Todos sabemos que algunos de los atributos inherentes a la humana condición se desenvuelven en terrenos muy inestables, se deslizan sobre arenas movedizas, pisan sobre el afilado borde de una navaja albaceteña. Dicen que del amor al odio, tan sólo hay un paso; del mismo modo, entre la ambición –sana- y la codicia – que nunca puede ser saludable-, tan sólo hay medio paso.
En mi opinión, uno de los integrantes indispensables para la constitución, mantenimiento y maduración de un carácter con personalidad propia: fuerte ante la adversidad -incluyendo la propia-, compasivo con el dolor ajeno, firme ante la mezquindad, comprensivo con el frágil, inaccesible a la envidia, tolerante con quien que rectifica; uno de esos componentes insustituible -decía- es la ambición.
La caza, en cuanto lo que supone de actitud vital, es un muy buen escenario en el que comprobar la extraordinaria importancia que tiene una sana ambición para lograr superarnos a nosotros mismos y ser capaces de alcanzar relevantes metas en nuestro existir, por contra, las nefastas consecuencias que la codicia deja tras su rastro miserable.
Hace más de medio siglo que apreté mi primer gatillo, no importa que lo que entonces saliese por el cañón fuese un plomillo “diabolo” y lo que ahora sale sea una .500 Nitro Express, la sensación sigue siendo la misma; la actitud ante la presa: trofeo factible o posibilidad fallida, sigue siendo la misma; la emotiva ilusión del lance –cualquiera que éste sea-, sigue siendo la misma; la satisfacción de haber sido capaz de llegar al momento culminante en el que el dedo índice une su movimiento al pasional latido de un corazón turbado por la tensión, sigue siendo la misma. El tiempo no todo lo cambia. Lo que si hace, al menos en ésta circunstancia, es incrementar la capacidad de enriquecimiento personal, acorde con las experiencias vividas, y asumidas, por cada uno.
¿Qué sería de la caza sin la ambición?: nada; probablemente, digo más, con toda seguridad, la caza –tal y como la conocemos y la entendemos- no existiría. Puede que algunos disparasen sobre tal o cual presa, pero poco más y, con toda obviedad, nada tiene esto que ver con la caza: esa ola que, con fuerza incontenible, colma de pasión los más escondidos de nuestros rincones, ocultos allá en los atávicos confines de la esencia humana. ¿Cómo entender ese afán de superación, esa capacidad de sufrimiento; ese deseo de medir tus cualidades con las de otros seres, siempre mejor adaptados al medio que nosotros, como imaginar un cazador sin estas cualidades, que lo marcan y lo determinan?, ¿cómo pensar en la caza sin la sana ambición, imprescindible para intentar superar las duras circunstancias con las que, antes o después, nos vamos a encontrar?
¿Qué sería de la caza con la codicia?: ¡nada! Los que padecen este desolador vicio no están capacitados, en absoluto, para ser cazadores. Podrán, sí, disparar, poco más; de hecho, suelen ser los que más tiros “pegan”, los que más animales matan, -no cazan- y los que más alardean, presumen y fanfarronean, tanto de lo que ha caído bajo sus “Kaláshnikov”, como de lo que han comprado, robado o conseguido con artes más dignas de las malas putas de un cutre prostíbulo que de alguien que pretende ser considerado como “alguien” por los demás. ¡Patético espectáculo!, ¡qué triste parva de impresentables advenedizos –por muchos años que lleven intentando engañar a todos, empezando por ellos mismos-! Su desgracia es que en su pecado llevan la penitencia –pasa como con la envidia-: nunca tienen suficiente, jamás están satisfechos, desconocen el sentimiento de satisfacción que un lance noble –por humilde que sea- puede llegar a proporcionar; no alcanzarán en su vida el significado de la palabra “disfrute”, porque a lo que ellos llaman “disfrutar”, los cazadores llamamos mezquindad. Amén