Frecuentemente, jabalíes veteranos vapuleados por el dilema de hierro, matar o morir, guardan en su memoria ocurrencias tan odiosas como inolvidables: el estallido tronando como rayo; jaurías feroces; aquel impacto ardiente cual fuego; el lazo arrollado al pescuezo o las mandíbulas de acero dentado, aferradas a una pata. Esos sucesos extraños alterar para siempre su conducta, pues durante millones de años, la especie luchó para sobrevivir de acuerdo a las leyes naturales, alteradas recientemente – hablando en tiempos históricos – por las nuevas reglas de juego que impuso el animal que anda en dos patas. Sus viejas armas de ataque-defensa, que permitieron superar cataclismos, variaciones climáticas universales, hambrunas, predadores, pestes, guerras e imprevistos de la evolución, ya no son suficientes, y definitivamente trastocada la rutina prehistórica, ciertos especímenes han agudizado instintos hasta límites que rozan la inteligencia.
La reciente cacería es una muestra definitiva. Jugada al acecho nocturno, es un ejemplo de la transformación enunciada.
El coto funciona de manera sui géneris. Vinculado a varios de Europa, con los que intercambia deportistas ávidos de trofeos excepcionales, sus turnos de caza están reservados por varios años. Obviamente, tanta actividad dificulta la recepción de amigos cazadores, pero Juan, – así mencionaré al propietario, respetando su perfil bajo – siempre guarda un lugarcito para íntimos, que aceptamos con debida mesura.
Con su llamada, suponiendo otro de sus generosos envites, comencé a palpitar días felices. Charlamos largo rato, hasta que llegó la oferta, tan deseada como peculiar. Comenzó refiriendo las andanzas de un jabalí solitario que, desde meses atrás, mataba ovejas y crías, algunas aparentemente por diversión, abandonadas con heridas letales. Como por razones obvias, el coto veda la caza con jauría, solo restaba acecharlo, y para ello me convocaba.
La rutina del asesino serial – agregó – era desconcertante: no se avecinaba a los atalayas cebados ni tajamares. Por otra parte, las huellas digitales no eran comunes: trancos inusitadamente largos; pezuñas redondeadas, una de ellas notoriamente desviada; dedos separados por peso y vejez, y talla singular. Para ser breve, prometí que, antes de la siguiente luna llena, dispondría del tiempo que fuese necesario para campearlo y probar suerte.
Fue así que, en pleno febrero, con 40º a la sombra, apenas se aflojaron las restricciones de la pandemia, decidí viajar una semana antes de lo acostumbrado e imprescindible: luna llena. Tratándose de un navajero esquivo y arisco, sería necesario tiempo extra para reconocer los alrededores de las carneadas, seguir rastros, ubicar dormideros y descubrir donde bebía y revolcaba.
Después de casi un millar de kilómetros aburridos, enfrenté la elegante tranquera cuando el sol comenzaba a ocultarse, incendiando el horizonte. Ingresaba a un predio excepcional: 10.000 hectáreas para cultivo y engorde, rodeando estratégicamente 5.000 de cazadero, un escudo perfecto – o casi – contra furtivos.
Entre cálidos abrazos y apretones de manos, me recibió el anfitrión junto al director del Coto, invariable guía que mencionaré como Ernesto, y el mayordomo, con quienes iniciamos larga tertulia sobre ciervos, antílopes y compañía. Como el tema daba para largo, la cena fue propicia para continuar con las andanzas del astuto merodeador, que me llevó tan lejos.
Poco después, misericordiosos, me liberaron para el merecido sueño hasta entrada la mañana. En el comedor desierto – todos atareados – saludé a la mucama de siempre, cordial como siempre, con sus ricos pastelitos de siempre… En la galería me esperaba Ernesto, la camioneta y todo el entusiasmo para colaborar, según sus órdenes. Echaríamos la primera ojeada…
Con el vetusto y fiel Remington descansando sobre la porta armas, costeamos cuadros de soja, maíz y girasol con sus melgas rectas y paralelas; salvamos estrechos guarda ganados, y al fin el divisamos el monte alto del hunting ground. A la vera quedaron senderos conocidos, prolijos miradores de madera que supieron cobijarme, y charcos hollados por miles de huecos y hozadas. Con el motor regulando, a paso de hombre, cada uno de su lado escudriñaba la senda en busca del singular rastro, apeando ante la duda, admirando trazas de ciervos fenomenales, muflones veteranos y otras especies vedadas para el .300. Transcurrió la mañana, hasta que el calor agobiante aconsejó una pausa para almuerzo y siesta.
Al atardecer nos dirigimos hacia donde yacía la última víctima, anunciada un kilómetro antes por el olor nauseabundo. Apenas quedaban hilachas de carne reseca, manojos de lana enredados en el pastizal, y un pisadero de peludos, zorros y aves de rapiña, donde era imposible diferenciar nada. Si bien Ernesto ya lo había intentado, decidí comprobar la ruta de escape. Tomando como centro la osamenta, inicié un amplio círculo a su alrededor, hasta cruzar el paso del marrano. Como aseguraban, un casco trasero pisaba ladeado, posible consecuencia de un disparo que afectó el hueso de la pierna. Las pezuñas mochas, desgastadas por piedra y arena, los dedos atrofiados o pichicos, delataban un trofeo diferente. Si sus defensas no se averiaron escarbando o peleando…
Desistimos cuando el día agonizaba, y al siguiente, antes que el sol calentara, bordeamos nuevamente otros cultivos. Había decenas de túneles por donde se colaban antílopes, chanchos, vizcachas, y saltos de colorados que se quedan con el 20%, o más, de la cosecha… Sin embargo, ninguna coincidía. Sudados como corpiño de gorda, forzamos el paréntesis hasta el empeño vespertino, otra vez en tierra de tentadoras mieses, sin resultados.
Tes días de idas y vueltas, nos hicieron pensar que el depredador había cambiado de querencia.
Hasta que, con pocas esperanzas, una tarde que volvíamos a casa, Ernesto decidió esquivar la planicie, cortando camino a través del monte, siguiendo un sendero despejado que, más adelante, cerraba en tremendo fachinal intrincado como los coihuales sureños. Extrañamente, en tantos años correteando las 5.000, no conocía el paraje… ¡Y pensar que hay boludos que tildan de corral los cotos cerrados…! ¿No estaríamos errando el pálpito? Porque, si bien el prófugo podía suplir cereales por raíces, papa de monte o pasto llorón, necesitaba agua, deshidratado por esos terribles calorones, como dicen los cordobeses. A propósito, pregunté si conocía alguna vertiente natural, también llamada surgente o manantial, y la respuesta afirmativa me recordó al ¡Eureka! de Arquímedes: por ese rumbo, podría estar la madre del borrego… Ante la sorpresa de mi colega, y su evidente contrariedad por no haber evaluado el dato, confesé que no fue intuición, baquía, ni nada parecido. Simplemente recordé que, hace tiempo y a lo lejos, cierto rastreador puntano aseguraba que, los jabalíes tiroteados y/o acosados, evitan merodear áreas que recuerdan malos trances, excepto en épocas de hambruna o largas sequías, que no era el caso. Los ariscos cerriles – decía – emigran hacia las cercanías de los ríos – si los hay – o buscan chorrillos que manan por la presión de acuíferos subterráneos, a veces distantes. Esas vetas que aparecen hasta en los desiertos, son tan valiosas, que los romanos las consagraban a la diosa Minerva, protectora de la vida.
De inmediato recordó que, cerca del linde del campo, en medio de una mancha de selva protegida como reserva natural por Juan, conocía uno, si bien no sabía si aun manaba. El lote, casi impenetrable y vedado para todos, fue cercado con alambre de púas, que impiden la entrada de animales corpulentos, domésticos o salvajes.
El valioso informe, que podría abreviar inesperadamente la batida, nos levantó el ánimo.
Amaneció afortunadamente nublado, cedió el calor y aprovechamos para salir muy temprano. Sabiendo que no sería fácil internarse en el área, cuasi virgen, nos acompañaría un joven brasero, diestro con machete y hacha. Después de circunvalar casi todo el coto, apareció el carrascal, realmente impresionante. Con prudencia, Ernesto evitó acercarse demasiado a la maleza espinosa que excedía el cerco, amenazando neumáticos… Antes de adentrarnos, propuse recorrer el perímetro – a mi ritmo – con el propósito de leer detenidamente los pasadizos salvajes. Eran innumerables, pero ninguno de jabalí. Sin duda la cerca, construida de propósito con nueve hiladas filosas, extremadamente tensas, eran demasiado, aún para su coraza paquidérmica.
Siguiendo adelante, llegamos al límite con el vecino. Apoyado en un poste, miraba la fajina de la reserva invadiendo el contrafuego del vecino, que protegía una pradera que terminaba en el horizonte. Daba pena contemplar la costa del sembradío de soja cosechado por los colmilludos, amén de grandes manchones arados por las hozaduras.
Orillando al alambrado de la reserva, también blindado, preguntándome dónde carajo cruzaba, el hachero, que hacía punta, pegó el grito:
“… ¡acá esta, patrón… ¡“
Corrimos, bah, caminé, y por fin desculamos por donde atravesaba. Desafiando las agujas afiladas, había pujado hasta cavar una canaleta debajo del último hilo. No tenía dudas, porque estaba su firma: era el patituerto. Mechones de crines enredadas en el acero retorcido, apelmazadas con barro; rascaderos que marcaban su talla en los postes, y bosta con grano sin digerir, provocaron que Ernesto meneara la cabeza sonriendo:
“carajo, se me escapó la tortuga don Carlitos, ja ja ja…”
Todo se aclaraba y convergía para desentrañar sus nuevas costumbres: cenaba en el sorgo, o lo que hubiera, luego al charco escondido, y terminaba en el dormidero, seguramente cercano. Lo único que no me cerraba, era porqué los otros no lo seguían, probablemente no soportaban el rigor de las heridas. Más contentos que perro con dos colas, sin pisotear demasiado los alrededores, retornamos.
Me tomé un día de asueto, recopilé datos como ayuda memoria, y disfruté de la paz y la soledad. Por la noche, antes de dormir, me clavé un paracetamol forte: me dolían hasta las pestañas…
El próximo paso requería localizar la poza, analizar in situ el terreno, comprobar si estaba viva, y si era factible construir un nido aéreo, desde donde fuera visible.
Traqueteando atajos y senderos plagados de liebres y copetonas, llegamos cerca del santuario de Juan. Ernesto comenzó a luchar contra un lío de alambres oxidados que la amarraban al poste, y cuando estuvo abierta, el secretario inició la suya con el muro verde, inalterado vaya uno a saber desde cuántos años. Lo seguimos cautelosos, tratando de no perder un ojo en el intento… En definitiva, el barreal estaba más cerca de los previsto. Tomé las riendas y dispuse, cortésmente, detenernos. Acercarse demasiado nos arriesgaba a dejar olores que podrían echar al traste tantos esfuerzos. Rodeados de mugre vegetal, sobraban árboles centenarios altos y coposos. Elegí al que, por tanteo estaba a unos treinta metros, y pedí al joven que trepara para comprobar distancia y visibilidad. Demoró un minuto en encaramarse, – ¡qué envidia! – y desde lo alto, apenas echó una ojeada, hizo señas con el pulgar hacia arriba. Nos separaba unos 50 metros – aseguró -, era un pequeño lodazal de dos o tres metros cuadrados, no se veía de donde manaba el agua, pero estaba rodeado de innumerables huellas, camas, revolcaderos y piedra tosca. La visión era perfecta.
Había que aprovechar el golpe de suerte, y no frustrarlo con errores: si el bicho, astuto y desconfiado, recelaba, no volvería por un tiempo. Para no perder otro día, dispuse acercarnos al desarmadero de la estancia, lleno de desechos, donde comenzamos a revolver cachivaches. En primer lugar, aparté cuatro travesaños de madera y una tabla para asiento: dos para apoyarla, otro respaldo, y el último para los pies. Finalmente, de uno de los galpones tomamos prestada una escalera, para llegar a la primera horqueta, y un rollo de alambre de fardo, para fijar los palos.
Volvimos más rápido que los bomberos, encaramos el túnel, donde los tirantes se atoraban a cada paso, y terminamos apoyamos la escala contra el grueso tronco de nuestro atalaya. Cuando logré sentarme en la primera horqueta, apareció el cebo natural, tal cual lo había descripto. Siguiendo instrucciones, ya que nunca había construido un mirador, comenzó a podar ramas cuidadosamente seleccionadas, respetando horcones donde fijar los palos, dejando ganchos para colgar petates, tratando de modificar mínimamente el entorno. Con un buen sector despejado, encajamos los tirantes según sus funciones, ajustados sólidamente con alambre, y en menos de una hora disponía de un observatorio cómodo y con buen campo de tiro. Ernesto, desde abajo, aprobaba.
La luna asomaba demasiado temprano y flaca, y aunque tomé un franco para escribir memorias, debería intentarlo de cualquier manera: pronto llegarían los primeros cazadores luneros, y no podría seguir correteando a mi antojo, menos aún pasar frente o cerca de las casillas para espera.
De modo que anticipé el debut. Con luz insuficiente, compensada por el tiro corto que, optimista, esperaba, lo necesario en la mochila, Handy para emergencias, cuero de oveja y chofer de lujo, con el crepúsculo comprobaba la rigidez de los ocho escalones. Con el rifle terciado, un extremo de la soga atado al cinto, compadreando como un pendex, me senté en el mullido pellón de lana, icé con cuatro brazadas el morral que alcanzaba Ernesto, y nos despedimos sin más trámites, no sin un sincero augurio de ¡buena caza!… Poco después, silencio.
Con los bártulos colgados de los ganchos ex profeso, el caño firme en el apoyo acolchado, comenzó la velada: estaba cazando.
Las postreras horas de luz diurna, ayudaron para disfrutar del festival de siluetas furtivas que se avecinaban, desde cuises y vizcachas, hasta una pareja de chuñas que se posaron en una rama, una especie casi extinguida. Cuando desaparecieron los fulgores del sol en el ocaso, Selene, casi en el cenit, potenció su luminosidad, y las formas de los pequeños animales cobraron nitidez: un chancho sería pan comido…
Algunos pajarracos en vuelo rasante; un tractor ronroneando a lo lejos y algunos zorros conversando con voces metálicas amenizaban la soledad, excepto un caburé al que no quería mirar ni de reojo, porque trae mala suerte…
Varios cafés y emparedados contuvieron al sueño implacable. Con los ojos adaptados al claroscuro, podía ver en detalle las cabriolas y juegos de las bestezuelas, que acortaban las horas de la primera noche que, en esa oportunidad, se hizo breve: así como la Luna sale temprano, también es precoz para ocultarse, de modo que, un par de horas después de medianoche, encendí el Handy llamando al remisse… El azar no estuvo de mi lado, pero la cacería estaba en pañales.
Comenzó la operación descenso, complicada. Deslicé la mochila, luego el arma, y con ambas manos aferradas a la escalera, sujeté la pequeña linterna entre los labios, al pedo porque no podía alumbrar hacia abajo. San Uberto mediante, pisé el suelo sin romperme la crisma.
Llegó mi compañero – puteando por dentro, seguramente – y emprendimos el regreso sin gloria, contando cuitas que nadie como él conocía. Cruzando galpones, oficinas y matera a oscuras, llegué a la casona y me desmayé en la cama.
Era hora de almorzar cuando llamó a la puerta la mucama, anunciando que Juan me esperaba. Una ducha ligera, y minutos después me saludó sin lamentar el fracaso: estaba habituado a los de sus clientes.
La siesta, un rito casi religioso, se llevó al anfitrión, y aunque hacía apenas unas horas que había abandonado la cama, lo imité: un duermevela apacible, ayudaría a soportar la cercana trasnochada.
A las cinco, Félix golpeó suavemente, avisando que Juan esperaba con el mate. Enterado por medio de Ernesto del tema vertiente, escuchó atentamente – o así lo parecía – los entretelones del estreno, no sin destacar que fueron muy pocas las veces que me fui del campo zapatero: seguramente llegaría la suerte…
Próximos a la vieja tranquera herrumbrada, y para no meter más bulla que la inevitable, nos despedimos. El ponchito de los pobres se escondía cuando cargué el primer cartucho, sin seguro, y arrellené el esqueleto…
De tanto mirarlas, recordaba la posición exacta de cada piedra, cama o tosca. Comprobé que todo estaba en su sitio y me tranquilicé: el jetudo faltó a la cita, y tendría sed acumulada…
La luna a mi espalda continuaba inmutable su eterno viaje hacia el poniente, más brillante, invitando a redoblar la vigilancia. Las manecillas de reloj giraban demasiado rápido, anunciando que pronto desaparecería tras las copas de los árboles, al tiempo que me asaltaba la incertidumbre, ese inefable condimento del arte venatorio. Sin embargo, su belleza, apenas mordisqueada, parecía alentarme.
Repentinamente, entre tantos sonidos ignotos, me alertó el chasquido metálico de rama quebrada. Abracé suavemente la culata, descansé la mejilla sobre la carrillera, y por enésima vez dejé que la retícula paneara el barreal. Otro crujido, luego silencio. Adolorido por la prolongada posición, cuando me disponía a relajar el índice y enderezar la cabeza, un espectro negro como azabache ocupó el campo de mira. Se detuvo venteando a diestra y siniestra, dirigió sus ojillos miopes hacia arriba, bajó el hocico, husmeando, y se petrificó como una estatua. Apenas afloraba la ahusada jeta, pero dos pasos más, y expondría el pecho o el codillo en el ojo de la Leupold. Una eternidad entre dudas, y por fin, tentado por el lodo impregnado de olores propios, se decidió: un tranco, otro, y el hombro se estremeció con el culatazo. Recargué en un pestañeo, apunté nuevamente y lo observé. Yacía sobre uno de sus flancos agitando las patas, golpeó dos veces la cabezota contra el suelo, y se aquietó definitivamente. Aun así, no abandoné la posición: no sería la primera vez que un calentón de agujas afecta la apófisis de alguna vértebra, tumbando a la bestia por un breve lapso… Ansioso, con la ayuda de la soga bajé los bultos, y luego, deslizando la panza en el tronco, pataleé en el aire procurando alcanzar el primer peldaño. Con la calentura, los otros fueron pan comido… Guiado por el haz de la linterna, apartando ramas y matas con el caño, tropezando a cada paso, súbitamente el destello iluminó al enorme moro. Sentí en las tripas que estaba ante un abate excepcional por su tamaño, aunque faltaba lo más importantes: las navajas… Hincado a su lado, acaricié la pelambre con algunas cerdas blanqueadas por los años, pasé la mano a contrapelo por las crines, erectas en el último amago, advirtiendo que, desde la cruz hasta las ancas, el cuero estaba surcado por costras y cicatrices, recuerdos de sus pasadas debajo de las púas. Los colmillos intactos, encimados en las amoladoras, me apuraron a voltear la cabeza: los opuestos también lo estaban, aunque no pocas veces aparecen dañados o partidos, consecuencia de hozadas, peleas o caries. Al replegar los belfos, aparecieron en todo su esplendor dos largos puñales marfileños, encimados sobre los mostachos en forma de rulo. El disparo, por otra parte, impactó en el lugar exacto, y más tarde comprobaría, nuevamente, que la punta Sierra Game King, de 165 grains, es imbatible… Colorado, axis y el Jabalí de marras, en el último año signado por la puta pandemia, descartaban cualquier sospecha de casualidad…
Eran las dos de la mañana cuando Ernesto atendió la llamada. Me disculpé por interrumpir el sueño, pero cuando supo el resultado se despabiló: ya salía… Admirando sin hastiarme el abate obtenido en circunstancias tan extrañas, me sorprendió el ronroneo del motor que llegaba. Poco después, dos haces de luz se abanicaban entre sombras: Ernesto, ducho, traía ayuda.
Casi me ignoraron al pasar, afanosos como si fuera el primero que veían. Antes que los colmillos, Ernesto alzó una pata, justamente la lisiada, y entonces sí, me abrazó entusiasmado y llegaron las felicitaciones. Confieso que no se me ocurrió verificarlo. Me ametrallaron con preguntas, fotografiaron hasta agotar la batería, y terminamos eviscerando la pesada res antes de arrastrarla. Cinchando de la soga atravesada entre tendones y jarretes de las patas, encararon el arduo sendero hasta la tranquera, mientras los miraba contrito: juventud, divino tesoro, te fuiste para no volver, imaginó Darío… La vuelta se hizo corta…
Pasamos por la matera desierta, atracamos junto a la puerta de la carnicería, y allá quedó el forajido, colgado de la ganchera.
Apenas pude dormir. Me levanté temprano, a fin de aprovechar las mejores horas de sol para las fotos, y trasladamos al verraco hasta un espacio despejado. Los paisanos deseaban retratarse, y entre risotadas y poses rebuscadas, la sesión se hizo interminable.
Llegó el dueño de casa. En tantos años de amistad, nunca lo había visto eufórico ante un trofeo, posiblemente por haberse librado del predador hirsuto. Hasta dispuso celebrar con una ternera a las brasas.
Había transcurrido más de una semana rodeado de amigos, aprendiendo, ceñido cálidamente por la mágica naturaleza, y llegaba lo peor: regresar al ruido, humo e inseguridad, plagas compensadas por el cariño de la familia y amigos.
Partir es morir un poco, decía en su cuento inolvidable Jacques Sternberg, y así lo siento cada vez que abandono ciertos cazaderos. Dejar atrás confines infinitos, olores camperos, pinturas de la Pacha Mama y afectos que no se alteran a pesar del tiempo y la distancias, duele…
Nos despedimos entre bronca y alegría. El último abrazo fue para Juan, a quien susurré al oído:
“…esto no es gratis amigo, me debés un ciervo…”
Seguía carcajeando a través de la luneta, mientras me alejaba, pero vaya si cobré…