Uno de los problemas candentes que sufre la fauna silvestre, desde el fondo de los tiempos, es lo que se ha dado en llamar furtivismo, una palabreja que proviene del griego furtivus: algo oculto y rapaz.
En la comunidad montera es un personaje con muchas caras: delincuentes deleznables para quienes la fauna es solo mercancía; marginales acosados por hambruna y desesperación; diletantes que burlan la ley como grotescos Robin Hoods, y por último, simplemente los que no resisten la tentación de saltar el alambrado… De todas formas, conviene no olvidar la bíblica cita: quien esté libre de culpa, que arroje la primera piedra. San Juan (8.7).
Como a muchos, por aquel lejano entonces la seducción por el monteo en el bosque pampeano, cordillera o sabanas mediterráneas, competía peligrosamente con el afán por superar marcas, una tendencia eclipsante del arte y encanto venatorios. Pero con el tiempo, comprendí que no era el mejor camino para disfrutar de la atávica faena, pues cualquier derribo – más allá de su puntuación – es el mejor si por la mañana, podemos mirarnos al espejo sin culpa ni vergüenza.
No obstante, algo me obsesionaba. Más allá de los numerosos axis logrados, faltaba la cabeza diferente, esa que hasta el momento solo veía en mis sueños. El hermoso asiático, introducido por ignotos inmigrantes galeses a la zona de Rufino, provincia de Santa Fe, es posiblemente uno de los más agraciados por la naturaleza: librea rojiza, moteada, con inmaculadas manchas blancas asimétricas; oscura pincelada surcando el lomo desde el rabo hasta la cruz; vientre, interior de las patas y bajo cuello níveos como la luna llena, y una V, tinta y pronunciada, subrayando sus grandes ojos infalibles. Las cuernas, cuando los sementales aún conservan tipicidad genética, comban hacia atrás a centímetros de las luchadoras, se prolongan en forma de lira más de un metro, y rematan en dos afilados pitones por lado, con excepciones.
Precisamente, porfiando a la suerte, regresaba de una semana de rececho en los bosques de eucaliptus de la Otomana, la hacienda de mi caro amigo Francisco Pancho Islas Casares, cercana a Necochea. Dos bellas cabezas me acompañaban cuando llegué a la vecina Perla del Atlántico, donde mis colegas del Club de Cazadores esperaban con un agasajo que no merecía. Al finalizar la cena entre mentirillas y cuentos de monte, mi querido Raúl Lamego, compañero de muchas andanzas – en un aparte -, relató un episodio durante su última incursión en los faldeos del Cordón del volcán. Siguiendo pisadas y señales llegó a la cumbre de un cerro, y contra un poste del linde con el vecino, descansó las piernas adoloridas. Era tiempo de celo, y se oían berreos a los cuatro vientos, pero en ese preciso momento retumbó el ladrido metálico de un macho a pocos metros de su espalda. Olvidando cansancio y agobio, saltó como un resorte. Tomó los prismáticos, y comenzó a recorrer los intrincados chilcales vedados. Allí estaba, entre dos matas, mirándolo fijamente, en busca de lo que había venteado. La fugaz imagen permaneció inmóvil pocos segundos antes de perderse en la nada, pero fueron suficientes para asegurar que había visto al ejemplar más espléndido de su vida. Invadido por la adrenalina continuó costeando los hilos de acero, paneando a sin descanso, hasta que lo detuvo el estrépito inconfundible de guampas entrechocando. Trepado a otro poste, logró ubicar a los contendientes sobre la ladera despejada y pedregosa que descendía hacia el valle. Mantuvo la escena largos minutos en el lente, sin dar crédito a cuanto veía: los dos padrillos eclipsaban al monstruo detectado minutos antes. Pensó que, apenas en un ápice del campo que se extendía hasta el horizonte, halló tres medallas de oro. ¡estaba frente al paraíso de los pintados! Raúl no era bisoño al que se le puede vender gato por liebre. Durante nuestra coincidencia como directivos de la Federación Argentina de Caza mayor, fue un miembro destacado de la Comisión de Medición de Trofeos. Sus palabras eran reflejo de la realidad…
Continuó recordando que fue duro contener el deseo de saltar los siete hilos. En cuanto ganara el viento, mediante un rodeo, en dos o tres horas cazaría su récord. Pero estaba advertido por su anfitrión: ningún motivo justificaría la intrusión al colindante, donde la caza estaba prohibida terminantemente. Incluso, si una presa herida cruzara hacia el campo ajeno, debía acceder a la administración entrando por la puerta principal, y solicitar permiso para el rastreo. El Establecimiento se llamaba El Volcán, enclavado en el cordón montañoso homónimo entre Mar del Plata y Balcarce. Pertenecía al Dr. Luis F. Leloir, y su mayordomo era un tal Jorge Mocoroa. No temo publicar tantos datos porque hoy, décadas más tarde, no queda un solo astado: al cambiar la administración, los nuevos responsables – reverendos hijos de puta – los abandonaron a suerte, con el resultado imaginable: los furtivos y matarifes se hicieron el banquete, matando hasta el último cervatillo…
Demás está decir que, con datos indudables por su procedencia, de inmediato programé la siguiente excursión, con el solo fin de intentar lo que parecía imposible.
Con el invierno avanzado, los bártulos ordenados en el baúl, dos, dos o tres ejemplares del primero de mis libros y varias revistas con notas de autor, antes del mediodía veía las costas de La Feliz, admirando por milésima vez a las mansas olas acariciando playas desiertas. La obligada parada en casa de Raúl fue saludo, despedida, abrazo y deseos de buena suerte. Luego la 226, rumbo a los pagos de don Juan Manuel Fangio, atrás quedaron las estribaciones de Sierra de los Padres, y poco después el cartel que señalaba el camino al Volcán. Había llovido, y la huella de tierra se hallaba pesada y resbalosa, pero entre derrapes y julepes, en una curva me topé con la coqueta entrada: dos pilares y una arcada de piedra local, cartel de madera y guarda ganado cruzado por una cadena acerrojada. Al otro lado, la pradera cubierta de escarcha, al este las sierras, y a lo lejos, unos 1000 metros, la vieja casona colonial y varios galpones. Con el portafolios pesado, entre charcos y helada nochera, llegué ante la pequeña tranquera de acceso al parque, extrañado por la ausencia de perros. Batí palmas, y asomó un hombre joven con aspecto afable. Abrió la portezuela, tendí la mano pidiendo disculpas por la intrusión, y luego de presentarme le rogué unos minutos de su tiempo. Era Jorge, el mayordomo, que gentil me invitó a pasar al amplio living. Creo que me confundió con un vendedor de vaya uno a saber qué, por el maletín rígido del tiempo de tata y mama… El ambiente, engalanado con varias cabezas embalsamadas, – luego supe pertenecían a animales hallados muertos -., era acogedor y cálido: en el enorme hogar chisporroteaba una pila de leños entre llamaradas y chispas fulgurantes. Comenzó un diálogo amable comentando los vaivenes del clima, la cosecha, el daño por las heladas, la lluvia reciente y mil boludeces que, agotadas, indicaban que ya no podía postergar el motivo de mi visita. Pero en cuanto pronuncié la palabra caza, demoró nada en sacudir la cabeza con un no tan rotundo como su argumento: el doctor, refiriéndose al dueño, prohibía la actividad montera sin excepciones. Como el no ya lo tenía, necesitaba argumentos que evitaran el portazo prematuro y definitivo. Qué mejor que mencionar mis trabajos en diarios y revistas. Abrí el maletín, y le presenté dos o tres recortes de La Nación y Clarín de mi autoría. En todos los encabezamientos, se mencionaba la palabra conservación… No hay hacendado que no abreve en esos medios que siempre han apoyado al agro, y el auspicio de los más importantes del país, Con autobombo no deseado, ofrecí el libro, donde – si era su voluntad – encontraría entre anécdotas y relatos, textos en los que subyace invariablemente la simbiosis entre cinegética y conservación. Embalado, agregué que mis opiniones sobre manejo de fauna, más allá de la convicción, reflejaban, taxativamente las resoluciones puntuales de las entidades más prestigiosas del mundo, entre ellas la UICN, que rige en más de 200 países. Tanta perorata y evidencias lo sorprendieron, provocando un mano a mano que culminó con mate por medio…
Luego de la extensa plática, evitando que asumiera la incomodidad de finiquitar la reunión, me puse de pie, reiteré mis excusas, agradecí su paciencia y, si le parecía bien, sería grato dejar otro tomo para el doctor, Leloir, con mis saludos. Cambiamos direcciones y teléfonos, apretón de manos y un convite inesperado: se ofreció para para acercarme a la entrada. Nos despedimos, y allá fui a pelear con el barro. Saldo más que positivo.
Omitiendo detalles, luego de un tiempo prudencial y con la excusa de las cercanas fiestas navideñas, me comuniqué con Jorge. Luego de las frases de ocasión, se refirió al volumen que leyó con interés, también el patrón que, como buen científico, estaba intrigado por la posición de las entidades directrices del conservacionismo universal, con respecto a la caza en particular. Lo había autorizado para invitarme a almorzar – en ocasión de uno de sus viajes a la estancia, para conversar sobre el tema que lo apasionaba. ¡Conocería al doctor Luis Federico Leloir, premio Nobel, ilustre en nuestro país y el orbe! Todo un honor más allá de mis intereses…
Pasaron las celebraciones, y a mediados de enero, fue el mayordomo que se comunicó. Hubo cambio de augurios y buenos deseos para el año entrante, y por fin la música celestial: Leloir estaría en el campo entre el 5 y el 10 de febrero, y si era posible, me esperaba para almorzar. Disimulando la euforia, confirmé que allí estaría con mucho agrado.
Aquel inolvidable encuentro fue premonitorio y doble victoria: en un sentido porque entendieron la moderna política global sobre nuestro deporte, y luego porque el sabio había comprendido que el nicho ambiental que poseía era frágil y necesitaba intervención del hombre para prosperar saludable y sustentablemente. a. El remate del ágape no pudo ser mejor. Más allá de las propuestas consignadas en mis trabajos, y seguramente informado por otras fuentes, había decidido incorporar algunos reproductores y hembras desde la estancia de su pariente, el Dr. Blaquier, quien cuidaba con celo una nutrida población cerca del Quequén. Por otra parte, le agradaría un Plan Maestro para ralear animales enfermos, en regresión, hembras machorras – que ya no encelan -, y – papita para el loro – cazar adultos próximos al fin de su ciclo natural, que generalmente coincide con sus mejores cornamentas. Cuando invitó a cazar un ciervo, acompañado por Jorge, contesté que no portaba armas, ya que mi propósito era conocernos y hablar de temas más profundos. Uno a cero… En ese momento lucubré que, a mediano plazo, retribuiría el dato a mi querido Raúl.
Luego de esa memorable reunión, disfruté doce años de amistad inapreciable, respetuosa pero cálida con el Nobel, e íntima y fructuosa con Jorge. Gastando suelas y bajo la tutoría de Jorge en los primeros tiempos, obtuve el primero y segundo axis en el Ranking Argentino, según la fórmula de medición del Conseil International de la Chasse, y decenas de safaris memorables.
Pero el lector se preguntará ¿qué tiene todo esto que ver con el epígrafe?
Fue durante cierto enero cálido y lluvioso, cuando prevalece la irregular brama de los pintados. Llevaba años cazando en El Volcán, y conocía cada rincón de la montaña, quebradas, pasos, arroyos, surgentes y bramaderos. Dos meses antes, había errado a un macho espectacular, al que tiré desde una distancia fuera de mis posibilidades. Más allá de la bronca y dos días de rastreo infructuoso, odiaba la idea de abandonar un animal herido, pero ocurre… De modo que volvía por la revancha…
Al llegar me llevé una agradable sorpresa: Leloir estaba de visita y disfrutaría de sus fascinantes charlas. No faltaron, como siempre, el cambio de chimentos y novedades, el asado bajo la luna llena, y la eterna pregunta: ¿andaba alguno bueno? Cansado, me retiré temprano a mi habitación, puse el despertador a las cuatro de la madrugada, y mirando a Selene por el ventanal, descansé escuchando los gritos cervunos. Cuando me levanté, la casa estaba en silencio, solo se oían tractores turno noche. Desayuné en soledad, acerqué el caballo desde el corral hasta el palenque, ensillé y estribé apuntando el hocico hacia las primeras colinas, con las riendas flojas para que el caballo trepara siguiendo su instinto: no se veía un carajo. Esperaba alcanzar media montaña al amparo de las sombras, ocultar al montado y esperar las primeras luces. Desde algún escondite seguro podría descubrirlos cuando trepan al amanecer, buscando la protección de alturas y chilcales, para encarar el rececho. Acurrucado contra una especie de pirca como apoyo, esperé que el sol asomara sobre las crestas erosionadas. Con las primeras luces, limpié los cristales de los prismáticos y la mira, y aunque no había suficiente luz comencé a recorrer las cercanías. Algunos movimientos entre la maleza me retuvieron un par de horas, cuando el calor anunciaba otro día agobiante. Sin moros en la costa, cuando me proponía cambiar de potrero, la sombra fugaz de una hembra cruzó la entre dos matorrales, distantes unos 300 metros. Luego otra, y otras más se desplazaban en fila india siguiendo a la líder. El amo andaba cerca. Un grito agudo, cortante como el acero de una navaja, brotó desde el soto, luego se agitó la ramazón, y una hembra asomó al pedrero seguida por el galán oliendo su rabo, con el cuello estirado y los labios retraídos en grotesca sonrisa salvaje. El cogote, las cuernas largas y delgadas, su tamaño y graciosa figura, lo señalaban joven y promisorio: no era el que buscaba, y antes de alertarlos, decidí retirarme en silencio. Deslizándome por la barranca, encontré un cañadón que me permitió trepar a su amparo. Busqué otro mirador, y nuevamente a cazar con la mejor arma: el lente. En eso estaba, con los ojos irritados por el sudor que bajaba de la frente, cuando hallé a la primera de una serie de cuevas, las únicas que el capricho de Natura dispersó en el campo, que dan su nombre al puesto, Las Cabras, ya que en ellas se refugia el centenar de cabras salvajes de origen incierto, al que respetamos hasta que su número lo permita. Hacia el sur, como en el trono de su reino, un macho con largos cuernos enroscados, imponente, se erguía como una estatua viviente oteando el horizonte. Desde adentro, surgían tenues balidos de crías que se confundían con el chillido estridente de las cotorras. Explorando las bocas siguientes, sorpresivamente creí ver un débil hilo de humo que salía de la última: ¿furtivo? Era muy raro que aparecieran. Vigilancia extrema, constante y un destacamento policial permanente sobre la ruta, los mantenía alejados, pero… Diez minutos después, no tenía dudas. Volví al caballo, traspuse el cerro y, largo rodeo mediante, dos horas más tarde desmonté acariciando el pescuezo para que no bufara. Estaba sobre la cueva, a unos 80 metros. Cuidando de no provocar desprendimientos de piedras, descendía lentamente por un costado, hasta ubicarme a unos 30 metros de la entrada. Parapeteado detrás de una roca, aunque ya no salía humo, grité:
¡Ey, quien esté adentro, salga!
Al instante, asomó un hombre con las manos en alto, bombachas, alpargatas y boina ladeada. Casi me desmayo… Dejé el rifle apoyado en la piedra, y con los brazos en jarra, sacudiendo la cabeza, dejé que se acercara. Casi corrió para abrazarme, y lo estreché con todo el calor de nuestra amistada fraterna. Era Juan – lo llamaremos de alguna manera – uno de mis mejores amigos desde la lejana infancia. No ignoraba que era su modus operandi regular y ominoso, pero hallarlo precisamente allí, donde menos lo imaginaba, me llenó de zozobra. Un minuto más tarde, el broche de oro: asoma su mujer, mi querida amiga embarazada de seis meses, con los ojos desorbitados y corriendo para estrecharme entre sus brazos.
Reproducir el largo diálogo, sería excesivo. El muy caradura, hasta me reprochó por no haberle confiado mi secreto. Abrevio diciendo que era un cazador tan humilde como fanático. Ambos mantenían el hogar con sus magros ingresos trabajando de sol a sol, ahorrando peso sobre peso, sin esquivar horas extras y domingos, con el único objeto de ahorrar para sus esporádicas cacerías ¡en colectivo y a dedo! Cuando reprobé que hubiera arrastrado a María en ese estado, ella, Diana de corazón, gritó como una gata enojada: ¡a mí no me lleva nadie, yo cazo sola, ja ja ja!
Entré a la covacha donde llevaban ¡cinco días oliendo bosta de chivas, comiendo chatarra y cagándose de calor, como topos en la madriguera. A un costado las enormes mochilas donde entraban los rifles de caño corto desarmados, el fogón que encendían solo de noche – ese día lo apagaron tarde – dos piedras acolchadas con las bolsas para dormir para sentarse y nada más… El relato de sus andanzas se oía desapasionado, como si en realidad fueran legales… Para intentar los breves lances, salían del refugio de noche, y con las primeras luces se apostaban cerca de los senderos de ciervos, camuflados entre las chilcas. Esperaban cruzarse con alguno que complaciera su paladar negro de cazador, pero no tuvieron suerte: su tiempo se acabó y debían retornar con las alforjas vacías, pero sin quejarse: entre mate y mate frío, María se levantó y mostró varias fotos obtenidas con una vetusta Polaroid, – antigua cámara que imprimía en papel segundos después de la toma – que seguramente la mayoría de los lectores no conocieron. Hoy, en tiempos de zoom y artefactos milagreros, que logran imágenes perfectas a cualquier distancia, se agiganta su destreza de venador: con ese aparatejo, debió aproximarse a menos de 20 metros para conseguirlas. ¡Y qué ciervo! Posible medalla de oro, pero que no llenaba sus pretensiones, cosa que le salvó la vida. El segundo intento de cada jornada ocurría al anochecer, con menos chances aún. Y el resto del tiempo soportando las horas de aburrimiento junto al fuego… No colmaron sus sueños de gloria, pero repitieron a duo: estuvimos cazando…
Tenía que irme y me despedí sin reproches, solo les deseé que regresaran a salvo, y cuidaran del bebé.
Cabalgando sin rumbo, pasaron las horas abstraído en mis pensamientos. Me encontraba en una encrucijada entre la lealtad a mi amigo y el deber ante mis anfitriones, que con tanta calidez me recibieron. Por otra parte, ya era cómplice, pues no los había puesto en manos de la Ley, como correspondía, luego de violar la propiedad con intenciones non sanctas. En resumen, un día de mierda.
Sin percibir que el caballo había rumbeado hacia las casas, al levantar los ojos vislumbré la techumbre verde del chalet rodeado de álamos y cipreses. Aún no sabía qué decir, cuando me apeé junto al atadero. Desensillé, y mirando a hurtadillas a Don Luis y Jorge, que mateaban a la sombra de la galería, me acerqué cargado como el caracol.
Parece que no hubo suerte Carlitos, ¿no?
Recién entonces, sin mirarlos a los ojos, lucubré la maldita mentira. Saludé y fui breve.
“Hola don Luis, qué tal Jorge, hoy ha sido un día para el olvido… Me arruinaron la cacería un par de bandidos cuyas huellas descubrí cerca de Las Cabras. Encontré la cueva donde pararon, los seguí todo el día, pero perdí el rastro en el centeno. Creo que se metieron en el campo de su hermano doctor, llevaban rumbo oeste.”
Demasiado turbado como entrar en una charla, me disculpé aduciendo necesidad de una larga ducha y una horita de descanso…
A la hora de la cena me reuní en el comedor, y traté de parecer lo más natural posible, aunque la procesión iba por dentro….
Desperté tarde, cuando ya habían desayunado. Don Luis estaba en su escritorio, revisando papeles. Se asomó al oír mis pasos, esperó que terminara, y salimos a caminar por el parque, nos sentamos a la sombra, disfrutando del frescor que duraría poco, y charlamos un par de horas. Cuando nos refugiamos en la casa, huyendo del calor, me anunció que asuntos urgentes lo haría viajar esa misma tarde hacia Buenos Aires. Suspiré con alivio.
Lo despedí con tristeza, y ya solo con Jorge, en tren de mentiras, con un pretexto también abrevié la estadía: ya no disfrutaba y quería que el tiempo cicatrizara mis heridas morales. El estrecho abrazo con el bueno de Jorge, fue más cálido que nunca, aunque triste y culposo…