El ciervo axis, chital o moteado, es originario de la península indostánica, si bien varias sub especies habitan Pakistán, Tailandia, Islas Calamianes e Islas Bawean, entre otros países asiáticos. Su presencia en nuestro país se debe a la iniciativa de don Aarón de Anchorena, aristócrata que, entre otros, poseía un campo de 11.000 hectáreas en Barra de San Juan, cerca de la desembocadura del río homónimo de nuestra vecina República del Uruguay. Anecdóticamente, debo mencionar que, parte de esas tierras, fueron donadas – a su muerte – al gobierno de la Nación hermana, con el fin específico de convertirse en Residencia de Descanso Presidencial. Este visionario, con el que los cazadores deportivos estamos en deuda, era compañero de aventuras de don Benjamín Muñiz Barreto, propietario a su vez de la estancia Juan Gerónimo, ubicada en Monte Veloz, provincia de Buenos Aires. Entre 1928 y 1930, la fecha está en discusión, Anchorena cede a su amigo una manada de ciervos axis de La Barra, que fueron trasladados – cruce del Plata y camión mediante – hasta las entonces lejanas tierras despobladas. El Establecimiento, que atesora bosques de talas y espinillos centenarios, resultó un hábitat similar a la Patria Charrúa, donde los astados se adaptaron y reprodujeron con gran suceso.
Pocos años después, otros estancieros cercanos a la élite agropecuaria, recibieron pequeños rebaños que asentaron en Tandilia, Balcarce y Entre Ríos, generalmente con fines deportivos u ornamentales. Sin embargo, la pasión de Anchorena por difundir fauna exótica, empoderando la rica y variada nativa, lo llevó a emprender desafíos inimaginables. Después de haber afrontado un viaje épico de varias semanas en carro – treinta y dos años antes que se tendieran los rieles del ferrocarril – con el solo objeto de conocer la Isla Victoria, reina del Nahuel Huapí, regresa a la Capital e inicia los trámites para adquirir los 31 kilómetros cuadrados de territorio cuasi virgen. A pesar de su peso político y empresarial, no logra su propósito, aunque sí el usufructo de por vida, que le permitió construir casas, paseos, senderos, muelles, viveros y, afortunadamente para nuestra grey, introducir innumerables aves, entre ellas faisanes, fauna menor, ciervo colorado, dama, axis y, asombrosamente, osos. Los motivos de la desaparición de los plantígrados son inciertos, pero en cambio, sabemos que los pintados no soportaron el clima patagónico. Tiempo después, acosado por sectores que se oponían al privilegio concedido, don Aarón decide renunciar al usufructo, cediendo sus derechos al Estado. Los axis sureños no prosperaron, pero sirva la mención de algunos de sus logros, como homenaje al esfuerzo de quien, sin medir gastos ni esfuerzos, nos legó buena parte de la actual riqueza cinegética.
LA CACERIA
San Pedro es uno de los cotos de caza emblemáticos argentinos, al que me he referido en cada oportunidad que disfruté sus bondades, gracias a la generosidad de mi dilecto amigo, el Arq. Fermín Srur, experimentado pionero que logró, introduciendo reproductores de los mejores criaderos del mundo, rescatar a nuestro ciervo colorado, axis, dama y otras especies, de la debacle genética, y/o la extinción.
Cuando comenzaba el último verano, sufriendo como todo el mundo la maldita pandemia y encierro, recibí una invitación del experto genetista para una cazada, tal vez como un regalo navideño anticipado. Sabía que los ciervos se hallaban descornados y en plena muda, pero las serranías Sampedrinas atesoran otras presas valiosas entre valles, quebradas y cañadones, como el axis y sus largas cuernas con forma de lira; antílopes de lomo negro y cuernos espiralados; muflones y jabalíes, que han proliferado en forma alarmante. Sabía también que mis 94 primaveras, son una pesada mochila que no da ventajas, pero, aun así, tenía mi «as» en la manga: los poderosos cuatriciclos todoterreno, increíbles titanes de tracción múltiple, capaces de encumbrarme en las mesetas de altura, donde la marcha a pie es tolerable. Esas veranadas, están rodeadas por roquedales perfectos para atalayar a gran distancia; intentar recechos asequibles, y esperar en las pasadas que frecuentan las reses. Un buen ejemplar de cualquiera de ellos sería bienvenido, pero in pectore, rogaba a los dioses paganos que me enfrentaran al ciervo más bello de cuantos inmigraron: el hindú de librea alazana con motas blancas, banda amarronada a lo largo del dorso, albo el vientre e interior de las patas, y un escudo nevado en el pecho. Un concierto de colores inigualable. Estos ungulados con extremidades notablemente largas, tienen hábitos gregarios, viven en grupos familiares machos, hembras y cervatillos, y en época de celo los sementales se apartan del rebaño para formar su harem, acorralando doncellas que fecundan luego de una penetración breve y violenta. Ya que la época de reproducción y brama, invariable para casi todos los cérvidos, no rige para ellos, esperaba sorprender alguno con la cornamenta libre de la felpa o retobo que la cubre durante el crecimiento.
Lamentablemente, por razones personales, Fermín debió viajar apenas arribé, de modo que, inesperadamente, quedé como único morador del suntuoso loft donde se alojan los visitantes. Además, estrenaría nuevo guía, Juan, experto rastreador y mejor ojeador, con el trabé inmediata buena onda.
Con calor agobiante y luego del opíparo desayuno, nos reunimos en el galpón-garaje, donde cargamos los portaequipajes con mochilas, agua en abundancia, arma, tentempié para el mediodía, un largo palo a modo de cayado, la capa de agua y una tonelada de ilusiones. Pluralizo, porque disponíamos de dos vehículos gemelos: si cazaba, necesitaríamos carguero… Los primeros kilómetros fueron un paseo por el llano que rodea casas, galpones y corrales, admirando el perfil brumoso de las cumbres, anunciando mal tiempo. Y así fue, al llegar a las primeras estribaciones pobladas de rocas, debimos encasquetarnos los ponchos impermeables ante la primera llovizna, que nos acompañó casi todo el día. Sorteando piedras escondidas entre pajonales, que me hubiera llevado puestas de no seguir de cerca sus ruedas, Juan comenzó un zigzagueo entre obstáculos que nos llevó, en poco rato, hasta donde parecía imposible seguir adelante. Pero el baquiano no era novato: entre otras tareas, tenía a su cargo la vigilancia del coto, que le imponía muchas horas diarias al manubrio, traqueteando rispideces donde se guarecen los pocos furtivos que se atreven a las consecuencias. Era, de hecho, un avezado off road criollo. Sorteando peñas resbaladizas y zanjones fachinosos, abordamos por fin una explanada verde como esmeralda, que unía dos lomas empinadas. Con el agua colándose por el cuello, y las piernas empapadas, ya que los faldones de la capa se arremangaban de continuo por el viento, abandonamos los vehículos, empuñé el largo báculo – parecía un apóstol camuflado – y comenzó una lenta caminata hasta un mirador cercano, que dominaba un amplio panorama. Como el capote provocaba tropezones, me lo quité y con él envolví el rifle, después de todo, una mojadura más no haría diferencia y me ahorraría algún porrazo…
Unos 300 metros delante, una losa plana se estiraba como un balcón, como hecha a medida para escudriñar el altiplano. Echado sobre el húmedo musgo que la cubría, empuñé el Zeiss y metí mis ojos en mil oquedades, recorrí la costa de un arroyo semicubierto de vegetación, y exploré cada mata donde pudieran ocultarse. Nada. Cuando ya nos disponíamos a mudarnos, a unos 800 metros descubrí una manada de antílopes, mimetizada sobre la cuesta, que se desplazaba lentamente hacia lo alto. Lideraba un macho de astas largas, muy separadas y lomo negro como cagada de oveja… Ya en el filo, recortado en el azul del cielo, se volvió hacia nosotros por un momento, y despareció en el abismo: nos habían venteado. Juan registró la dirección hacia donde se dirigían, tal vez para otro intento. A paso cansino, intentamos desde otras atalayas sin resultados, y decidiendo retomar las cuatro ruedas. Desandando camino, y como si supieran que estaban a salvo, nos cruzamos muy cerca con dos colorados y sus astas en distintos grados de crecimiento. Aprovechamos el espectáculo para descansar y clavarnos los emparedados… Cambiando impresiones y nuevas estrategias, el guía sugirió que lo esperara, mientras él recorría los alrededores. Estaba cuidando el combustible del veterano… El vistazo resultó más largo que lo esperado. Casi dos horas más tarde apareció sonriente, con buenas nuevas: el grupo de cornilargos retorcidos, pastaba muy cerca de la base del cerro que habían tramontado. Podríamos rodear el macizo y, prácticamente faldeando llegaríamos cerca. Caminando tan lentamente que nos superaban las hormigas, y con más detenciones que el subte, otro regalo de Natura: ciervos colorados con las varas mojadas, cubiertas de felpa, que rielaban como diamantes. Pude fotografiarlos, aunque desde mucha distancia. Si bien apenas medían pocos centímetros de largo, se las veía vigorosas y fuertes. Pensé que, en tres meses, cuando culminara el crecimiento y llegara el celo y los bramidos, si Dios y Fermín lo permitían posiblemente volveríamos a cruzarnos. La garúa arreciaba por momentos, los cristales se mojaban y me inquietaba su opacidad en el momento culminante. Cien metros adelante, el cerro se curvaba en un pronunciado recodo, me adelanté para espiar al otro lado, y lo que se mostró me produjo el consabido flujo de adrenalina: a menos de 120 metros, dos machos, uno bayo y el otro oscuro, rodeaban a 10 o doce hembras. Sequé los cristales de los Zeiss 8X, para evaluarlos, y al acercarlos la decepción: el mejor – más de 55 y menos de 60 centímetros – formaba una V aguda, con los extremos demasiado juntos, una tara cuyo origen desconozco. Nos divertimos un rato admirando el hermoso cuadro natural, hasta que el baquiano partió para acercar la moto.
Recostado en uno de los sillones del loft, en medio del silencio apenas quebrado por el retintín de la garúa, comencé el control de daños, según se estila en el ambiente náutico, después de la tormenta o el combate. Insólitamente, todo parecía estar en orden, salvando erratas… Me acosté tratando de alejar el sueño: quería evocar cada minuto de la cazada, y hallar respuestas a ciertos interrogantes: ¿Qué impulsos atávicos llevan a encarar esfuerzos disonantes con mi edad, después de seis décadas monteando? ¿Será el viejo afán de superación, colocando cada vez la vara más alta? En mi caso muchas cosas pueden ser, menos la posesión de nuevos trofeos, que desde hace años prefiero ceder a mis amigos jóvenes como recuerdo, alejándolos así del final incierto que espera, más temprano que tarde…
Amaneció, y sin tiempo para secar la ropa, mudé el disfraz de cazador por otro sin camuflaje, – al pedo porque los animales que asediamos no distinguen los colores – y con el cielo nuevamente cubierto, al rato seguía las luces rojas de Juan, tratando de no apartarme de sus ruedas, que resbalaban peligrosamente entre banquinazos y frenadas. El sol, oculto por la cerrazón, nos acompañó hasta las primeras estribaciones y comenzó la trepada. Era de terror, y hubiera preferido mil veces caminar, porque a cada metro acechaba la amenaza del patinazo. Con fortuna, llegamos hasta una nueva sabana estirada entre dos repechos, con suaves ondulaciones, donde se apreciaba claramente el sendero de las reses que seguimos a paso lento.
Cada ligero accidente del terreno era un mojón para detenerse e inspeccionar con el lente cercanías y lejanías, hasta que el corazón dio un brinco al descubrir una piara de jabalíes, integrada por más de 35 animales. Eran casi todas hembras y jabatos, hozando a unos 50metros de filo, entre las que sobresalía la talla de un jetudo corpulento y prometedor. Juan estudió cuidadosamente el terreno, y me preguntó como andaban los remos para una breve pateada. Asentí con la cabeza y partimos con mi .300 en su hombro. Hacía más de 20 años que no cedía el rifle, desde que anduvo sobre el hombro de un porteador africano, según la costumbre. Debo decir que la baquía de mi compañero fue sorprendente. Hubo largos zigzags a derecha e izquierda, costeamos un barranco que atajaba el paso, los perdimos de vista largo rato y seguimos el perfil de la montaña hasta una esquina pronunciada. Siguiendo el perfil de la montaña, suave escalada mediante, a pocos metros los sorprendimos: seguían comiendo, pero se habían traslado y la distancia era igualmente excesiva: solo logramos conseguir viento favorable. Sin más alternativa, pues el pedrero no permitía continuar sin riesgo de que nos vieran, preparé una cama para el caño, e inicié una cuidadosa puntería. Cuando sentí que la retícula estaba razonablemente firme sobre el pelo negro del codillo, subí el tiro unos centímetros, y gatillé suavemente. El viejo semental acusó el impacto, trastabilló retrocediendo unos trancos, pero inmediatamente tomó carrera detrás de la tropa alarmada. Recargué, volví a ponerlo en foco y disparé esperanzado en un lucky shoot, pero a 250 metros, corriendo, si acertaba era de casualidad. Con la seguridad de que estaba herido, mi compañero partió a los saltos, como un gato, hacia el lugar de la arrancada. Cuando llegó, alzó los brazos asintiendo, siguió el rastro y continuó hasta que su silueta se recortó en el alto, paneando el contrafuerte. Luego regresó con buenas y malas nuevas. Las buenas que halló sangre, oscura y espumosa – pulmones -, y la mala que, a pesar que la ladera opuesta estaba despejada, no se veía ningún cuerpo.
Nuevamente acercó su moto, y nos dirigimos hacia donde la piara bajó y ganó el llano. Sobre la rastrillada de los moros sobre un rastrojo, fue fácil seguirlos hasta la primera alambrada, que cruzaron rumbo a la estancia vecina. Pasamos una tranquera cercana, retomamos sus pisadas, y en la cerca lindera descubrimos el último paso, con claras señales rojas y pelambre adherida. Solo restaba pedir permiso al vecino para campearlo, pero se habían guarecido en un espeso maizal, del que no saldrían sin ayuda de perros. Todo tan complicado y molesto, que desistí, dándolo por perdido.
La jornada continuó recorriendo el perímetro de las serranías sin muchas dificultades, hasta que un cañadón apenas con una de sus márgenes despejada, nos invitó a subir hasta donde se pudiera. Cerca, se notaba claramente el contorno de un farallón con extrañas formas ahusadas. Eran largas formaciones volcánicas de color negro brillante, rematadas con agudas crestas dentadas que evocaban el dorso de los dinosaurios. Como estaba desierto, dejamos las motos y cruzamos en silencio para otear desde la cumbre opuesta, también erizada de filosas navajas. Tal vez algún trozo pudo ser el primer cuchillo del cavernario… Como era imposible apoyarse en semejante alfiletero, nos trasladamos hasta una revuelta de la loma, y apenas levanté el lente ¡eureka! A 800 o 1000 metros, donde terminaba la hondonada, una manada de axis se apretujaba, listas para pasar al otro lado del cerro. Los 8X me acercaron unas diez hembras y dos machos ramoneando al reparo del viento. Uno de estos últimos era esbelto, con el cogote delgado de joven, pero el otro sencillamente espectacular, por lo menos a la distancia.
Sin chances de cruzar la depresión sin que nos vieran, la única alternativa era circunvalar el cerro y sorprenderlos desde atrás de la cima, pero el rececho demandaba una pateada sobre terreno abrupto, posibles cañadones, arroyos o pajonales no aptos para veteranos… Renegando por las razones de siempre, pensando que sería mejor que me hubiera quedado en casa tejiendo crochet en lugar de boludear por esos andurriales, Juan, que veía que estaba caliente como negra en baile, sonrió con picardía y dijo:
“…tranqui don Carlitos, si tiene paciencia y espera, yo pego la vuelta y se los echo para este lado. Si se desvían, va a tener tiempo para correrse hasta donde prefiera… “
Como no se me ocurría nada mejor, y la estrategia era buena, dejé que emprendiera la batida. Busqué donde echarme sin convertirme en faquir, y pasé más de una hora estudiando el comportamiento de los bichos, hasta predecir cuando iban a mear…
Súbitamente, como en el polígono de tiro, la silueta de Juan se mostró agitando los brazos, y, aunque no lo oía, seguramente gritando. Los ciervos miraron hacia arriba un segundo, y salieron como los bomberos, casi en mi dirección. Apenas corrieron 300 o 400 metros, torcieron a mi izquierda, luego caprichosamente a la derecha, encarando el cordón de piquetes agudos que las primeras hembras saltaron perdiéndose de vista. El resto de la tropa se arracimó dudando, mirando hacia donde bajaba Juan, caracoleando indecisa. Lo último que deseaba era un tiro al montón, con destino incierto, de modo que yo también anduve dubitativo. Pero por una vez la suerte – esa veleidosa impostora – me sonrió. El gran semental se apartó un par de metros, su figura moteada se detuvo en la cruz de la mira, y el impacto lo derribó como alcanzado por un rayo. Mientras volvía a apuntar, después de la recarga, intentó levantarse sin éxito.
De proto, cayeron 20 años de la mochila. No sabré nunca cómo, cubrí los 80 metros que nos separaban de uno de mis mejores logros, dadas las circunstancias… Acaricié las fuertes varas cubiertas de líquenes, apretujados en el gordo perlado, y las increíblemente largas luchadoras, rematadas en agudos pitones.
Juan llegó más muerto que vivo por el esfuerzo, estimulado por la certeza del sonido del impacto, y lo recibí con un abrazo, pues sin su ayuda nunca lo hubiera logrado. Relajados, nos sentamos en una roca para seguir admirando la cornamenta, oír el relato de su acercamiento, y los detalles del remate colmado de incertidumbre. Luego de la sesión fotográfica, Juan acercó el carguero, no tan cerca como deseaba, pues debió arrastrar entre rocas al pesado cuerpo más de cien metros – mentiría si digo que lo ayudé – para cargarlo sobre el portaequipaje. El camino hacia la estancia, requirió mil rodeos, vueltas y revueltas para descender con más de cien kilos de carga mórbida, que se bamboleaba amenazando volcar el vehículo. Hubo que tensar las cuerdas un par de veces, pero al fin nos detuvimos a las puertas de la carnicería, donde quedó colgando en la ganchera, listo para el desposte.
Mucho más breve que lo deseado, había concluido otra cazada y van… Siguiendo una cábala, afortunadamente prolongada, antes de partir juré a mi amigo-hijo, por enésima vez, que era mi última cacería, confiando en que el Señor sonría y me perdone, pues mirando a través de la luneta el polvo que opacaba las bellas serranías, ya barruntaba acerca de la próxima, en tierras de la estancia La Corona, acechando antílopes ariscos. Volvería luego de 17 años, cuando Manuel de Anchorena falleciera. Debieron pasar tantos para decidirme a retornar a una de las cunas del lomo negro asiático, temiendo enfrentar los recuerdos del querido amigo, y aquellas interminables cabalgatas estribo a estribo por huellas que pisó su antepasado, don Juan Manuel de Rosas. Pero esa será otra historia.
