Afilar con ginebra

Rubén Patiño fue uno de esos protagonistas, con quien compartí, a lo largo de innumerables noches de luna o amaneceres con brama, curiosos – por lo menos – episodios monteros, y de los otros…

Mi amigo era el molinero de Chacharramendi, un villorio pampeano engarzado frente al pomposo Arco que anuncia la entrada al Camino del Desierto. Siendo el único en muchas leguas a la redonda, los pobladores lo disputaban cuando las aspas plateadas se empacaban, dejando el ganado a merced de las eternas sequías.

Posiblemente, para el lector desprevenido, las reparaciones no signifiquen demasiado, pero en regiones donde suelen transcurrir meses sin lluvias de verdad, el molino puede ser definitorio para que vivan o mueran cientos de reses.

Rubén ocupaba una casa modesta, pero amplia junto a Dora, su mujer, mi hogar y familia cuando elegía ese destino para el lance mensual en plenilunio, o la brama de los otoños. Mi pieza era el depósito del boliche que regenteaba la patrona, 3×3, sin ventanas, que desocupaba y aseaba para hospedarme. En verano sauna, y en invierno una heladera sin puerta…

Lo importante: las habilidades y honradez de mi compañero, abrían todas y cada una de las tranqueras de agradecidos campesinos, que no podían negarle nada a quien siempre los sacaba de apuros… Y menos cacería, porque todo cuanto arrasara el escaso pasto, era plaga…

Así conocí decenas de cotos, aunque esa palabra no se conocía aún por aquellos tiempos. Esa circunstancia permitió una larga época, hasta su muerte, de privilegios: elegía según sus datos invariablemente exactos, y gracias a él obtuve valiosos trofeos. Además, mi amigo era cazador y de los buenos, conocía cada aguada, charco o dormidero donde hallar viejos navajeros, o parajes donde los ciervos armaban sus bramaderos. Podía seguir el rastro de un animal herido todo el día, o el siguiente si era necesario, hasta que lo hallaba. Nunca sabré cuantas noches amanecimos helados, luego de 10 horas de aguardo.

Su compañera de vida, lo ayudaba a parar la olla atendiendo un improvisado bodegón, instalado en el enorme comedor de la casa, presidido por el no menos enorme hogar, que encendían con los primeros fríos, y apagaban al florecer la primavera. Allí llegaban los pocos parroquianos a echarse una copa, uno de los pocos consuelos para mitigar penas y soledades. La barra era un largo mostrador multiuso de madera, que no podía esconder su decadencia: tablas despintadas y rugosas se estiraban, dejando poco espacio para los habitúes, y mucho para herramientas, tarros con clavos, tornillos y viejos repuestos mugrientos. En el salón se aburrían dos o tres mesas y sillas de chapa, mientras la radio chisporroteaba música todo el día, interrumpida cada hora por ansiados boletines comunales, que acercaban al oyente una insólita y larga lista de mensajes y pedidos: fulano, que espere a la tía Rosa en la parada del colectivo; mengano, que alcance un remedio a tal puestero de estancia, o perengano que el sábado llega su madre. Y así una retahíla de avisos gratuitos para ayudar a gente incomunicada.

Aunque las horas de ocio dependían del resultado del acecho o rececho, más o menos prematuro, siempre sobraba tiempo para sociabilizar con algún cliente conocido, ávido de charla y licor.

Una noche lluviosa, acodado en el bufé junto a uno de ellos, escuchando historias repetidas sobre sucedidos y aconteceres, mis manos rozaron, casualmente, con una piedra de afilar con profunda panza combada por la hoja de innumerables cuchillos. Recordando que el mío la necesitaba, aproveché para entretenerme como amolador. Quité la vaina del Arbolito, y comencé, lubricando el granito con agua de un vaso cercano. Pasaron largos minutos dale que dale a la hoja de acero, de a ratos afeitando el vello del brazo para probar, mientras el paisano observaba atentamente el trabajo… De pronto, se dirigió a Dora, que pedaleaba su eterna y vieja máquina de coser, pidiendo con voz tenue y gentil:

“… Doña, ¿no me haría el favor de servirme otra ginebrita? Parece que a don Carlitos le gusta chairear usando la mía…”

Quería que me tragara la tierra: había consumido su trago, transparente como el agua, pero él, respetuoso, no se inmutó. Todos largamos la carcajada, me disculpé y pagué el siguiente. Quedamos en paz y con la faca filosa…