Introducción

Alaska fue uno de esos lugares mágicos en los que tuve la suerte de cazar, hace de esto ya unos cuantos años. Un lugar inolvidable al que me gustaría volver algún día.

Desde Buenos Aires fue un viaje bastante largo con demasiadas paradas y cambio de aviones. Llegué a Anchorage un medio día lluvioso, el tan típico tiempo de otoño en esos lugares. En el aeropuerto me esperaba Kely Vrem, mi outfitter para esa cacería. La misma tendría una duración de diez días y los objetivos serían tres: moose (alce) Caribou y oso negro.

Mi outfitter me llevó a un alojamiento que su compañía tenía para los cazadores; una vez que estuve acomodado me dejó, con la promesa de volver para cenar juntos. Caminé y recorrí los alrededores hasta el atardecer.

No recuerdo por qué problemas personales Kelly no pudo venir, en su lugar apareció uno de sus guías que en un rato organizó la comida: dos bifes enormes de una muy buena carne y ensaladas varias. Charlas y viejas anécdotas de ambos llenaron un par de horas. Cuando Bob se marchó, me preparé todo para el día siguiente, leí algo y me dormí casi enseguida. Cuando el día siguiente se amanecía de gris Kelly me vino a buscar y salimos hacia el aeropuerto donde tenía estacionado su pequeño avión. Dejamos la camioneta estacionada, cargamos mis cosas y con él al comando salimos hacia nuestro destino en Bethel, muy cerca del mar de Behring. Casi dos horas de vuelo y aterrizamos en el campamento base, buena pista de aterrizaje y excelentes instalaciones. Ya se encontraban allí otros tres cazadores norteamericanos que tenían distintos objetivos: uno quería un carnero de Dall, otro una cabra salvaje y finalmente el tercero soñaba con un Grizzly. Por la tarde probamos los rifles; yo, como siempre, llevaba el .300Weatherby y usaría munición con punta Nosler de 180 grains. Luego caminamos, conversamos y antes de la cena, que fue excelente, a base de salmón rosado asado, yo preparé la mochila con las cosas necesarias para los siguientes diez días en campamentos volantes.

En la otra jornada, mientras comenzaba la caminata, se retiraban las frías sombras azules recortándose contra las piedras; el sol colgaba bajo en el lejano horizonte, abriéndose paso entre las nubes para motear los blancos y ventosos yermos con dibujos irregulares. La luz de ese sol se reflejaba en la nieve primeriza con tal resplandor que casi cegaba.

El paisaje era abrumador en su belleza, las pinturas del otoño ya se habían derramado sobre valles, llanos y montañas; todo era amarillo, ocre, rojizo y dorado, solamente los sauces tenían un color verde brillante que rompía la monotonía; el suelo era esponjoso, negro y cubierto de musgo y líquenes.

Recién amanecía cuando cruzamos un arroyo donde ya se habían formado algunos cristales de hielo muy frágiles y en la arena donde el sol oblicuo fundía las pajitas de escarcha, unas margaritas rojas entre los matorrales de las orillas contribuían a embellecer más el paisaje grandioso. La caminata fue muy larga, recién llegamos al campamento volante al mediodía, pero fue una de las más hermosas que hice en mi vida. Cruzamos valles, subimos cerros no muy altos, atravesamos varios arroyos, encontramos lagunas con patos, gansos y cercetas. A veces la tierra que nos rodeaba se asemejaba al gélido espinazo de un monstruo prehistórico. El frío ya estaba llegando, insistente, pesado, sobre la tierra, los sauces y las plantas de la tundra. Las últimas flores del verano, dulces y delicadas, aún perfumaban en las partes más bajas donde el otoño retrasaba su llegada; las acederas y los ruibarbos silvestres verdeaban sobre la cetrina llamarada marrón de los alisos, Bandadas de gansos y cuervos alborotadores surcaban el cielo con un batir de alas, las águilas no dejaban de girar trazando círculos en el interminable azul.

La carpita tipo igloo, estaba plantada sobre una meseta barrida por los vientos, era apenas un minúsculo puntito en la inmensidad interminable. En su interior tenía dos camitas plegables, una para mí y otra para mi guía; en un rincón, un pequeño anafe y las provisiones prolijamente acomodadas. Cuando todo estuvo acomodado empezamos a preparar el almuerzo. Eran las dos y los tentáculos del hambre ya habían empezado a reptar en el estómago. Como grandes Chefs, abrimos dos latas de sopa y calentamos un paquete de fideos con queso, ¡y ya teníamos la comida lista!

Por la tarde salinos a atisbar desde una colina cercana. Al poco de mirar vimos una manada de renos que como puntitos negros se movían lentamente sobre la planicie en dirección a unas rocas glaciales enterradas bajo un manto de musgo. Estaban demasiado lejos como para intentar acercarnos, por lo que empezamos a volver. La noche nos sorprendió llegando al campamento, hileras de nubes color naranja se acurrucaban en el horizonte y ardían en el atardecer.

Como la noche era muy calma y serena, encendimos una pequeña fogata sobre la que asamos dos enormes bifes de alce. Mientras sentados en grandes piedras tomábamos un café, tuve oportunidad de conocer a mi guía. Era un hombre relativamente joven, rondaría tal vez los cuarenta y pico, de estatura mediana, espaldas anchas, tez cetrina y largos cabellos negros atados en una trenza, que denunciaban su origen indio. Jack pertenecía a la tribu Haida que habitaba las costas canadienses sobre el Pacífico, con toda su familia se habían mudado a Alaska cuando él era muy joven. Actualmente vivían en Bethel, el pequeño pueblo por donde habíamos pasado. Era un gran contador de historias, un narrador nato que nunca aburría; además, con el pasar de los días se reveló como un muy buen compañero, muy dispuesto y trabajador, sin mencionar que como guía era de primera, sobre todo un profundo conocedor de la fauna y sus costumbres. El humo del fueguito se enroscaba como la niebla que brota de los lagos, imágenes fantasmagóricas se retorcían y giraban, remolineando en extraña danza. El aire gélido de la noche se cernió sobre nosotros y en los cerros un lobo aulló, un aullido fuerte, penetrante que se entrelazaba con las viejas leyendas haidas que contaba Jack. Un poco por el cansancio y otro poco por un sueño que nos fue cerrando los parpados, la bolsa de dormir se nos presentó como nuestro destino inmediato.

Era aun de noche cuando Jack empezó a hacer ruidos con la cocinita y las sartenes; mientras el sueño luchaba por quedarse, el olor al tocino y los huevos se iba esparciendo deliciosamente por la tienda; a los pocos minutos se le sumó el perfume penetrante del café recién hecho que me terminó de despertar. Mientras me vestía mi guía me sirvió el desayuno que comimos en silencio sentados en las camas y haciendo malabarismos para no volcar nada y ensuciar todo.

El pesado parpado del cielo empezaba a entreabrirse a un nuevo día, un cielo pálido y arañado por largas nubes y una luz escarlata bañaba toda la planicie hasta donde alcanzaba la vista. Cada cual cargó en su mochila las cosas necesarias para pasar todo el día a campo abierto. La echamos al hombro y rifles en mano emprendimos la marcha. Descendimos el cerro por un terraplén de guijarros, las piedras crujían y se quejaban al pisarlas; hacia el sur, detrás del campamento, se alzaban las colinas que oscurecían el horizonte hasta fundirse con los dientes de las montañas glaciales del oeste. No resultaba nada sencillo caminar, las pesadas “hip boots”, imprescindibles, se hundían continuamente en el suelo blando y lleno de agua y musgo; en las grietas, gruesas raíces de sauce y abedul enano retenían las primeras nieves. Nos dirigimos hacia el oeste, donde se abría un ancho valle que luego se estrechaba llegando a las rocosas tierras altas. Cuando ya habíamos cruzado más de la mitad de dicho valle, de algún lugar apareció un grizzli a unos cincuenta metros de nosotros. No creo que con su miopía nos hubiera visto, pero sí seguramente nos venteó porque el viento nos daba en la espalda. Emprendió la huida como si hubiera visto al mismísimo diablo en persona, a una carrera desgarbada y sin gracia que en segundos lo llevó a la base de una montaña que empezó a subir. Seguramente era muy viejo ya que estaba muy descarnado para esa época del año, sino lograba una buena cosecha de salmones en los dos meses siguientes, seguramente no sobreviviría el durísimo invierno de Alaska. Era bastante grande, muy peludo y de un color amarronado deslucido.

Nosotros subimos la montaña un rato después, hilitos de agua bajaban desde la cima y formaban un riacho bajando del cerro escarpado y caían en torrentes saltando de roca en roca con grandes salpicaduras de agua blanca. Luego esa misma agua corría abiertamente entre brumas hasta donde alcanzaba la vista; enterrados profundamente en el suelo se veían altos sauces y cerca de ellos, hondonadas de pastos verdes bajo los que se había derretido la nieve. Cuando llegamos a la cima encontramos un buen lugar para almorzar al reparo de unos alisos y abedules enanos, el risco era basalto y la pendiente estaba salpicada de piedras rotas, la hierba llenaba los huecos entre las rocas volcadas trazando un irregular tablero blanco y negro. Un águila volaba sobre nosotros, un hermoso ejemplar de águila calva, el símbolo de Norteamérica, de vez en cuando inclinaba la cabeza para vernos mejor.

Después del almuerzo nos quedamos más de una hora mirando desde la cima, no vimos nada, salvo una pequeña manada de renos que no pasaron muy lejos, pero entre ellos no había nada interesante, muchas hembras y unos pocos machos chicos. Un par de hembras de alce se nos cruzaron en nuestro camino de regreso. El fuego de las luces del atardecer y la carrera de las nubes recortadas en los acantilados acompañaron gran parte del camino de vuelta. Cuando comenzamos a subir nuestro cerro el horizonte se licuaba en torrentes de luces.

La noche se presentó nuevamente magnífica, aunque nubes de tormenta se acumulaban en el norte. Durante esas bellísimas noches la extensión sombría de la tierra cubría el cielo poblado de miles de hogueras en forma de estrellas. Otra vez encendimos un fuego para preparar nuestra comida en el exterior, en las tinieblas la brisa traía el suave perfume del mar no muy lejano.

Mientras la simple cena se cocinaba, Jack comenzó a narrar viejas leyendas de su tribu, contadas de generación en generación; contó que los ancianos decían que todas las criaturas fueron una vez estrellas formadas del mismo polvo estelar, si se comparaba una calavera humana con una de oso, se podía ver que ambas tenían dientes y los mismos huesos, aunque moldeados de distinta forma. Dos ojos y una nariz; si se le quita la piel a un oso encontramos que su cuerpo se parece mucho al del hombre. Los pies tienen los mismos huesos, de modo que salvo la envoltura de piel y las distintas formas óseas, todos los animales tienen cosas en común, nosotros tenemos uñas, los osos garras y el caribú pezuñas. Pero todo es lo mismo. Cuando el Padre Sol nos envió a la tierra y nos dio vida, las personas eran las peores criaturas de todas, ya que se había olvidado de darnos una cobertura de pelaje. El reno y otros animales nos permitieron usar las suyas como el regalo de un hermano. No teníamos la trompa del mamut, pero sí manos que cumplían la misma función. O sea que todos, hombres y animales, somos una misma cosa y venimos del mismo lugar; tal vez eso nos permite entender mejor la vida, la vida que según esos mismos ancianos no es más que una danza cuyos movimientos hay que sentir para poder comprenderla. Cuando nos fuimos a acostar nubes oscuras enturbiaban el cielo y en el viento helado cabalgaba el olor de la tormenta. Se sentía el húmedo y glacial aletazo del viento norte. En muy poco tiempo se deslizó la borrasca por la corteza de la tierra; en el calor de la tienda la imaginaba barriendo las dunas heladas y formando remolinos festones de nieve en la noche ártica. Casi enseguida me dormí para despertarme pasada la medianoche. Pestañeando escuchaba el aullido del vendaval que por momentos parecía querer llevarse el igloo con nosotros adentro, Jack encendiendo la cocinita para calentar agua y preparar un té. Hacía frio, mucho frio, el viento fue calmando y las primeras gotas de lluvia tamborilearon sobre la carpa, nuevamente nos dormimos, ya mucho más tranquilos.