En cada vez más ocasiones, así es como hacen que me sienta; y, con total seguridad, no estoy solo en esto.
Las contradicciones, profundas, de nuestra sociedad son abundantes. La hipocresía que nos devora, engrosa –por momentos- su insaciable apetito; a la par que incrementa, sin mesura, el grado de agresividad con la que usa, y gusta, desenvolverse. El mundo de la caza, por desgracia, no iba a ser una honrosa excepción que confirmase la regla. Muy al contrario: el halo de “criminalidad” con el que, fantoches analfabetos e indocumentados que pretenden adueñarse de la exclusividad del derecho a dictar las normas de nuestro convivir, nos pretenden aislar en el gueto que sólo el racismo, la intolerancia y el fanatismo saben construir, está contaminando de modo efectivo, real y preocupante, gran parte de los ámbitos que caracterizan nuestro modo de vida.
Como muestra, un botón; hoy, voy a escoger uno de los muchísimos con los que cuenta nuestro costurero: aviones y aeropuertos.
Ni que decir tiene que cualquier hijo de vecino, no putativo, comprende, apoya e incluso aplaude, el hecho que las autoridades hagan todo lo que en su mano esté para aumentar la seguridad de todos; en consecuencia, también para detectar, aislar y detener a toda esa abominable parva de mal nacidos que destrozan vidas, queman ilusiones y aniquilan esperanzas en aras de cualquier supuesto ideal que ustedes imaginarse puedan y que jamás podrá, ni siquiera, hacer el intento de justificar el más mínimo episodio de violencia indiscriminada: hablo, claro, de los engendros del terror.
Una vez aclarado lo, ya de por sí, obvio, no quiero dejar pasar un día más sin clamar con fuerza en contra de todos los enanos mentales que por el bosque de la incongruencia pululan; de todos los gusanos burocráticos que infestan despachos, pasillos y controles; de todos los depredadores de la lógica y el buen pensar, de toda esa fauna maldita -que debiera estar en peligro de extinción, pero no lo está- que, entre otros absurdos de lo razonable, están logrando convertir el hecho de viajar en avión, para todo aquel que porte legalmente un arma, en la peor de las pesadillas que el maestro Tarantino pudiese imaginar.
Como casi siempre, los mamarrachos especializados en hacer la puñeta al prójimo, sin más razón que la de los imbéciles: “porque sí”, suelen condicionar en mucho mayor grado las circunstancias de otros muchos ajenos a ellos que –como debiera suceder, pero no ocurre- la docta actitud de tantas personas de buen saber y mejor ser. ¡Bueno, ya sabemos que esto forma parte del “regalito” que les hicieron a Adán y Eva allá en el Edén, por lo tanto: ajo y agua; rioja mejor, si es posible!
Digo yo que no hay mejor indicio de honestidad y decencia que el que denota la actitud del que nada oculta. Nosotros, los cazadores -¡que poquitos van quedando…¡Dios!, que poquitos!- hemos de utilizar un arma por la que, además de pagar su precio, habremos solicitado, abonado y conseguido, una licencia general y una guía particular de cada una de ellas. A más, como lo que queremos es cazar, pagamos, acá en España, diecisiete diferentes licencias de caza, las necesarias para poder practicar nuestro deporte en todas las tierras, ahora “Comunidades” de nuestra patria. Por supuesto, y también además, ingresamos por tasas, facturaciones, excesos de peso, y un largo etcétera. Viajamos con nuestra identificación oficial y la del arma que nos acompaña; mostramos nuestro número de identidad y, de nuevo, la del arma que nos acompaña; maleta especial para el arma y maleta especial para la munición… así podría continuar un buen trecho, pero no creo que haga falta, porque a lo que voy es a esto: no somos nosotros, los cazadores, los sospechosos de nada; cualquier paso o movimiento que realizamos queda plasmado, recogido y escaneado en mil y un papeles, por lo que muy difícilmente nadie que viaje con estos condicionantes tiene en su mente la idea de hacer algo en contra de la Ley. Más bien miren a los que trabajan para deshacer vidas, utilizan otras formas, que en nada se parecen a las nuestras, para planear sus miserias.
La conclusión es que los delincuentes armados campan casi a sus anchas, a causa de muchas leyes mal pensadas y de demasiadas penitencias sin cumplir. Los que usamos las armas para practicar una actividad noble, por natural, incomparable y, que conste: muy legal, somos, sin embargo, castigados sin motivo, juzgados sin causa, y condenados sin delito.