Cacería tramposa

Juan – no es su verdadero nombre por razones que veremos – fue uno de mis mejores amigos, exitoso cazador con el que compartí innumerables safaris. Su otra pasión, era singlar en el río más ancho del mundo, oír flamear las velas al viento y, el agua acariciar la proa de su velero, dibujado por Frers, que solo bota Ferraris flotantes…  

Compartíamos el amor por el laberinto del Delta paranaense, y frecuentemente cruzábamos el charco doméstico hasta las cercanas costas uruguayas, donde abundan ciervos y jabalíes. Alla recalábamos al reparo del sudeste traicionero, en un riacho escondido, en medio de la nada y todo.

En cierta oportunidad, junto a un compinche discípulo de Uberto, planearon echar una cañita al aire. Engatusaron a sus familias con el pretexto de un finde largo navegando y pescando, que ocultaba fines non sanctos: un combo en la ribera vecina con rifles y mujeres. Sinceramente: sería la primera vez que Juan engañaba a su mujer, al punto que, a pesar de nuestra intimidad, lo mantuvo en secreto. Como resultaba peligroso dejar huellas con nombres y apellidos, incumplirían el despacho ante Prefectura Naval Argentina, un trámite obligatorio para registrar datos del patrón, tripulantes y ajobo antes de abandonar territorio nacional que, entre otras razones, permite conocer la ubicación de la nave en caso de accidente o avería. El acto burocrático debe reiterarse sin demora al arribar a destino, que también callaron por las mismas razones. La omisión deja en orfandad al navegante que, por alguna razón, no dispone de radio.    

Así las cosas, zarparon desde su fondeadero en San Fernando con viento sur, rotando al sudeste, con pronóstico de marejada durante el vado del limítrofe río Uruguay que, en sectores, supera el kilómetro de ancho. Gozaron del cruce a vela y arriaron en la boca de nuestro arroyo, solitario, deshabitado y sin tránsito, debido a un embalsado de camalotes que taponaba el paso aguas arriba. En el fondeadero natural, un túnel de sauces y álamos verdes como esmeralda, solo se oía trino de pájaros y croar de ranas. Habían llegado al paraíso, o eso creían…

Liberaron los bártulos trincados durante el zarandeo que propinó la marejada, tendieron la mesa del balcón de popa, y se despatarraron sobre los mullidos sillones para brindar por la feliz travesía. Transcurrió el almuerzo, pasaron por los camarotes, y por la tarde se internaron en el monte de talas y ceibos en busca de rastros cervunos, que no vienen a cuento…  Al caer la noche, se aprestaron para una velada con luz de Luna, perfume de achiras y cena condimentada con el dulce sabor de la fruta prohibida.

Silenciando detalles envidiables, al amanecer insistieron el rececho montero, también con mala suerte, una racha que continuó al abordar, cuando los recibió el cotorreo alborotado de las damas, clamando porque la nevera no funcionaba.

Juan casi sufre un infarto: había olvidado desconectarla antes de acostarse… Intentó arrancar el motor, pero estaba más muerto que el Pirata Morgan.

Seguramente en otras circunstancias y lugar, hubiera sido un problema serio, pero solucionable a mediano plazo, pero en esa coyuntura era un desastre peor que el Titanic. Trató de mantener la calma y contagiar optimismo a su tripulación, debutantes en marinería, pero muy pronto el nerviosismo se transformó en histeria, y las preguntas en reproches. ¿Quién carajo los sacaría de semejante trance?

Por fin, los hombres, empuñando la pala bichero enarbolada con un mantel, decidieron caminar hasta la desembocadura, confiando que alguien, barco, lancha o bote los avistara. Poco después enfrentaban al gran río que en sectores, supera los mil metros de ancho, blandiendo la improvisada bandera hacia buques con extrañas enseñas que surcaban el centro de la correntada, lejos de los bajíos y bancos de arena que abundan.

Uno de ellos intentó orillar hacia el este y oeste la ribera, pero en ambas direcciones se topó con afluente, zanjas y fachinales infranqueables. Horas después, con el anochecer en puertas regresaron, enfrentando a las invitadas al borde de un ataque de nervios. Llegó la segunda noche, recurrieron a linternas y farol a queroseno de reserva, e intentaron un sueño imposible hasta el amanecer de una jornada incierta. Con las primeras luces reiteraron el penoso trayecto, transcurrieron horas gesticulando y saltando como payasos ante cada nave hasta que veían, agotados, retornaron rumiando el quilombo que se avecinaba: por esas horas deberían estar rumbo a casa…

Mientras almorzaban en un ambiente que se cortaba con cuchillo, Juan tuvo una brillante idea: apostaría el resto del día y parte de la noche, utilizando la linterna para emitir destellos en dirección a las motonaves, con la frecuencia exacta conocida en todo el mundo como S.O.S.: tres largos y tres cortos, imitando los clásicos tres rayas – tres puntos del sistema Morse internacional. Si alguien los veía, radiaría de inmediato a la autoridad naval más cercana.

A esta altura de los acontecimientos y la petit odisea, no debemos olvidar que el crucero de fin de semana, para la familia de ambos granujas, había caducado el domingo a la noche, y por ese motivo la mujer de Juan, tan íntima como él, no vaciló en llamar, preocupada porque su marido no aparecía ni daba señales de vida… Realmente, me asaltaron malos augurios… Muchas décadas navegando el Estuario me enseñaron que nadie desaparece voluntariamente entre las islas, tarde o temprano el viento, corriente, remo o botador acercan a la costa, donde no faltan pobladores, pescadores. Igualmente, son frecuentes lanchas colectivas. Intuí que estaba ante un episodio grave, pues no sería el primero ni el último barco que desaparece sin dejar rastros. Naturalmente, guardé los comentarios nefastos con el clásico, no pasa nada, y de inmediato me aboqué a buscar ayuda. Afortunadamente, soy muy amigo del entonces Prefecto General de Prefectura Naval Argentina, compañero de caza y un tipo fuori serie. Lo llamé, y su reacción fue la esperada: en minutos, media Fuerza estaba movilizada cumpliendo con su deber.

Lanchas, gomones, destacamentos y hasta un helicóptero, fueron movilizados para rastrillar por aire y tierra, pero después de 24 horas todo resultó infructuoso, sin que por ello abandonaran su misión. Claro, estaban rastreando en el sitio equivocado…

Gracias a Dios y a la suerte que acompaña a los locos, varios tripulantes de distintas naves se alertaron, radiando un mensaje a la Jefatura Naval de Fray Bentos, que de inmediato envió a una patrulla. Con los datos aproximados de ubicación, inspeccionaron la costa hasta dar con los náufragos, que los recibieron como a un milagro del cielo… A los gritos, ya que no podían aproximarse por la marea baja, se interiorizaron del percance, y esperaron casi tres horas hasta que la alta permitió a la patrulla ingresar sin riesgos de varadura. Se acercaron por estribor, dos marineros abordaron, y luego de constatar que no había heridos, se abocaron a inspeccionar exhaustivamente en busca de contrabando o drogas. Nada de eso había, naturalmente, pero sí saltó una perdiz grande como un pollo: armas de guerra registradas en Argentina, pero ilegales en territorio extranjero, un agravante de la irregular entrada a la Banda Oriental. Después del inventario y traslado al patrullero, conectaron prolongadores de emergencia desde sus acumuladores, la máquina arrancó y comenzó otro crucero, menos placentero, con un custodio y escoltados hasta Fray Bentos, donde los detuvieron e iniciaron la correspondiente acta de infracción y/o delito.  

Tras las declaraciones pertinentes, y gracias a la amplitud de criterio de los vecinos, les permitieron comunicarse telefónicamente para tranquilizar a los familiares, que me transmitieron las buenas-malas nuevas. En simultáneo, nuestra Prefectura – también alertada – levantó el costoso operativo, que más tarde debieron solventar hasta el último centavo.

Tres días después, y luego que los uruguayos recibieran los giros bancarios, correspondientes a multas y gastos, fueron liberados condicionalmente, aunque las armas quedaron en caución hasta que resolviera su Justicia.

Para abreviar el complejo final de la historia, al amarrar en el muelle de Prefectura Tigre, los esperaba otro vía crucis: apenas pisaron tierra, directo a las oficinas navales, detenidos nuevamente.

Jugando de locales, conseguí un abogado conocido, que con pericia jurídica logró la libertad bajo fianza. Como única prebenda, conseguí que se informara a los deudos del día y hora de liberación, un par de hora después de ser efectiva, una manera de evitar el encuentro de Juan con su signora, que le saltaría al cuello en público… 

Por fin, después de juntar orines un buen rato en la puerta de la Dependencia, los vi aparecer cuando los largaron, como a los chorros… Las mujeres tomaron su camino en taxi, y los dos amantes, mustios como flores de cementerio, treparon a mi auto rumbo a la guardería, donde recogieron el suyo. Uno quedó en la vereda de su casa y yo, como me hizo prometer, escolté a Juan hasta su domicilio. Su mujer, que había jurado evitar un escándalo en mi presencia, abrió la puerta, me saludó con un beso, giró sobre sus talones y desapareció en el interior. Al mirarme, buscando apoyo, no pude contener una sonrisa cómplice, y me alejé sin mirar por la luneta…

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