”  – Invitó.

 Asentí complacido, la brama estaba en su apogeo, y como suele ocurrir, podría cortarse por unos días: no había que dar ventajas…  

Era noche cerrada cuando me despabiló el crepitar del fuego. Los párvulos dormían, y el sonido de panceta chisporroteando en la sartén, me sacó de la bolsa. Me lavé la cara como los gatos, y en minutos devoraba una gran porción de tocino y huevos fritos. No sé a qué hora se había levantado, pero además del desayuno, a través de la ventana se veían los caballos al palenque.

Con el sol de noche siseando suavemente, acerqué la silla patera, usada en nuestro Juego Nacional del Pato. Modificada por la experiencia, dispone de varios soportes ad hoc donde colgar prismático, funda con el rifle a mano, caramañola, maletas y tientos en la culata para bolsa y manta, envueltas en el poncho para lluvia. Pasé la mano por el lomo de la tordilla, buscando abrojos o terrones hirientes, estiré sudadera, mandil, carona, asiento, cojinillo de oveja y sobrepuesto, cuero de carpincho curtido como seda… Froilán miraba atento:

Había sido baquiano el porteño…” – Murmuró sonriendo.

Salimos al tranco, en dirección a las cúspides, apenas dibujadas por la luz de las estrellas, rodeados de silencio, interrumpido por los rugidos que parecían salir de las entrañas. Una hora después, cuando el naciente comenzaba a teñirse de rojo, se detuvo, apeó y lo imité. A pocos pasos, las ramas asomando entre las grietas de un roquedal, sirvieron para atar, manear y ocultar a los caballos. Desenfundé el .300, cargué tres cartuchos en el cargador, otros tantos en el bolsillo, el Zeiss colgado del cuello y el Arbolito ceñido a la cintura. Luego nos corrimos hasta una terraza de piedra que se estiraba sobre el vacío, y esperamos. Apenas se iluminó la interminable depresión, apareció el Chimehuín, como una gigantesca anaconda de plata.

No era neófito en estas lides, por cierto, pero reconocí que Froilán la tenía clara. Entre sombras, logró instalarnos en la mitad de la cuesta, observatorio que nos permitía panear arriba, abajo y ubicar cada accidente del terreno para el rececho. Detectamos algunos astados, pero ninguno trofeo. Como pronto decrecería la actividad sexual y los reclamos, apuramos el paso, montando en procura de otros miradores. Culebreando para aliviar el esfuerzo, al girar un recodo pisamos un abra entre dos cerros, que terminaba en una hondonada anegadiza, donde refulgían innumerables ojos de agua y fértiles mallines. No dejamos rincón sin revisar, localizamos a varios, pero siguió la mala racha: mayoría de bisoños con astas delgadas como juncos, varetos de año, y dos o tres que no llegaban a llenar el ojo… Así, hasta la pausa de las mejores horas de rececho. Volvimos.   

Se sucedieron otros dos madrugones, y muchas leguas de cabalgata y pateada frustradas. Desconcertado, me pregunté si no apuntaba demasiado alto con las pretensiones… Froilán no estaba de acuerdo. En sus recorridas cotidianas, había localizado muy buenas cabezas, pero no era la primera brama que le sucedía algo parecido: los grandes padrillos emigran hacia otros bramaderos, forman cuadrilla, reproducen y vuelven al terruño donde nacieron.    

Por otra parte, con el trajín de tres pesados días de repecho y bajada, era necesario reemplazar montas. Perdió precioso tiempo tras los suplentes, rastreando hasta más allá del mediodía dos zainos y un tordillo, que encerró en el corral. Sobraba uno, pero no pregunté: tenía bastante con la semana desde que arribé a Junín y seguía con la mochila vacía… Durante el almuerzo, propuso una nueva estrategia: mudarnos al puesto vecino, frente al Huechulafquen, cuyo encargado era su compadre. Obviamente estuve de acuerdo, descontando que habría que aprovisionarse para dos o tres días a campo, carpa, colchonetas, lona, bolsas, etc., pernoctar donde nos sorprendiera la noche y contar con un caballo carguero. Caí en la cuenta que, el muy pícaro, había madurado el plan durante la juntada, por eso el tercero de la tropilla. Ocupamos la tarde seleccionamos lo indispensable, que emparedamos en las chiwas, el portaequipaje campero imprescindible en la cordillera. Con todo listo, comimos, y a soñar con aspudos…

Complicados con los arneses especiales para las chiwas, – una de las crucetas estaba rota – demoramos hasta la aurora. Con el hocico pegado a la cola del tiro, apenas a unos 10 kilómetros esperaba el deslumbrante mar dulce, custodiado por las nieves cuasi eternas del volcán Lanín. Poco antes de llegar al viejo puente que atraviesa la boca del Chimehuín, el camino se bifurca costeando ambas márgenes: a la derecha hacia Puerto Canoa, donde nace el lago Paimún, e izquierda, que abordamos, al límite chileno. A media mañana nos detuvimos ante la entrada, que abrió con su llave. Esperaba una dura aventura.

Como la vivienda de su amigo estaba alejada de los senderos hacia los bramaderos, dejamos la visita de cortesía para la vuelta. El acceso era un laberinto de curvas en repecho, y cuando nos desviamos, antes de cruzar un riacho torrentoso, el cerro se tornó tan empinado que, más de una vez, debimos caminar con las riendas en mano. Pero valió la pena hacer cumbre: una depresión infinita al pie del macizo, que superaba largamente los 1200 metros de altura, se tendía a lo largo y ancho de miles de hectáreas multicolores, mallines verde Nilo, coihuales oscuros, álamos amarillentos y riachos argentados. Aun se oían los últimos rezongos mañaneros.

Con las bestias jadeantes, clamando por la pausa, poco quedaba por hacer hasta el tanteo del crepúsculo, más que buscar un refugio donde vivaquear, que no estaba lejos: un diminuto humedal rodeado de arbustos frondosos, atajaría la ventolina. Chiwas y monturas al suelo, animales atados largo, cerca del agua, el toldo tenso, y a encender un pequeño fuego para regalamos una larga cebadura. Cuando Febo se caía en el Pacífico, comenzaron los primeros reclamos amorosos. Habíamos planeado asomarnos a la olla, pero un imprevisto cambió el guion: cerca del sendero por el que subimos, un mugido profundo y breve atrajo como imán sonoro. Rifle, carga, linterna y allá fuimos. En algunos trechos debimos arrastrar los fondillos para bajar la puta pendiente, si bien tenía a favor infinitos resguardos como camuflaje. Los minutos pasaban galopando, se venía el temido atardecer, pero los berreos no cesaban. Dos ciervas surgieron de la nada, nos echamos al piso y comprobé el viento: casi de frente, carajo… Como los tiempos no daban para el prudente desvío, pedí a mi compañero que esperara, y seguí metro a metro, hallé un buen descanso para el caño y esperé, apuntando al claro donde estaban.  Súbitamente, remolineó el aire, se rizó un espiral de tierra, y una de las dos miró hacia arriba, tomó el olor asustada, bufó y desaparecieron en la maleza. Esperando un milagro, aguardé hasta que comenzó a oscurecer. Al llegar junto a mi camarada, no hicieron falta explicaciones, porque había presenciado todo desde primera fila… Como el viento había rotado, omitimos el fuego, comimos y a descansar cubiertos con la manta.  

En adelante, apostamos todo al valle encantado. Amanecía tarde, y no necesitamos madrugar para cubrir el breve trecho hasta el filo, donde nos tendimos apuntando los lentes al fondo de la monumental depresión. En la medida que se despejaba la tenue bruma que la cubría, se desnudó mágicamente la fascinante acuarela: montecillos dispersos, matas de calafate, manchones de ñire rastrero, lagunas como diamantes engarzados, y millones de neneos dispersos. Más allá de su belleza, todos accidentes inmejorables para el mejor approach. El lente se llenaba de imágenes, y una de las primeras fue una piara de jabalíes hozando junto a un manantial, toda una tentación relegada…  Poco después un macho núbil, solitario, con una de sus astas tronchada junto a la roseta, y por último, a un kilómetro, tres hembras cruzaron despreocupadas el despeje entre dos setos de coihue. Detrás de uno de ellos debería estar el padrillo. Parecía que el tiempo se había detenido, en el instante en que una cuarta surgió trotando, con el gritón oliendo el rabo. Se acercó a las demás, instaladas en el centro de una gigantesca losa lamida por el río que se precipitaba desde lo alto. Era difícil apreciar detalles de las cuernas, pero se veían largas y separadas en un arco pronunciado. En un momento intentó una monta – fallida – y seguidamente apoyó sobre un peñasco sus patas delanteras, recortando la corona contra en el azul.  

“… No es un récord”, – Musitó el experto – pero las varas son fuertes, es muy barbudo, pero fíjese que le faltan las del medio. Si le gusta…, es un ciervo viejo… Las del medio referían a candiles de hierro.

Tomé unos minutos, y reflexioné para mis adentros. No difería demasiado de los que dejamos atrás, y en condiciones normales no modificaría el criterio. Pero el contexto había cambiado. En primer lugar, llevaba mucho tiempo usando y abusando la hospitalidad de mi benefactor que, más temprano que tarde, debía retomar el trabajo luego de brindarse más allá de lo prudente. Y por último, su actitud ante un desconocido, merecía un final feliz.

Aventé las dudas y dejé que eligiera la ruta, embrollada, porque los chanchos y ciervos podrían tomarnos el aire o pescarnos: un solo bufido alarmado, inquietaría varios kilómetros y cortaría por tiempo indeterminado la berrea. Por fin decidimos – decidió – desandar el camino, y al amparo de la cima, desplazarnos hasta el cañadón que encajonaba el río de los ciervos… Gracias a su baquía, acertamos la profunda grieta boscosa que, desde su vientre, dejaba oír el fragor de aguas turbulentas. Siguiendo el borde del barranco escarpado, asomando de cuando en cuando y guiados por su voz potente, llegamos tan cerca, que Froilán prefirió esperarme, para minimizar ruidos. Como si fuera el primero, me asaltó la fiebre de la cercanía, cuando la urgencia, mala consejera, hace que olvidemos el papel de las hembras. Salvando espacios en cuatro patas o reptando, esquivándolas, alcancé una compacta mancha de calafate que las cubría de mi vista. Eran claros ruidos tan nimios como las pezuñas contras la roca, y la respiración anhelante del bravucón exaltado. Pensé en un rodeo, pero ya había desafiado demasiado a la suerte, lo razonable era esperar, y dio frutos, el harem se desplazó unos metros para beber, y de no mediar un percance, era mío. Apreté el culatín contra el hombro, justo cuando casi apoya el hocico en la piedra, lanzando un par de breves toses cavernosas. Luego varias cornadas al voleo, estiró el cuello, como para bramar, y sentí el impacto de los 180 grains, letales. Un brinco, y se tumbó casi inmóvil. Pasaban los minutos de manual, cuando se acercó mi baquiano, agitando los brazos. Nos estrechamos en un abrazo, el primero de muchos que deparaba el futuro.  

“… Me hizo renegar bastante don Carlos, esperaba y esperaba, pero no tiraba nunca. ¿Porque no tiró antes?”

“… Mire amigo, la verdad es que el tiro a distancia no es mi fuerte. Si puedo, prefiero meterme bajo la panza, aseguro el disparo, y de paso siento la adrenalina en la piel. Aunque le soy sincero, en este caso no lo veía…”

Asintió, no muy convencido, y seguimos contemplando el abate, añoso y con signos de regresión. Las cuernas curvadas, gruesas y prolongadas, lucían el perlado propio de los veteranos, rematadas en una corona con pitones generosos y recios. Su principal virtud no era menor: rosetas de gran circunferencia, uno de los componentes más importantes para determinar el puntaje en ciervos capitales, que no era el caso. Seguramente tuvo tiempos mejores: luego de tantas mudas, ese año no desarrolló candiles de hierro, y otro dato que confirmaba el cercano fin del ciclo biológico natural, fue el aspecto de la dentadura, notoriamente desgastada por la rumia de duros pastos cordilleranos.

Si bien los cazadores deportivos tratamos de superarnos en cada lance, no es menos cierto que la coyuntura, sacrificio y dificultades, ponen en valor ciertas conquistas. El azar es impredecible, a veces nos regala laureles a poco de comenzar la faena venatoria, y otras nos regresa con todos los cartuchos…  

Nos esperaba el desposte. Cada cual, prendido de una pata, comenzó el cuereado, no necesariamente prolijo, hasta que los cuartos, lomos, paletas y otros cortes, colgaban de los cipreses cercanos, oreándose. Las cueras, desprovistas de su máscara y apoyada contra un tronco, sirvió como telón de fondo para la merecida mateada.Calculando que nos sorprendería la noche en el regreso, convinimos en acampar, puesto que resultaba riesgoso cruzar bosques, cañaverales y matorros entre sombras, donde las chiwas podrían trabarse, cortar sogas y provocar un desastre. Estiramos la lona contra la pared del verde soto, fuego reconfortante y un par de chuletas de lomo en la sartén, fueron el telón de fondo de la última velada a cielo abierto. Como si quisiéramos estirar lo inevitable, dejamos correr la imaginación planeando el futuro cercano: un safari invernal, allá por agosto y antes de la muda. Según Froilán, la mejor época para toparse con los grandes, muchos de ellos que ya no forman harem, se convierten en solitarios destronados por los jóvenes, pero echan sus mejores guampas. 

El pobre carguero llevó la peor parte, sobrecargado con casi toda la carne, y los nuestros no menos, con el resto y la cornamenta, que decidimos cargar por turnos. El tranco acelerado de los caballos, presintiendo la querencia, señaló que estábamos cerca, y luego de tramontar la última loma, nos saludó el humo blanco de la chimenea.  

Fue la primera de muchas cazadas. Durante más de doce años, en brama otoñal o siguiendo huellas en la nieve, cabalgué estribo a estribo jornadas inolvidables; padecimos ventiscas heladas y bochornos; dormimos al sereno, acunados por cielos tachonados y estrellas fugaces; hilvanamos versos improvisados y logramos grandes trofeos. Pero Dios lo llevó sin aviso, joven aún, dejando el recuerdo imborrable de su estampa gaucha, ojo de águila y corazón enorme, como sus montañas.