La caza, como casi todo, se puede sentir de modos diferentes, se puede entender de maneras distintas, o se puede respetar de formas heterogéneas; pero al fin, si el sentimiento se entiende, si el entendimiento se siente y si el respeto, es; entonces, podemos asegurar que, frente a nosotros, tenemos a un cazador.
Cazar, señores, no consiste en comprar un rifle y una caja de balas para salir al campo a disparar. La confusión que reina en nuestra sociedad, no podía ser ajena al mundo que nos apasiona. El desuso, o el mal uso, de lo que se puede considerar cabal, de lo que puede significar la honestidad, de lo que conlleva el tener una fuerte convicción en determinados principios éticos; han hecho también carne, ¡como no!, en el universo de la caza.
Sufrimos, los cazadores, el intrusismo de muchos meapilas cuya única pretensión es la de dar gusto a su fétida vanidad. Padecemos, también, el acoso de una inmunda caterva de paranoicos descerebrados, se autodenominan “ecologistas”, que arrastran la malformación congénita de ser unos malparidos con el exclusivo afán de prestar sus manipuladas, huecas e interesadas existencias a denostar y calumniar, a difamar e insultar, a inventar, mentir e intentar masacrar todo lo que les “huela” a caza. Soportamos, así mismo, la traición de un innombrable ejército de soplagaitas; un enjambre de desalmados que han infestado, e infectado, nuestro mundo con la sola pretensión de aprehender sentires, de experimentar atávicas sensaciones, de vivir purezas, experiencias, todas, que les están prohibidas en sus diminutas, execrables y patéticas existencias; ¡pobres diablos!, ignoran que ni el último modelo de todo terreno, ni el más exclusivo de los rifles, ni el billete a Tanzania a 2.500,00 dólares americanos por día, les van a garantizar la pertenencia a un club; selecto, sí, pero humilde, sincero y cabal.
Y, créanme, tanto daño nos hacen los vanidosos, como los ecologistas de pancarta y pandereta, como los “tiradores” con corazón de metal y alma de estropajo. Lo cierto es que, entre todos ellos más los que “no saben o no contestan”, han llegado a constituir una auténtica plebe de miserables, que no tiene nada que envidiar a los ejércitos de orcos que pululaban por las áridas tierras de Mordor.
Dicen, los que de esto saben, que los pueblos tienen los gobernantes que se merecen. Si el sistema es democrático, los responsables finales de la incapacidad de los que se llaman políticos, son los que los han elegido: el pueblo. Si se trata de una dictadura, los que padecen los desmanes del cacique bananero de turno, son culpables de su situación, por la evidente falta de arrestos para levantarse en armas y cortar la infesta cabeza que los oprime. Si de una monarquía hablásemos, los pobres de espíritu que admiten someterse a los hijos de los nietos de los biznietos de los tataranietos de alguien que, algún lejano día, se supone que hizo algo por alguien que no fuese él mismo; son los fiadores de una pantomima que marca sus vidas.
Al igual, nosotros, los cazadores, somos los únicos responsables de la pujanza, la influencia y el poder que han alcanzado tantos “verdes” de tintorería o tantos mercachifles de la cacería. Nadie va a venir en nuestra ayuda si, previamente no somos capaces de demostrar a todo el que quiera escucharnos; y el que no, también, que estamos dispuestos a arriesgar mucho más de lo que lo hemos hecho hasta ahora, para reivindicar un mundo que sólo nos pertenece a nosotros.