Un año después de nuestro primer safari con Héctor Boero, empezamos a organizar un shikar a la India. Nos tomó meses hacer todos los trámites necesarios, visas, permisos de las armas, reserva de la cacería, de hoteles, ya que antes de llegar a nuestro destino final queríamos pasar unos días en Egipto y Kenia; en fin, todas esas cosas que, si bien nos pueden parecer molestas, forman parte importante de una cacería y nos permiten disfrutar con anticipación.
Nuestros objetivos eran varios, por supuesto; pero el número uno, el principal, era conseguir uno de los felinos más grandes del mundo: el Tigre de Bengala, un animal mítico que me había hecho soñar durante años, soñar leyendo a Rudyard Kipling cuando niño y al increíble Jim Corbett, el famoso cazador de fieras cebadas, ya de adulto. De la mano de este maravilloso hindú de origen irlandés aprendí infinidad de cosas sobre dos de los tres grandes felinos de la India.
Después de nuestro periplo como turistas en África, llegamos a Bombay procedentes de Teherán. Dentro de la terrible confusión que era el aeropuerto, de alguna manera y con mucha suerte nos encontramos con nuestro outfitter, Masood, un ex Maharajá que luego de la independencia de su país había tenido que resignar un título y parte de sus posesiones. Nuestro equipaje llegó sin problemas, no así nuestras armas. Alitalia, para mantenerse dentro de la normalidad, se las había arreglado para extraviarlas y sólo el Señor sabía dónde habían ido a parar. Después de renegar un rato, resignados, optamos por irnos al hotel y volver a buscarlas al día siguiente. La tarde la aprovechamos para conocer un poco Bombay, una de las grandes ciudades de la India. La primera impresión yo diría que fue pobre, mucha suciedad, un tránsito horroroso, miseria por todos lados, confusión, demasiados contrastes entre riqueza y pobreza, ya veríamos los días siguientes…
Muy temprano a la otra mañana ya estábamos en el aeropuerto importunando a cuanto personal de la línea aérea encontramos; todo inútil, los rifles brillaron por su ausencia.
Lo mismo sucedió los siguientes dos días, alternando turismo con idas al aeropuerto totalmente infructuosas. Masood tuvo que irse a solucionar problemas al campamento, nosotros tomamos la decisión de aguardar un día más y después irnos también, con o sin rifles. Esa jornada extra tampoco sirvió para nada, ¡no llegaron!
Inmediatamente sacamos dos pasajes para Nagpur, la capital del estado de Madya Pradesh, donde transcurriría la cacería. Y mandamos aviso a Masood para que nos esperara en el aeropuerto, salimos a las siete de la tarde y a las ocho y media estábamos aterrizando. Nadie nos aguardaba, esperamos más de una hora en vano hasta que nos resignamos a considerar seriamente que estábamos en un país muy extraño, en el aeropuerto de una ciudad que no conocíamos y tendríamos que llegar a un campamento que estaba en algún lugar de la jungla, pero de cuya ubicación no teníamos ni la más pálida idea. Como no teníamos muchas soluciones, y supongo que tampoco imaginación para encontrarlas, optamos por hablar con un taxista y explicarle nuestra triste situación. Nos tocó en suerte un hombre bastante mayor y amable, él tenía una idea más o menos aproximada de un bungalow forestal donde pensaba que quizás estaría nuestro equipo. Con pocas opciones a la vista, aceptamos ir con él, su vehículo era casi un obsoleto Chevrolet 39 en el estado normal de esos coches en la India, es decir, ¡patético!
Después de casi dos horas de viajar por caminos entre la selva, llegamos a un bungalow. No había nadie a la vista, lo que nos hizo sospechar que no estábamos en el lugar correcto; no obstante, con un par de sonoros bocinazos despertamos al baboo que medio dormido y con mucha solicitud empezó a bajar nuestros equipajes para volver a cargarlos cuando supo que lo que buscábamos era un campamento de cazadores. Muy atentamente nos indicó el camino para ir hacia otro lugar donde él tenía casi la certeza que encontraríamos a nuestra gente. Gracias al cielo así fue y después de media hora por fin llegamos. Era más de la media noche, no nos habían ido a esperar porque no les había llegado nuestro aviso, pero ya era anecdótico todo el tema, ¡estábamos donde debíamos estar!
La mañana siguiente fue bellísima. Cuando me desperté, no muy temprano que digamos, el sol ya había salido hacía unos minutos, alumbrando con alegría ese pedacito de jungla enclavada en los Gaths occidentales. Antes de desayunar salí para ver, algo así como una hectárea de claro en medio de la foresta. Era marzo y ya muy avanzada la estación seca, toda la poca hierba que quedaba estaba agostada; los árboles, teca mayormente, lucían casi desnudos de hojas y las poquitas que aún tenían eran de un marrón subido; lo único verde que quedaba era un magnífico banyan, la higuera sagrada de la India, y algunos peepules. El patio era de tierra casi roja y el bungalow muy típico, de los que construyeron los ingleses a principios de siglo para alojar a los funcionarios que, cumpliendo con sus labores, debían trasladarse de un lado a otro en ese gran país. Era muy amplio, cuatro habitaciones muy espaciosas y altísimas que servían de dormitorios, a eso se le agregaba un gran comedor, dos baños y una cocina de proporciones acordes. Todo rodeado de una veranda o galería que ayudaba a atenuar en algo, el castigo de un sol implacable.
El desayuno fue una cosa terrible, guiso de cordero que picaba como el mismísimo diablo, acompañado de una pila de chapatties, especie de tortillas muy finas, muy parecidas a las mexicanas, que reemplazaban al pan en las comidas. Para mí y para mi sufrido estómago, algo incomible; me limité a un par de tales tortillas y café con leche. La mañana sirvió solamente para probar el rifle que me habían prestado, un Winchester 375 con una mira telescópica cuya marca ya ni recuerdo, pero que era apenas medio pelo. El arma estaba bien, el problema eran las balas, casi prehistóricas, posiblemente databan de antes de la segunda guerra. Cuando se presionaba el disparador se escuchaba el clásico “clic” y había que esperar unas fracciones de segundos con el rifle apuntando para que la pólvora hiciera ignición. Por lo demás, tiraba muy bien, es decir que con tales artes debía tratar de cazar algunos de los animales más peligrosos de la tierra; pero eso era lo que había, o eso o un palo, la elección no era muy difícil.
Por la tarde dimos unas vueltas chequeando cebos que se habían puesto con anterioridad, ninguno había sido tocado y ni siquiera tuvimos la satisfacción de ver una sola huella de tigre, nuestro trofeo número uno.
Después de una larga charla con Masood y dos de sus cazadores profesionales, nos quedó muy claro que la cacería sería mayormente de noche, ya fuera esperando en apostaderos altos o recorriendo los caminos con un reflector; ninguna me gustaba. Existían otras dos alternativas: la primera mediante el uso de elefantes especialmente entrenados, con los que no contábamos y la segunda haciendo batidas, pero esto dependería de si en algún momento encontrábamos el posible escondite de algún tigre en un lugar que se prestara para ello. En la mañana del segundo día, uno de los hindúes encargado de recorrer las carnadas, volvió con la gran noticia de que uno de los bisee (búfalo doméstico) que habían puesto, había caído bajo las garras de “sheer”. Así que enseguida Masood ordenó a su personal que fuera a construir un machán, plataforma de troncos arriba de un árbol. Yo también los acompañé para observar toda la operación; el apostadero se hizo arriba de un banyan que se alzaba a unos veinticinco pasos del búfalo muerto. Generalmente se lo instala a unos cuatro o cinco metros sobre el nivel del suelo, ése especialmente se construyó a poco más de dos metros; por la forma del árbol no se pudo colocar a más altura, había otro, pero más alejado así que luego de algunas deliberaciones, decidimos elegir el más bajo, decisión de la que nos arrepentiríamos horas mas tarde.
La construcción perfecta de un machán es todo un arte, una vez hecha la plataforma se le rodea de hojas, dejando solamente un orificio en dirección al cebo para poder sacar el rifle y disparar. Las hojas deben ser por supuesto iguales a las del árbol sobre el que se lo instala, pero deben sacarse de otro, para no modificar la forma de la planta en la que se arma el machán. Se debe tener especial cuidado en colocar las hojas en la forma más natural posible, como si pertenecieran a ramas normales con la parte de abajo, vueltas naturalmente hacia la misma dirección. Para tener éxito, el camuflaje debe ser perfecto.
El tigre es un animal sumamente suspicaz, antes de acercarse a su pieza puede estar largo tiempo en los alrededores, observando y escuchando todo; su olfato es relativamente pobre pero su oído y su vista, son extraordinarios. Además, generaciones de persecución le enseñaron muchísimas cosas.
Cuando nos apostamos a la tarde eran las cinco y el calor casi insoportable, rondaba los cuarenta y cinco grados y era además muy seco. La jungla parecía una enorme alfombra color cobre, color de hojas secas, quemadas por un sol implacable.
La mayoría de los arboles alzaban sus ramas desnudas hacia el cielo como si pidieran a Dios un poco de agua, sólo algunos permanecían con sus hojas verdes; mangos y banyans daban el único toque de color que ayudaba a descansar la vista.
Los aldeanos nos habían hablado de la presencia de “sheer”, sus rastros se veían con frecuencia. Utilizaba un nullah para desplazarse de un lado a otro en busca de su diario sustento; los tigres, como todos los felinos, gustan en lo posible de caminar por lugares abiertos, caminos, pequeños senderos, ríos secos.
Con mi shikari, Alim Udim, estábamos instalados lo más cómodos que los troncos nos permitían y esperábamos a uno de los mejores trofeos del mundo. Seguramente vendría, la noche anterior había matado a su presa muy cerca del mullah donde estaba atada desde hacía dos o tres días. Muy cerquita, un charco que contenía un poco de agua sucia le agregaba un plus al atractivo cebo.
Durante esos días, el tigre que estábamos esperando, pasó cerca del búfalo sin tocarlo. Una noche, su cuerpo marcado en la arena así lo indicaba, estuvo acechándolo a no más de cinco metros; no se animó a tocarlo, quizás su instinto le hizo suponer que matarlo entrañaba un serio peligro. Pero finalmente la tentación fue demasiado grande o el hambre lo venció y mató al bisee. Había comido muy poco, unos kilos nada más, quizás algo lo había molestado, únicamente le sacó algo de carne de la pata izquierda. Los tigres siempre comienzan su comida por la parte posterior de su presa.
El tiempo corría lentamente; más o menos a la hora de estar instalados empezamos a ver movimientos de animales, un pavo real con tres hembras empezó a descender por las barrancas del mullah, les tomó no menos de media hora recorrer los veinte metros que los separaban del agua. Todos los seres de la selva conocen los peligros de acercarse a beber, detrás de alguna roca cercana al pozo de agua, pueden estar acechando un leopardo, algún gato salvaje o quizás “sheer”, el tigre. Era gracioso observar como los pavos avanzaban unos pasos para retroceder inmediatamente ante el menor ruido, verlos era realmente un espectáculo que justificaba en sí mismo el sacrificio de la espera. El brillo de su plumaje al darles los rayos del sol y la majestuosidad de su porte en ese ambiente selvático maravillan y dejan un recuerdo imborrable a quien tiene la suerte de contemplarlos.
Después de los pavos reales apareció una pareja de sahi, “puercoespines”, que avanzaron hacia el agua sin ninguna precaución y armando gran alboroto; se sabían protegidos, sus púas largas y afiladas, algunas del grosor de un lápiz, eran una protección eficacísima contra todo ataque. A pesar de ser un plato exquisito para tigres y humanos, pues su carne es igual a la de pollo, el hacerlo puede costar carísimo: la pérdida de un ojo o varías púas profundamente clavadas en las manos, pueden provocar una infección y llevar a la muerte o transformarlo, lo que es mucho peor, en un devorador de hombre.
Una vez que bebieron se alejaron tan ruidosamente como llegaron. Después de ellos se asomó una mangosta, gracioso animalito similar en cierta forma a nuestros hurones, pero más pequeño. Correteó un rato por la arena hasta llegar cerca del cebo; cuando descubrió que había sido muerto por un tigre, se alejó como si hubiera visto al diablo y en segundos se perdió entra las piedras.
La noche llegó lentamente, algunos pájaros nocturnos ya la estaban anunciando con sus chillidos, pequeños murciélagos revoloteaban sobre nuestras cabezas emitiendo sonidos muy tenues, el cebo se fue esfumando poco a poco, solo se veía una mancha oscura en la arena. Unos pocos minutos más y ya no se vería en absoluto.
Las ocho, el tigre aún no llegaba; las dos horas de inmovilidad se hacían sentir, las piernas se habían dormido, un dolor persistente en la espalda marcaba lo forzado de la posición. Pero moverse era imposible, había que aguantar, aguantar… Pasó otra hora más, las nueve, todavía no llegaba. De pronto el ladrido de un kakar o ciervo ladrador anuncio no muy lejos la presencia del tigre. Había comenzado a moverse. El kakar, el sambar y los monos langures son los heraldos que anunciaban casi siempre que el rey de la jungla se está moviendo. Otro ladrido más del ciervito, esta vez muy cerca; evidentemente venía en nuestra dirección. Luego el silencio absoluto durante largos e interminables minutos y por fin el suave ruido de las pisadas del tigre; unos pasos suaves, cautelosos, dados por patas acolchadas sobre hojas resecas, sheer estaba cerca.
La tensión crecía, ¿tardaría mucho en llegar al cebo? ¿Iría a tomar agua primero? ¿Cómo sería, grande? ¿De color oscuro? Todas esas preguntas cruzaban por mi mente cuando de repente mi shikar no pudo contener un estornudo en el momento más inoportuno que uno puede imaginar. Trató de suavizar el ruido cubriéndose la boca con un pañuelo. Inútil, el tigre lo había escuchado y se dirigió inmediatamente por la parte de atrás hacia el machán; no lo sentimos llegar, caminaba sobre rocas desnudas y no hacía ruido. Cuando nos dimos cuenta estaba exactamente debajo de nosotros, podíamos oír perfectamente su respiración profunda. Estaba a no más de unos dos metros y, sin embargo, por estar debajo de la plataforma, no lo podíamos ver. Resulta muy difícil describir lo que se sentía sabiendo que a tan corta distancia estaba uno de los animales más peligrosos del mundo. Y el nuestro evidentemente lo era; su conducta poco común así lo indicaba, a un tigre normal le hubiera bastado con oír el estornudo para decidirse a abandonar su presa, sin necesidad de investigar la procedencia del sonido. ¿Cuánto tiempo estuvo abajo del machan? Un par de minutos quizás, pero parecieron una eternidad; luego oímos como se alejaba, subió montaña arriba y empezó a rugir demostrando lo poco bien que le había caído el hecho de tener que abandonar su presa. Rugía a intervalos de cinco minutos, primero cerca, luego cada vez más lejos hasta que se perdió en la distancia.
Habíamos fracasado. Alim Udim estaba terriblemente apesadumbrado, sabía pronunciar unas pocas palabras en inglés y estuvo repitiéndolas continuamente, “Iam very sorry, Sahib”, “tigre very dangerous” (lo lamento, tigre muy peligroso). Como ya no había nada más que hacer dado que nuestro amigo no volvería, nos dispusimos a pasar la noche lo más cómodo que se pudiera; vano intento, no se puede dormir sobre troncos, salvo que uno sea faquir y nosotros no lo éramos. Así pasó la primera noche de machán. ¿Volvería nuestro animal al día siguiente? Muy probablemente sí, el cebo todavía podía atraerlo, al menos así lo esperábamos.
Al día siguiente se construyó un nuevo machán, esta vez a mayor altura. Y en lugar de troncos utilizamos un “charpoy” hecho de sogas trenzadas que por supuesto era más confortable, aunque no demasiado.
El apostadero del día anterior fue desarmado para que el tigre cuando viera que ya no estaba, se tranquilizara y comiera sin temor.
Nuevamente nos instalamos a eso de las cinco de la tarde, esa vez me acompañaba un nuevo shikari, Arum Sing, otra vez llegaron algunos pavos reales, un puercoespín solitario y una civeta. Ya me estaba habituando a estar sobre un sobrado, como lo llaman en nuestro norte. Lástima que el cebo, muerto hacía ya dos días, despedía un olor no muy agradable que digamos; luego el olfato se fue acostumbrando y casi no se notaba.
Lentamente la noche fue cubriendo la jungla, solo se distinguía la forma borrosa de los árboles que se recortaban contra el firmamento, el búfalo ya no se veía. A las ocho oímos ladrar un kakar, evidentemente la noche anterior bagh no había comido y estaba con hambre. Bajó temprano a la carnada, no lo escuchamos llegar, nos dimos cuenta de que estaba cuando lo oímos dar lengüetazos en el agua. Rápidamente nos preparamos para la acción. Arum con dos apretones en mi brazo me dio la señal previamente convenida; a mi seña de que estaba preparado surgió el haz luminoso de la linterna y allí estaba “sheer”. Pero la visión duró unas fracciones de segundos, cuando vio el haz luminoso pegó un salto fenomenal hacia la jungla, no me dio tiempo a apuntar; cometiendo un gran error, arriesgué un tiro al vuelo. Se oyó un fuerte rugido, ruido de ramas al quebrarse y luego el silencio; evidentemente, si lo había tocado, había sido muy levemente. Nos quedamos un momento temblando de la emoción por lo sucedido, nuestro tigre era sin dudas un veterano y probablemente ya había tenido alguna experiencia anterior, de lo contrario se hubiera quedado unos segundos quieto cuando se encendió la luz.
Nuevamente no quedaba más remedio que esperar hasta la mañana para ver lo sucedido. Esa vez el tiempo pasó más rápidamente, el lugar era algo más confortable y pudimos descabezar un sueñito que acortó una noche que lentamente fue cediendo ante el arribo de un nuevo día. Una familia de langures anunció la aurora con sonidos profundos, que emitían con la boca cerrada.
Ni bien aclaró lo suficiente bajamos y fuimos al sitio donde había estado el tigre para mirar un poco. Encontramos fragmentos de la bala incrustados en una piedra poco consistente, los restos tenían adheridos unos pelos, señal de que lo había rozado solamente.
Llegaron algunos aldeanos y juntos empezamos a buscar rastros de sangre; encontramos algunas gotas muy rojas, señal de una herida posiblemente superficial, quizás el tiro solamente había rozado ligeramente el animal. Con las máximas precauciones seguimos los rastros, pero casi enseguida las manchas cesaron, era todo, lo habíamos perdido y ese animal ya no volvería. No obstante, dejamos varios búfalos colocados en distintos lugares de la zona con la esperanza de que volviera.
Sin novedades transcurrieron tres días durante los cuales anduvimos muchísimo y tuve la oportunidad de cazar un lindo axis. En nuestras recorridas continuamente cruzábamos aldeítas formadas por unas pocas casuchas de barro y paja, rodeadas de algunas hectáreas desmontadas dedicadas al cultivo de unos pocos cereales, mijo, cebada, unas plantas de maíz y casi nada más. Tierras gastadas después de generaciones de cultivos sobre cultivos, nada de fertilizantes y lluvias escasas. Esos mínimos espacios apenas permiten subsistir y vivir una vida muy primitiva y triste; solamente la proverbial aceptación de la fatalidad que tienen los hindúes, hace que una generación tras otra viva de la misma manera, su resignación total ante el sistema de castas que, si bien se abolió legalmente hace años, subsiste sin cambios visibles, familias muy numerosas acostumbradas desde la niñez a las penurias cotidianas, gentes habituadas a todo tipo de calamidades que aceptan mansamente como imposiciones inevitables de sus dioses, como por ejemplo una lluvia torrencial acompañada de granizo que barre con sus cultivos o la aparición sorpresiva de un leopardo o tigre que por diversos motivos se ceba en la carne humana y les lleva el terror a veces durante años.
Una mañana nos trajeron nuevamente las noticias de que “sheer” había vuelto a matar uno de los búfalos. Era probable que fuera el mismo, pero nadie lo sabía con certeza; de ser así no se había alejado mucho de la zona o, si lo había hecho, volvía a su antiguo hogar.
Dejamos lo que estábamos haciendo (nada, posiblemente) y fuimos a instalar un nuevo machán. En esta oportunidad a cinco millas de donde lo habían armado la otra vez. Para llegar tuvimos que caminar bastante bajo un sol abrasador sobre el lecho de un río seco completamente cubierto de cantos rodados. Fue una experiencia agotadora el tener que andar sobre las estúpidas piedras, pero cualquier sacrificio era poco con tal de obtener el ansiado premio.
Continúa