Mis largas travesías en busca de buenos trofeos me llevaron hasta lejanas provincias a través de caminos poco frecuentados, carentes de los servicios básicos de las ciudades. En aquella oportunidad, el destino fue Santiago del Estero, cuya capital homónima es conocida como Madre de Ciudades. Enclavada en el sur de la llanura chaqueña, que se extiende hasta el Pantanal brasileño, se caracteriza por su clima extremo, montes impenetrables y fauna tan variada como numerosa. En posas regiones del país admiré tanta belleza natural y prístina.
Trajinando sobre uno de sus polvorientos caminos secundarios, soportaba con paciencia las oleadas de aire abrasador que entraban por la ventana. Empapado en sudor, no quería pensar en la temperatura: en Santiago 41° a la sombra, en el infierno vaya uno a saber… Había dejado mi auto en la Capital, en casa de un amigo, y viajaba en su milenaria Ford F-100, – apenas se conocía el aire acondicionado – con la cabina más caliente que las bolas del diablo… Tratando de esquivar las emboscadas de los profundos guadales arenosos, con un ojo puesto en la huella y otro en la banquina, buscaba la tranquera escondida en el fachinal que remplazaba al alambrado.
Hacía horas que, sin pasar de 60 por los pozos y huellones, no pasaba ni me pasó un solo vehículo, ni asomo de ranchos o portales. Hasta los pájaros habían desaparecido, refugiados a la sombra del monte que parecía no acabar nunca.
De pronto, en una curva, apareció un viejo cartel desvencijado que rezaba Copetín al Paso. No pude evitar una sonrisa. Hacía años que la moda de llamar así a los cafés porteños había caído en desuso, pero – pensé – algún gracioso se había tomado el trabajo… Sin embargo, no era broma: poco más adelante, un pequeño galpón blanqueado en algún siglo, repetía en el frente la leyenda. El agua del bidón, hacía rato que estaba tibia, casi para el mate, de modo que, fuere lo que fuere, posiblemente hallaría algo fresco para apagar la sed. Hasta soñé con una cerveza debajo de los 20°. Frené al amparo de dos enormes jacarandás, unidos por un poste que servía de palenque, y entré al oscuro salón desierto. De inmediato, crucé una fuerte corriente de aire fresco. Pensé que el calor me jugaba una mala pasada, pero al mirar al costado, un ventilador giraba sus aspas con extraño repiqueteo. Los últimos vestigios de electricidad habían quedado atrás, a más de 200 kilómetros, pero allí estaba, y lo miraba como un boludo, encandilado… Agucé el oído, tratando de escuchar el motor de un grupo electrógeno, pero todo era silencio.
En ese momento, por una puerta detrás del mostrador forrado con una chapa de estaño, el barman… Saludé tratando de parecer simpático, hablamos del calor, obvio, pedí la cerveza y como al pasar, para no ofender, la pregunta del millón: ¿cómo funcionaba el artefacto? Sobrador, me contestó sonriendo:
“… Todos los viajantes preguntan lo mismo, anda a gas, don, ¿quiere ver?
Me acerqué al artefacto, y lo observé detenidamente. En el lugar del motor eléctrico, había un receptáculo con una turbina alimentada por un inyector que regula oxígeno y gas, cuya combustión se transforma en energía para hacer girar las paletas. Detrás de la pared, la garrafa. El paisano no tuvo reparos en confesar que lo había traído desde Paraguay, de contrabando…
Esta anécdota puede parecer trivial y poco novedosa, pues hoy se consiguen todo el país, sobre todo en zonas rurales, pero si el lector se traslada medio siglo atrás, comprenderá mi justificada sorpresa. A mi regreso a Buenos Aires, pregunté en varios comercios del ramo, y no faltó quién me mandó al carajo, cuando pregunté por un ventilador a gas…