El día del Caribou amaneció particularmente miserable. Una tormenta de nieve engendrada por el viento oscurecía la tierra con una niebla blanca. Se podían ver entre los espigados zarcillos de nieve que susurraban sobre las rocas, y aún se oía el siseo del viento.
Sin ningún apuro desayunamos, no estaba el tiempo como para salir, pero al cabo de un rato la tormenta cesó, o por lo menos dejó de nevar y entonces nos aprestamos a salir. Los tentáculos del frío arrebataron los últimos resquicios cálidos del cuerpo. Nuevamente caminamos hacia el oeste, en rumbo general al mar, al acercarnos a uno de los tantos arroyos vimos un alce. Era un macho bastante bueno, pero Jack lo descartó de plano; lo miramos durante un tiempo, de vez en cuando el moose hundía su cabeza cubierta de algas en el agua, buscando las tiernas plantas del fondo. Nos alejamos dando un rodeo y buscando una parte que no fuera tan profunda para cruzar; cuando la encontramos, cortamos dos varas de sauce para ayudarnos y no resbalar sobre las rocas y cantos rodados que tapizaban el lecho. Aun a través de las botas se sentían las tenazas frías del agua, nuestro aliento se evaporaba en el aire gélido de la mañana.
Luego trepamos a un risco y desde allí fuimos hacia otro adonde llegamos casi sin resuello y recorrimos su arisco lomo, agachados, escondiéndonos detrás de cada piedra y de cada abedul enano. Cuando estábamos por descender, apareció una manada de renos no muy numerosa, pero que tenía un par de machos muy grandes. A través de los prismáticos se los veía hermosos en toda su majestuosidad, como verdaderos reyes de la tundra que eran. Uno se destacaba sobre el otro, sus astas enormes se habían desprendido de la felpa muy recientemente, todavía le colgaban algunos correones oscuros. No costó mucho decidir que ese sería el elegido, así que con sumas precauciones comenzamos a bajar del cerro. La manada se había detenido a comer y el acercamiento no parecía difícil; el viento era favorable y teníamos muchos lugares para ocultarnos, grandes rocas, algunos alisos, abedules enanos y bastante pasto de tundra. Cuando aún estábamos a unos cuatrocientos metros, empezaron a caminar en nuestra dirección, finalmente comenzaron a desfilar a nuestra derecha a unos ciento ochenta o doscientos pasos. Cuando el que nos gustó pasó, apreté el gatillo; se tambaleó absorbiendo las últimas bocanadas de aire, caminó unos pasos con torpeza y luego cayó pesadamente.
Era realmente un animal magnífico. El reno para mí es uno de los más impresionantes dentro de la familia de los cérvidos. El que había cazado tenía las astas larguísimas y la separación entre ellas era bastante mayor que el largo de mi rifle; además tenía la doble pala sobre la frente que tanto carácter le daba.
El verdadero trabajo recién empezaba. En Alaska, por ley del Estado, toda la carne de los animales de caza tenía que ser removida y llevada a los campamentos y de allí trasladada a los pueblos y ciudades para ser vendida o regalada a gente con pocos recursos. Lo único que estaba permitido dejar en el campo eran las entrañas. Nuevamente se cernía una tormenta sobre el área, súbitamente se sintió el glacial golpe del viento norte y empezaron a bajar las nubes como vellones de lana sucia que se apilaban entre los árboles; un primer trueno rodó desde los cerros.
A la máxima velocidad que pudimos, cuereamos la parte que se necesitaba para taxidermizar; separamos la cabeza y entre los dos, la cargamos. La idea era regresar lo más pronto al campamento.
En un claro entre los alisos se fueron metiendo las nubes mucho más espesas y sucias que las que habían entoldado el cielo. Grandes relámpagos cabalgaban en el firmamento y otro trueno hizo vibrar la tierra. La tormenta arreciaba en neblinosos mantos oscureciendo la planicie. La lluvia se desató de golpe, primero con furia, pero en poco tiempo se fue transformando en agua menuda y persistente, la parka y el pantalón de Gore-Tex aguantaron muy bien y llegamos casi secos a nuestra carpita. Por suerte la tormenta estaba amainando, una vez que terminamos la cena, lo único que quedaba de ella eran algunos relámpagos muy lejanos y charcos de agua que reflejaban tímidas estrellas que los nubarrones, en su camino al sur, descubrían.
El día siguiente fue largo, vacío, tedioso y muy cansador. Tuvimos que hacer tres viajes de ocho kilómetros cada uno, cargando la mochila vacía a la ida y repleta de carne a la vuelta. Totalmente de acuerdo con esas leyes, por supuesto, pero en esos momentos me quedé sin palabras para maldecir a quienes las dictaron y a todos sus parientes cercanos y lejanos. A media tarde habíamos terminado, aún quedaban muchas horas de luz, recién oscurecía a eso de las once. Hubiéramos podido hacer una salida, pero estábamos muy cansados y todavía faltaba cuerear y salar el Caribou. Cuando finalizamos, simplemente nos sentamos en sendas piedras frente a la carpa a contemplar el grandioso atardecer, bajo la luz lechosa del sol de la tarde, la brisa envolvía y agitaba las nubes en largos jirones de oro, desde el umbral del olvido surgieron viejos sucedidos, recuerdos de otras cacerías y de otros lugares, todo mezclado con leyendas que aportaba Jack.