Antílope pampeano

Por Carlos Rebella

Con las aguas del río Limay – único desagüe natural del lago Nahuel Huapi – deliberadamente contenidas por la represa del Chocón, a lo largo de medio siglo se conformó el lago más grande de nuestro territorio: 815 kilómetros cuadrados. La monumental obra, más allá de sus motivaciones prácticas, derivó en un espejo lacustre que evapora, por efectos del calor solar, millones de litros diarios que ascienden más de 5000 metros, donde los vientos direccionan, generalmente, suroeste – noreste. Parte del descomunal volumen nuboso atraviesa – entre otros – el cielo pampeano, donde al chocar con frentes de aire cálido, se precipita en forma de lluvia, que ha modificado las condiciones meteorológicas de gran parte de la Pampa Seca: enormes extensiones, otrora semidesérticas, se transformaron en praderas florecientes.

¿Y cómo se relaciona este fenómeno con los antílopes? Pues que el cambio climático regional, ha incrementado la actividad agropecuaria en forma exponencial, convirtiendo bosques milenarios en feraces llanuras que atrajeron – natural o artificialmente – nuevas especies para sumarse a la rica fauna provincial. Esas nuevas sabanas, que beneficiaron a pocos, se pagaron con altísimo costo para la ecología, que perjudicó a muchos, debido a la tala impiadosa de gran parte del bosque de caldenes más importante del mundo, un desastre ambiental hijo de la corrupción y la avaricia.

Como consecuencia no deseada, millones de hectáreas de bajo rendimiento se han transformado en suelos que nada tiene que envidiar al fértil bonaerense, donde tienen su hábitat gran parte de los bellos ungulados. Afortunadamente para la grey montera, muchos hacendados pampeanos adquirieron ejemplares en las estaciones de recría, con el fin de liberarlos a favor de sus formidables sentidos de vista, oído y olfato, que lograron multiplicarlos geométricamente.

Hace algún tiempo, retornando de una de mis cacerías sureñas, debí atravesar la provincia de los Tehuelches. Luego de hacer noche cerca de Neuquén capital, decidí conocer uno de los cotos que tenía agendados, donde existe una abundante población de gráciles gacelas, que conviven con ciervos colorados y jabalíes.

Había pasado media mañana cuando encaré la entrada, una alameda centenaria y umbrosa que remataba en las puertas de la casona colonial, abrazada por una galería de graciosas arcadas. Alí me recibió Ezequiel, el mayordomo, quien me informó que estaba a cargo, en ausencia del propietario, con facultades para recibir cazadores, pensando que era uno de ellos. Comencé aclarando que, además de montero, era periodista especializado, y que mi visita tenía por objeto ofrecer un canje: apoyo publicitario de las actividades cinegéticas del emprendimiento, a cambio de un abate trofeo, que tradujera las posibilidades cualitativas del cazadero. La mención de los medios en los que colaboraba – que leía asiduamente – determinó que la oferta resultara atractiva, rompió el hielo y poco después, café mediante, planeábamos una breve recorrida del predio, tres mil hectáreas que atesoraban caldenes y algarrobos, rodeados por lotes de sorgo, soja y maíz, asaltados incesantemente por las reses de caza, un efecto secundario, aceptado como parte del negocio.

Ya a bordo de su camioneta, luego de recorrer una legua levantando espesa polvareda divisamos, flotando sobre el rastrojo de la última cosecha de grano fino, un numeroso grupo de antílopes reverberando bajo el sol, como una joya color canela engarzada en la tierra. Con ayuda del largavista, llegaron las imágenes. Eran decenas de hembras bayas pastando, y algunos machos con el lomo cubierto por un manto negro, la panza blanca como nieve de otoño, y cuernos brillantes y espiralados, apuntando al cielo. Cruzamos una tranquera para aproximarnos y evaluar la calidad deportiva de los cuernos, pero al intentarlo se produjo de inmediato la desbandada. Evidentemente eran muy ariscos, y lograr un approach exitoso no sería fácil. Sin embargo, el breve ojeo dejó traslucir que, por lo menos, había sementales que superaban la media.

Cumplido el breve paseo, disfrutamos de un almuerzo bastante tardío, y luego de la reconfortante siesta, repasamos un álbum con fotografías de clientes satisfechos: no era para menos, algunas mostraban cabezas que orillaban o superaban los 60 centímetros…

Al día siguiente, con un amanecer despejado que anunciaba una jornada brillante, comenzamos a costear otras cercas, oteando lejanías. Los que vimos se encontramos estaban demasiado lejos, sin accidentes del terreno que ayudaran, o a contraviento, eternamente en vigilia, indicando que debería encontrar otras instaladas donde lomas, matas o árboles me secundaran. Las dejé pastando, inclinando o alzando sus cabezas sobre la hierba, vigilando como hace milenios…

Luego de mucho andar, nos detuvimos ante otra oportunidad: varios machos descollantes se movían cansinamente rodeando una manada de más de 50 doncellas que parecían deambular, casi en cámara lenta. Nos separaban casi dos kilómetros, un obstáculo formidable en terreno despejado, si bien aquí y allá, se elevaban pequeños montes de eucaliptus. Si lograba alcanzar la orilla opuesta de alguno que sirviera de tapadera, podría avanzar a cubierto buena parte del intento. Nos trasladamos hasta el que serviría como escudo, nos apeamos y continué a pie, con el guía en pausa. Llegar hasta el soto fue rápido y fácil, unos 1000 metros llanos y empastados, pero al ingresar comenzaron las dificultades. El piso estaba cubierto de ramas desgajadas por las tormentas, cortezas y hojarasca secas que estallaban con ruido metálico al pisarlas, lo que obligó a una larga y cuidadosa marcha, midiendo cada paso. Zigzagueando entre troncos gigantescos, cubiertos de profundas cicatrices, provocadas por filosas guampas, alcancé las últimas hiladas, frente a la infinita llanura. Desde allí, con el viento franco en la cara, los contemplé sin prisa. Comenzó a fluir adrenalina, compañera inseparable durante la culminación de todo lance, y mis ojos volaron hacia a los sementales negros, que brillaban como recién lavados. Los cuernos retorcidos como largos tirabuzones, acompañaban el paneo del lente que devolvía un espectáculo fascinante. Hasta que identifiqué mi objetivo, cuernos que excedían los 55 centímetros, con buena abertura de la V profunda.

Comenzaba el verdadero approach… Calcé guantes, rodilleras, tres cartuchos en la recámara del .300, y acomodé el rifle sobre la espalda, firmemente fijado mediante un sencillo artilugio casero: una pretina sujeta a un soporte atornillado al costado de la culata, a la altura de la acción – no apto para melindrosos con el rifle -, que da la vuelta sobre el pecho, y se engancha a la correa, evitando que se deslice a los costados. De esa forma quedan las manos libres para gatear y, de paso, evita que cristales y mira se mojen con el rocío de la hierba, o se golpeen. Si todo iba bien, en media hora llegaría a mi distancia, más o menos 150 metros. Pero no todo fue bien. En algún momento metí la pata mostrándome, pues de pronto, decenas de cabezas se fijaron en mi dirección, una hembra saltó como un resorte hacia lo alto, y se produjo el desbande.

Cuando llegué junto a Ezequiel, masticando bronca, me lamentaba por el esfuerzo desperdiciado: contra estas criaturas, las precauciones nunca sobran.

Mientras tomaba un respiro, comentamos la evolución de la conducta y actitud del exótico cervicapra oriental. Apenas unas décadas atrás, era común llegar caminando hasta 500 o 700 metros, y luego de una breve serpenteada, a tiro. Pero el aumento de la presión cinegética, camionetas y tractores, balaceras, caza nocturna, furtivos, etc., agudizaron extremadamente su natural arisquez, acortando su límite de seguridad más allá de 1500 ó 2000, según el hábitat. Ese cambio, estiró el trecho entre abrojos, espinas o piedras filosas que se debe reptar para rematar el rececho, hasta límites utópicos: salvo algún Rambo que no conozco, es imposible culebrear más de un kilómetro sin morir en el intento

Durante un par de días no logré encontrarle vuelta, al punto que Ezequiel me ofreció lo que es común parara muchos: perseguirlos con un vehículo, aparearse a pocos metros y disparar a quemarropa, una formula infalible, deportivamente con sabor nada…

El tercero, mientras descansaba sentado contra un poste, luego de otro fracaso, casualmente pasó cerca, y se allegó, el mayordomo. Apareció el termo y el mate, y escuchó con paciencia mis cuitas. Mientras charlábamos, le señalé a pocos metros, una de las decenas de pasadas bajo el alambrado, que no saltan, pudiendo hacerlo fácilmente, por una inveterada costumbre no muy definida: tal vez el olor de la secreción hipertrófica de sus glándulas lagrimales, el tufo sexual en época de celo o simplemente atavismo. Obviamente, mi anfitrión conocía perfectamente esos hábitos, de modo que no lo sorprendió mi pedido de ayuda: cuando halláramos otros, me ocultaría en las cercanías de uno de los más frecuentados, mientras él rodeaba el potrero y los azuzaba, en lo posible en mi dirección… Era tantos los que deambulaban por donde se mirara, que no demoramos en descubrir la enésima manada en el corazón de una planicie, verde como una esmeralda. Frente a uno de los atajos, aproveché una mata de cardos alejada 50 metros, me tendí y apoyé el rifle sobre el saco plegado. Mi nuevo amigo se alejó para cumplir su parte…

Más de una hora masticando palitos, cuidando de no alzar demasiado la cabeza, y espiando entre los débiles tallos, a mis espaldas dos teros comenzaron a revolotear alborotados. Me volteé con cuidado, y veo un hermoso Negro que llegaba corriendo desde el sector menos esperado, brincando para ver más lejos. Me aplasté como una lapa… Dos o tres segundos más tarde, apareció la tropa, machos y hembras siguiéndolo, a una velocidad que impedía, acostado y tendido al revés, intentar el disparo. Dejé que me sobrepasaran y por una vez se dio la buena: se detuvieron frente al hueco elegido, donde se arremolinaron mientras la primera baya pasó al otro lado, como una exhalación. Rozando hocicos con rabos, comenzó un desfile de figuras nerviosas que no atinaban, estúpidamente, a pasar entre varillas vecinas… Intenté apuntar entre las hierbas, pero esperando su turno, revoloteaban como mariposas sobre el azúcar, y mi blanco aparecía y desaparecía a cada instante. Poco a poco, la mitad se coló por el hueco, y cuando se raleó suficiente, decidí a jugar mi carta: con toda la prisa posible me incorporé y a brazo levantado apoyé la mejilla en la carrillera. Por un segundo se paralizaron ente la aparición inesperada, mirando al intruso con las orejas levantadas y los ojos desorbitados, pero al siguiente se lanzaron corriendo, renunciando seguir a los compañeros. Apunté cuidadosamente a la pequeña mancha blanca que se alejaba, que invitaba como una diana debajo del rabo erecto, y sentí el estruendo. El impacto feroz de los 180 grains lo hizo rodar despatarrado. Recargué para el segundo, pero no fue necesario. Un tiro para el recuerdo…
Al posar mis manos sobre las retorcidas astas, reconocí al buen trofeo, adulto, con sus anillas desgastadas por roces e infinitas batallas, y el pelo azabache mostrando las primeras canas… Era infinitamente bello, aún en la muerte.
Ezequiel se anunció con el traqueteo de la chata, bajó agitando los brazos y me estrechó la mano, efusivo. Busqué en el bolsillo mi diminuta cinta métrica plegable, y comprobé medidas: 57 y 58 centímetros de largo, y 31 de separación entre puntas. Buen logro.

Cargamos los despojos y regresamos al casco de la estancia, donde un peón atento se ocupó del cuereo. El acuerdo estaba cumplido con creces y ambos satisfechos, pero con la gentil oferta de otro abate, luego de un día de vacaciones fuimos por el segundo, si bien le aseguré que, si no era mejor, resignaría la chance.

La abundancia facilitaba avistajes y posibilidades, aunque sin la presión del debut, la selección se demoró más allá de la cuenta. Conocía bastante el campo como para desplazarme solo, y me dispuse a ensayar otro truco, tal vez pintoresco y que puede mover a risa. Teniendo en cuenta que son incontables las puertas que usan para mudar de sector, y que no siempre se acierta, como me tocó en suerte, hay manera de reducir las opciones de las bestias, tapando la mayoría y dejando libre a la más próxima al acecho. Aclaro que tapar, significa modificar su aspecto natural, haciendo que desconfíen. ¿Cómo hacerlo? Apretujando elementos que resulten extraños y alarmantes, por ejemplo, trapos viejos de colores. Pero como es engorroso conseguirlos, lo más práctico, de acuerdo a la experiencia, es el papel higiénico. Un manojo arrollado en la hilada de púas, son suficientes, aunque parezca descabellado. He comprobado muchas veces su efectividad: cuando descubren algo que desentona, esquivan el objeto extraño y siguen su camino hasta hallar un paso despejado, donde, naturalmente, ubicamos el escondite. Cuando detallé el subterfugio a Ezequiel, no quiso perderse la intentona.

Después del austero almuerzo, partimos con el rollo milagroso… El nuevo cerco divisorio era un colador, de suerte que debí optar por pálpito, más que por condiciones. Me dejó el extremo de un lateral de 1000 metros, él se encaminó al otro y comenzamos la tarea: cada abertura era cuidadosamente clausurada con manojos de papel, como amojonadas para mensura… Cuando los peones los vieran, pensarían que el forastero y el patrón estaban locos… Raudamente, la camioneta partió para cumplir su propósito, hostigarlos en dirección hacia al amparo del mejor camuflaje posible. Por momentos oía la camioneta, según la dirección del viento, pero evitaba alzar la cabeza, agazapado. Hasta que, con el binocular apuntando entre los tallos, se recortó circulando lentamente, caracoleando, orientándolos sin premura. Con varias hembras a la cabeza, llegaron desde el horizonte, trotando o saltando, escrutando lejanías o volviendo la cabeza, hacia el acosador… Entonces comprobé que el papel daba resultado: cada banderín flameante torcía su ruta, que retomaban pasado el susto. Cuando llegaron a mi posición, se dirigieron sin dudar a la que invitaba, libre de estorbos, y apenas se detuvieron cuando uno de los machos, joven y con el pelo todavía color té con leche, encabezó el vadeo. Apoyado el caño en la mochila, no demoré en colocar los hilos de la retícula en el más esbelto, alto y mejor armado: un negro al que seguí como errante blanco de una kermesse. Un tris inmóvil fue suficiente. Jalé suavemente la cola del disparador, y el Remington no falló a esa breve distancia: apenas un pataleo y quedó tieso.

Llego el arriero, riendo ante el resultado de una trampa que, confesó, en principio no lo convencía. Luego de las congratulaciones y encomios al trofeo, medimos las guampas que no lograron cumplir mi promesa: apenas 57 centímetros, compensados por la generosa abertura de 32. Entre comentario risueños, Ezequiel aseguró que probaría con algún cliente, a pesar que el sistema se entregaba sin garantía…

La cacería resultó otra experiencia, no por repetida, menos grata. Gané otro amigo y un nuevo cazadero de colorados y jabalíes, nunca suficientes cuando se trata de superar vallas y retos monteros.