A todos, bueno: a casi todos, nos gustan las cosas claras. Nos gusta que nos digan las cosas como realmente son, que nos vendan lo que queremos comprar, que nos adviertan a tiempo de los inconvenientes que podemos encontrar, que se cumpla lo prometido, que no le pongan –en fin- al gato la piel de una liebre. ¿Por qué, entonces, en demasiadas ocasiones, demasiados cazadores “permiten” que la estafa, el engaño, el fraude, el timo, en resumen: la mentira, en cualquiera de sus variadas acepciones y múltiples manifestaciones, mantenga un incomprensible y continuado protagonismo en la actividad que les apasiona?
Ya saben ustedes, que los mecanismos que mueven el humano comportamiento son tremendamente complejos y profundamente impredecibles. Con indeseable frecuencia, la lógica, el sentido común, la sensatez y la prudencia, están muy ausentes de la común actitud de los más comunes de los mortales. Asumiendo como irrefutablemente ciertas estas premisas, resultaría estéril –a más de absurdo- pretender encontrar las causas de tanta necedad, mediante el planteamiento de un razonamiento coherente que me pudiese proporcionar una respuesta, siquiera, medianamente aceptable para una mente en absoluto exigente.
Con irritable asiduidad, me cuentan, me hablan, me escriben a cerca de lo que –remedando al maestro- podríamos llamar: “crónicas de mil anunciados fracasos”. Con desconcertante frecuencia, las amargas quejas que escucho tras la evidencia del insalvable abismo que media entre la vergonzante realidad y el paraíso prometido, se plantan ante mis entendederas, sometiendo a una muy dura prueba, tanto mi capacidad de comprensión como mi concepción de la estupidez humana.
Acepto, por pura obviedad, que todos somos susceptibles de ser engañados. Acepto que todos cometemos, una y otra vez, errores absurdos –los que no lo son, están, de antemano, perdonados-. Acepto, también, que la buena fe, la generosidad o un optimizado optimismo, pueden ser el motivo de un exceso en el ajuste de los niveles recomendados para la permisividad o la confianza. Pero, salvando estas circunstancias y acomodándolas al sentido de una mínima racionalidad, no puedo aceptar –de ninguno de los modos posibles- la degradación a la que hemos llegado, en cuanto a honestidad, fiabilidad y cumplimiento de compromisos adquiridos –y, en muchas ocasiones, espléndidamente cobrados-, por parte de muchos profesionales, por parte de muchísimos metidos a “profesionales” de fin de semana barato, y por parte de casi todos los “aficionados” –quiero decir: aficionados a la comisión- del tres al cuarto, expendedores de consejos de “todo a cien”, recomendadores de chollos de hojalata, malversadores de ilusiones, vendedores de mierda recubierta de merengue…
Los culpables están identificados, los responsables, no… ¿O sí? A mi entender, los culpables son los que les he referido, los responsables son todo ese ingente número de cazadores –los que no lo son, aunque disparen, no me interesan lo más mínimo- que sufren los desmanes de los primeros y, sin embargo, callan.
Si existe algún modo de librarnos de los advenedizos, de escarmentar a los desalmados, de castigar a los tramposos, ese no es otro que, publicar sus mentiras, gritar sus miserias, dar a conocer sus amaños…
Llevo algún tiempo dándole vueltas a una idea. Se trata de elaborar una lista negra de falsificadores de ilusiones, un registro de vendedores de humo, un archivo de fulleros. Sé que no es fácil, porque, por supuesto, debería tratarse de informaciones contrastadas, el rigor y la seriedad serían las herramientas imprescindibles para que el asunto pudiese funcionar con garantías de éxito y de continuidad, pero no me voy a dar por vencido hasta que alguien no me convenza de la inviabilidad de proyecto. ¿Por qué no puede haber un modo por el que los cazadores podamos saber, con cierta seguridad, quién nos vende pan y vino cuando se lo pagamos, y quién nos “coloca” pan, de molde, con pirriaque, por el mismo precio? Ya les iré contando.