Asturias

España

Por Alberto Nuñez Seoane

Asturias, tuvo que ser y en este caso, no con su lunita plateada como canta la copla, si no con sus inalcanzables picos que se elevan sobre bosques intemporales hasta alcanzar lo mas alto, con su verde eterno, con sus gentes recias y hospitalarias curtidas por el difícil vivir de cada día, caracteres forjados entre las laderas de Covadonga, las profundas minas de Mieres, y las olas indomables del Cantábrico. Tuvo Asturias que ser la que me confirmase lo que la caza de montaña supone para quien aspira a cazarla: la montaña.

Mi bautismo, en lo que a caza de montaña se refiere, lo recibí en los lejanos Cárpatos en busca – ¡cómo no! – de un rebeco. Ahora, aquí cerquita, en la cordillera Cantábrica, con los primeros fríos del invierno, conseguí la “confirmación” que, tiempo ha, andaba buscando.

Subí, con mi amigo Jesús, hasta Soto de Sajambre, pequeña aldea situada en el norte de la provincia de León, “pisando” la línea divisoria que la separa de Asturias. Recogimos a los guardas y continuamos subiendo en el todo terreno hasta que el carril terminó. A partir de ahí, pie a tierra y… doce horas y media ¡digo bien!, doce horas y media, anda que te anda por la agreste, hermosa, y poco conocida montaña asturiana. ¡Difícil de encontrar algo tan duro y tan bello a la vez! ¡Es Asturies! ¡Hay que morir con ella!

Subíamos y bajábamos: tras una pendiente de vértigo venía otra peor aún. Los bancos de nubes los mirábamos “desde arriba”. Habíamos visto rebecos, pero se trataba de ejemplares jóvenes y de hembras, en definitiva: no era lo que íbamos buscando.

Sobre las doce y media –bajamos del coche a las nueve menos cuarto– paramos para dar buena cuenta de un exquisito chorizo casero acompañado de una sabrosa hogaza de pan, todo bien regado con un recio tinto de la tierra.

La parada apenas duró veinte minutos. Terminar y volver a la “escalada” fue todo uno. Las horas iban pasando y las oportunidades de encontrar un buen macho se iban esfumando. Uno de los guardas, localizó un ejemplar que podía ser lo que buscábamos, Jesús me dice que lo intente yo, le agradezco su cortesía e inicio el descenso acompañado por el guarda que lo había localizado –el rebeco estaba a unos trescientos metros por debajo de donde nos encontrábamos—, para intentar comprobar si el macho valía la pena y, en ese caso, tratar de abatirlo.

Si mala es una subida, les puedo garantizar que un descenso, con pendiente muy pronunciada y a gran velocidad, es el peor rompepiernas que puede haber, sobre todo si después de haberlo hecho, se continúa sin interrupción con el ascenso de lo previamente descendido, y todo ello en un corto período de tiempo –el menor posible-: ¡sencillamente demoledor!

Esto fue lo que me sucedió, pues una vez hubimos bajado toda la pendiente, el rebeco objeto de nuestro rececho, se esfumó como si la tierra se lo hubiese tragado. Tuvimos que desandar lo andado y regresar al punto donde nos habíamos separado de Jesús y la compaña.

Mientras trepaba, peñas arriba -como escribió D. José María de Pereda-, escuché un disparo. Luego comprobaría que Jesús aprovechó su oportunidad, mejor que yo la mía, y cobró un muy bonito rebeco.

Hora y media mas tarde, el guarda que me guiaba localizó un precioso macho retozando al sol de la hermosa tarde que nos acompañaba en este rececho cántabro. Tuve ocasión de acomodarme, de apoyarme, de apuntar, de disparar, y…de fallar. Es cierto que el rebeco estaba a unos 250-280 metros, pero también es cierto que he acertado con blancos más lejanos y en condiciones mucho peores, el caso es que no acerté, y con eso me quedé.

Los guardas y Jesús hicieron todo lo posible, y casi lo imposible, para que me pudiese llevar el rebeco a casa, pero este no era mi día. Después de no sé cuantas extenuantes horas de subir y bajar, di con mis huesos en casa del guarda, dónde, gracias a un riquísimo “adobo” bien regado con una incomparable “sidrina”, me pude reponer –a medias– de la agotadora jornada, de los calambres en las piernas, y del deterioro físico que mi anatomía, acostumbrada a otras latitudes y otros desniveles, había sufrido en las agrestes y hermosísimas alturas de esta incomparable tierra asturiana.

Quince días más tarde, aprovechando otro fin de semana, regresé a tierras de Asturias a probar suerte de nuevo con el rebeco. En esta ocasión me acompañaba Alejo, experto profesional, perfecto conocedor del terreno y sobre todo gran especialista –donde los haya– en el rebeco del Cantábrico. Es un auténtico placer recechar con personas como él: ven antes de que tu veas, han pisado mil veces las piedras que tú pisas ahora, se han gastado las suelas caminando por estas duras y bellas tierras, saben buscar lo que tú buscas, te dan –en definitiva– lo que un cazador espera: honestidad, experiencia y fiabilidad.

En esta ocasión, abandonamos el todo terreno a las ocho y media de la mañana. El día amanecía despejado, pero ya nos advirtió el guarda que nos acompañaba, que el “parte” había dado agua y no debíamos fiarnos en absoluto, sabia profecía. Conforme subíamos, las nubes que en un principio apenas si manchaban el azul del cielo, fueron aumentando en cantidad y lo que es peor: oscureciendo su tonalidad, hasta tornarse de un gris plomizo que auguraba la proximidad de una lluvia inminente.

Decidimos dirigirnos hacia el pico del “Cabronero”, pero con la esperanza de no tener necesidad de llegar hasta allí, confiando en encontrar durante el trayecto algún buen macho al que poder disparar. El “Cabronero” no recibe este nombre, como pensé en un principio –sobre todo después de la paliza que me di en el primer rececho– por obligarte a echar los higadillos, mollejas, y demás partes del aparato digestivo en el intento de aproximación a sus dominios, si no por ser un lugar donde los rebaños de cabras domésticas pastaban en gran abundancia, formando parte del entorno habitual de este paraje y dando finalmente nombre al mismo.

Pues bien, los augurios del guarda no tardaron en cumplirse. Grises nubarrones cargados de agua, comenzaron a descargar su “mercancía”. En principio, de modo suave, más tarde, con verdadero desenfreno. No habíamos hecho más que empezar el rececho y ya estábamos caladitos hasta los huesos. Pensaba en las diez horas que nos podían quedar por delante –si ocurría lo mismo de la vez anterior- y se me cortaba el cuerpo, pero también pensaba que era a esto a lo que había venido y que era aquí dónde hacía tiempo quería cazar, que los “cabros” no se matan en los llanos si no en los picos, y que: “si quieres peces tienes que mojarte el culo”, y, también, que: “era esto lo que había”, y que no me quejase tanto, y….  así les podría tener por dos o tres páginas, pero no quiero aburrirles; sólo trataba de animarme como fuese, ¿me comprenden, ¿verdad?

Caminábamos por la estrecha vereda, primero iba Alejo, el guarda tras él y detrás de ellos, yo. Salimos de un pequeño bosque y nos encontramos a nuestra derecha con una ladera de pendiente muy pronunciada, en la que se alternaban los prados con las peñas. En este lugar habíamos visto quince días antes un joven macho, sin duda era un lugar querencioso para los rebecos. Nos paramos y nos dedicamos a “peinar” con los prismáticos todo el paraje, en busca de algún ejemplar que cumpliese con nuestras expectativas, la tarea se complicaba un poco dado lo persistente de la lluvia, que empapaba los gemelos y nuestros rostros, obligándonos a secar las lentes y las cejas cada dos por tres.

No hubo suerte tampoco en esta ocasión: ni rastro de vida, no se veía nada por ningún sitio. Continuamos, pues, con nuestros andares camino de las “cumbres borrascosas”.

Hicimos otra parada para que el guarda pudiese bajar unos metros y así poder ojear, desde un claro de la espesura, unos riscos algo lejanos en los que con cierta frecuencia había visto pastar a un buen macho. Regresó quince minutos mas tarde moviendo la cabeza de izquierda a derecha, así que: “carretera y manta”.

Nuestra marcha por la frondosidad del bosque tocaba a su fin, a unos doscientos metros se adivinaba el término de la espesura y el comienzo de los primeros riscos. El monte a la izquierda, una enorme pared de piedra al frente, y un insondable precipicio a la derecha, nos obligarían literalmente a escalar por el único paso posible, agarrándonos a las rocas y ayudándonos, unos a otros para, a duras penas y sin atreverte a mirar hacia abajo, sortear la primera dificultad seria tras la que podríamos divisar, a lo lejos, el “Cabronero”. Recordaba perfectamente este “trance” del camino y recordaba también que cuando lo recorríamos unas semanas antes, pasé algunos momentos de cierta angustia.

Unos metros antes de la linde del bosque, disminuimos nuestro ritmo de marcha hasta casi no movernos, Alejo quería asomarse al claro con mucha cautela por si en las vertientes rocosas que nos íbamos a encontrar, pudiese haber algo de lo que buscábamos. Nos detuvimos en el sendero protegidos por las copas majestuosas de los últimos árboles, unos metros adelante el camino descendía antes de ascender de nuevo e ir a “estrellarse” contra la gran pared pétrea a la que antes me refería.

Antes de tener tiempo de llevarme los prismáticos a la cara, Alejo le señala al guarda algún lugar en el muro de piedra que se encontraba frente a nosotros, el guarda me hace sitio y me indica con gestos que me coloque detrás de Alejo. Minutos después, con un susurro casi imperceptible, Alejo me dice lo que llevaba deseando escuchar desde hacía quince días, día mas, día menos: “hay un buen macho en aquellas peñas”.

Ya saben ustedes lo que nuestro corazón suele hacer en ocasiones como esta: se pone “como una moto” y empieza a bombear adrenalina a nuestras arterias, ocasionándonos esa maravillosa sensación que nos hace ser capaces de subir montañas, descender barrancos, escalar cumbres, sortear cárcavas, caminar por desiertos, atravesar junglas, padecer fríos y calores, recorrer miles de kilómetros, aguardar horas y mas horas, esperar noches enteras, sudar, reír, llorar, ¡vivir!, ¡cazar!

Busqué ansioso, con mis prismáticos, siguiendo la dirección en la que Alejo me señalaba, pero no conseguía distinguir el animal.

-¿Lo has visto? –me pregunta Alejo

-No, no, ¿dónde dices que está? –le respondo

-¿Ves aquellas hierbas de bajo de la piedra grande?

-Si, si, las veo.

-Bien, ahora sigue unos veinte metros hacia la derecha, hay una mancha mas clara en la piedra, ¿la ves?

-Sssi… creo que ssssi

-¡Vale!, pues ve bajando poco a poco y…

-¡Ya, ya lo veo! ¡Lo tengo! ¡Lo tengo! –le interrumpí

-Es un buen rebeco ¿te gusta? –me dice Alejo mientras evalúa el trofeo

Me parece fantástico –aseguro sin dudar

-¡Vamos con él, pues! –fue su respuesta

Descolgué el rifle del hombro –llevaba un Blaser calibre 8x68S y munición RWS de punta blanda, confío plenamente en este calibre, y si bien el rifle es un poco pesado para estos duros recechos, me compensa, dada la magnífica rasante (insuperable, según mi buen amigo y maestro en armas y balística Manolo Pereira, que sabe de esto todo lo que hay que saber), importantísima en caza de montaña y en cualquier tiro a larga distancia, y el contundente poder de parada de este tipo de munición, sobre todo en su variedad H-mantel, que es la que suelo utilizar cuando de munición de punta blanda se trata. Ya que no tenía ninguna posibilidad factible de buscar un buen punto de apoyo, utilicé la vara que amablemente me había prestado el guarda, para –asiéndola con la mano izquierda al mismo tiempo que sujetaba la caña del rifle– intentar la mayor precisión posible.

Buscaba el rebeco a través de la mira, con el seguro en posición de disparo y el rifle listo, pero como ocurre en ocasiones, perdí la ubicación del objetivo al intentar “meterlo” en la mira, además el animal se había desplazado unos metros y esto terminó de desorientarme.

Levanté la vista y busqué de nuevo el “cabro”. Con ayuda de las indicaciones de Alejo no me fue difícil localizarlo. Vuelta a la mira… a ver. a ver…ssssi, ahí está, –tengo el rifle puesto a 200 metros, el rebeco no está a mas de 140, no corrijo el tiro–, ¡ahora …!, ¡no!, ¡no! … espera, se ha movido un poco… busco de nuevo el codillo del animal… ssssi… a ver… creo que… ¡ya está!

¿Qué pasó?, pues pasó que apreté el gatillo y que la bala fue a dar con…. ¡¡¡el codillo del rebeco!!! ¡¡lo tumbé!! ¡¡BIENNNN!!

¡Enhorabuena! ¡Buen tiro!, casi al unísono me felicitaban el guarda y Alejo. Subimos los tres hasta el lugar donde el precioso rebeco cántabro había caído. Ya no sentíamos la lluvia ni el frío, sólo la alegría de un trabajo bien hecho, y hecho en equipo.

No me cansaba de mirar y remirar el precioso animal ni de hacerme fotos y más fotos con él en aquellos increíbles, por hermosos, parajes asturianos.

Alejo cargó con el rebeco y yo con la mochila de Alejo y si mojados estábamos por fuera, cuando llegamos al coche empapados estábamos, de sudor, por dentro, pero todo era para realce de una fantástica jornada de caza y nada podía empañar la alegría que los tres llevábamos. Empañarla no, pero aumentarla, si fuimos capaces de hacerlo … con el chorizo y la sidrina fresquita –recién salidas las botellas del arroyo— que nos marcamos al llegar al mismo lugar del que habíamos salido tres horas antes.

Hacía años que andaba tras un rebeco del Cantábrico, ciertamente es un animal difícil de conseguir por variadas razones: lo abrupto y circunscrito de su hábitat, sus costumbres y etología, las absurdas normas administrativas, cada vez más ineficazmente restrictivas, los desorbitados precios que está alcanzando en el mercado, etc…

Pero junto a la satisfacción del lance vivido y de la pieza cobrada, llevo otras muchas, tan hermosas como  la de haber conocido algo mas de lo que Asturias siente, de lo que Asturias tiene dentro de sí: sus montes y sus peñas sin fin, sus nieblas eternas y sus verdes prados, sus gentes recias, nobles y hospitalarias, sus manjares inigualables: fabes, “adobos”, “sidrina”… , sus tradiciones y leyendas, transmitidas por generaciones en las pequeñas aldeas al calor de la lumbre, historias que nos hablan de un mundo remoto perdido en la bruma del tiempo, historias de lobos y hombres, de hombres y osos, historias ¿por qué no? de rebecos y hombres.