Había ocho subespecies distintas de rebecos en el mundo -ahora han añadido dos más-, reconocidas por el S.C.I. Sería necesario viajar desde los Alpes hasta Nueva Zelanda, pasando por los Balcanes, los Cárpatos, Anatolia y el Cáucaso, para poder cazar seis de ellas, para conseguir las dos restantes, hay que venir a España. España es diferente una vez más, y una vez más, esa impronta especial es absolutamente positiva: nuestro país es el único en el que es posible cazar dos de las ocho diferentes subespecies: el rebeco del Cantábrico y el sarrio o rebeco de los Pirineos.
Después de la experiencia asturiana, todo mi interés se centraba en poder viajar al Pirineo para recechar un sarrio, me prometí a mí mismo no intentar cazar ninguna de las subespecies de rebeco existentes, hasta no haber conseguido las dos que habitan en nuestro país, una ya la tenía, así que… la cosa estaba bastante clara: iría en busca del sarrio en cuanto tuviese oportunidad.
La ocasión surgió en el Pirineo de Lérida. Desde Barcelona tomé la carretera de Lérida, luego la que conduce a La Seo de Urgel y antes de llegar, tomé el desvío hacia Tremp, de allí a La Pobla de Segur, luego por la carretera de Pont de Suer, hasta Senterada y de aquí a Capdella, destino final –nunca mejor dicho, porque después de Capdella ya no hay carreteras- de mi viaje, bueno… final, final, no exactamente, puesto que debía encontrar el Hostal Leo, que era donde me iba a hospedar, pero esto me llevo casi tanto tiempo como todo lo anterior junto.
No sé cuantas veces me perdí, hasta que por fin un alma caritativa –no vi a nadie antes- se brindó a guiarme hasta el hostal, que -por cierto- estaba muy a la vista, pero yo no había hecho mas que dar vueltas y mas vueltas a su alrededor sin dar con él, como suele ocurrir muchas veces.
Al día siguiente, muy tempranito, el que iba a ser mi guarda, José Suca, me estaba esperando para iniciar nuestro rececho. Subimos hasta el embalse de Sallente en su coche y luego comenzamos la lenta y dura subida hacia los riscos más altos.
Era Noviembre tardío y a pesar de que el sol brillaba con fuerza, hacía mucho frío. El viento cortaba la piel y gran parte de la nieve caída se conformaba como resbaladizas placas de hielo. Mi calzado no era el más apropiado para el terreno y a duras penas podía seguir el ritmo de José.
Un chillido agudo rompió el monótono ulular del viento, levanté la vista y contemplé el vuelo de una majestuosa águila real que planeaba sobre nosotros: ¡fantástica rapaz!
Parábamos de cuando en cuando y buscábamos, con ayuda de los gemelos, algún ejemplar de sarrio, lo cierto es que no tuvimos que esperar demasiado para poder atisbar alguno de ellos. José localizó dos machos vadeando una lejana montaña, poco más tarde otro más en una pared rocosa que se extendía delante de nosotros a un kilómetro más o menos. Me dijo que le parecía un buen ejemplar y –que si estaba de acuerdo- intentaríamos la aproximación.
Pusimos rumbo hacia nuestro sarrio que, ajeno de momento a nuestra presencia, pacía tranquilamente oteando de tarde en tarde sus dominios.
Un fuerte aleteo súbito rompió mi concentración y mi equilibrio: pegué un señor “culazo” y al caer golpeé la culata del rifle contra una piedra, rompiendo la cantonera. Las culpables del alboroto habían sido tres perdices pardillas que “levantamos” al aproximarnos. Me quedé bastante preocupado por el golpe que recibió el rifle, ahora no podría estar seguro si la graduación de la mira se había alterado o no.
El sarrio comenzó a subir poco a poco hacia lo alto de la ladera en la que se encontraba, lo que significaba que si no encontrábamos una posición de tiro rápidamente, lo perderíamos de vista cuando transpusiese, al llegar a la cumbre. Apretamos el paso, sobre todo José, porque a mí me resultaba muy complicado conseguir mantenerme erguido, así que difícilmente iba a poder aligerar mi ritmo de marcha.
El animal no paraba de caminar, en su lenta escalada, así que pronto nos dimos cuenta que nuestros esfuerzos por intentar el tiro iban a ser inútiles. Dimos media vuelta y nos dirigimos hacia una vieja vía abandonada, perteneciente a un antiguo ferrocarril minero, que nos serviría de sendero para rodear por su vertiente oeste, el macizo que teníamos frente a nosotros; de este modo podríamos subir muy cerca de la cima del Montsent (2.880 mts.), por su cara sur –que según me explicó José- era más fácil de acometer que cualquier otra.
Atravesamos olvidados túneles ferroviarios, que nos ahorraron algunos repechones importantes, hasta que por fin tuvimos que dejar la comodidad de la vieja vía y empezar lo que sería la parte mas dura de la ascensión. Digamos que la cosa se ponía SERIA, así, ¡con mayúsculas!
Conforme subíamos, el viento aumentaba su fuerza y la temperatura descendía, dejándose sentir en nuestros cuerpos. La idea de José era intentar localizar el sarrio que habíamos perdido de vista y que no habíamos podido tirar casi al comienzo de nuestro rececho, de forma que trataríamos de “atacar” la cima tras la que perdimos a nuestro ejemplar por la vertiente opuesta a la que contemplamos cuando lo divisamos por primera vez.
Tras unos veinte minutos de repecho, José me señala unas lejanas rocas, sobre las que -con ayuda de los gemelos- puedo divisar tres sarrios. Uno de ellos –según me dice mi compañero- es el que estamos buscando, los otros dos eran hembras. Desde mediados de Octubre hasta la primera mitad de Diciembre –dependiendo de las condiciones meteorológicas- tiene lugar el celo de estos apasionantes habitantes de las altas cumbres, por lo que la composición del grupo no era de extrañar en absoluto.
El guarda me explica que no podemos continuar la aproximación por el camino que llevábamos, puesto que pronto quedaríamos expuestos a ser descubiertos por los animales que perseguíamos y esto daría al traste con nuestro empeño. La alternativa más corta, aunque arriesgada, era desviar nuestra ruta hacia el este para que, salvando un impresionante barranco cortado a pico sobre el vacío, pudiésemos alcanzar una cota lo suficientemente alta como para intentar el disparo a nuestro sarrio, siempre y cuando –evidentemente- éste permaneciese por dónde ahora se encontraba, al menos el tiempo suficiente para que pudiésemos desarrollar nuestro plan.
Yo, ciertamente, no sabia en absoluto dónde me metía, y sin dudar contesté a José que si él opinaba que eso era lo mejor, por mi parte no había nada que objetar.
Dicho y hecho, avanzamos por la estrecha vereda flanqueados por una inmensa pared a nuestra izquierda y por un insondable precipicio a la derecha. Pero lo peor estaba por llegar, y llegó …
La eximia senda se cortó de repente, observo que José no se inmuta y se dispone a colocar su mochila en tierra con el propósito –que intuyo, pero no quiero intuir- de saltar en el vacío, hasta donde la accidentada vereda reanudaba su recorrido. Él es bastante más mayor, pensé para darme ánimos, si puede, puedo. Total, que el hombre saltó, a continuación le pasé su mochila, luego mi rifle, después mi “macuto” y por fin: ¡hale hoooop!, salté yo, con muchísimo más miedo que vergüenza, pero salté.
No todo lo malo había pasado. El camino, por tildarlo de algún modo, se esfumaba de cuando en cuando y sólo gracias a la ayuda de José, ora sirviéndonos del rifle a modo de “cordada” ora con su “mágico” bastón, que nos sacaba de algún que otro trance complicado, pude, pudimos, llegar a la meta.
Desde nuestra atalaya podíamos divisar perfectamente a uno de los sarrios, se trataba de una de las dos hembras. Otro de los ejemplares estaba tumbado, tras múltiples intentos comprobamos que era la compañera de la primera. Nuestro macho, la última vez que lo vimos, antes de cruzar “el barranco del diablo”, estaba por encima de las dos hembras, pero ahora no lo podíamos ver.
Nos resguardamos del viento helado tras un gran farallón y esperamos hasta cerciorarnos con seguridad de la presencia del macho. Aguardamos por más de una hora sin que el panorama variase, al menos en lo que merecía nuestro interés, en vista de lo cual, tras consultarnos mutuamente como buenos compañeros, decidimos mover ficha y aproximarnos al lugar donde estaban las dos hembras, y presumiblemente el macho que perseguíamos.
Iniciamos nuestra nueva andadura con muchísima cautela, pues las numerosas piedras hacían fácil el provocar una pequeña avalancha con el consiguiente estruendo y lo que esto significaría para el buen fin de nuestra cacería, pero tampoco podíamos quedarnos sentados esperando algo que, en el peor de los casos, a lo “peor” ni se producía, porque una de las posibilidades era, desde luego, que el macho no estuviese allí, así que decidimos arriesgarnos y jugar.
El macho sí estaba allí. Cuándo llevábamos quince o veinte minutos de camino, se irguió tras la piedra que lo había ocultado a nuestra vista, nos vio y se marchó hacia el mismo lugar de donde había venido horas antes: punto y final.
¡Qué graciaaa!, ¡qué cosa más graciosa!, ¡es que me parto! ¡Esto es lo que yo llamo hacer el “primo”! ¡nos ha dado coba, José!, ¡nos la ha jugado bien! ¡Qué animal más simpático!, ¿a que sí?, ¿a qué es muy simpático? Mientras juraba en arameo, recordaba todas las vicisitudes que habíamos pasado para llegar hasta allí, y ahora… a desandar lo andado, porque entre otras cosas, la mañana se nos había echado encima y debíamos darnos bastante prisa si queríamos buscar alguna otra oportunidad.
Para no regresar por el mismo trayecto, José me señaló unas peñas próximas a la cima por la que había desaparecido nuestro sarrio. Podríamos asomarnos a la ladera norte de la gran montaña, ver si algún sarrio “apetecible” anduviese por allí, y en caso de que no fuese así, poner rumbo al valle contiguo en busca de otra presa.
Al igual que en la ocasión precedente, confíe plenamente en el buen saber y entender de José y nos dispusimos a ejecutar su propuesta.
Así escrito, parece que uno puede subir, descender, saltar, ascender, bajar, darse la vuelta o lo que sea, a vuelta de renglón, pero les quiero asegurar que en la montaña, el tomar una decisión u otra, puede significar el desfallecimiento o el vértigo, el agotamiento o el agobio, la desesperación o el éxito, y no es que en esto se diferencie mucho de otras situaciones que todos hemos de afrontar tarde o temprano en la vida, la cuestión es que en la montaña, el camino para llegar a uno u otro destino es lo que marca la diferencia entre el éxito o el mas rotundo de los fracasos.
Coronamos nuestro particular “2800” y nos sentamos a descansar y a “peinar” la ladera norte con los prismáticos. No hubo suerte, ni rastro de sarrios. Caminamos por las altas crestas dirigiéndonos hacia el valle que se nos ocultaba tras ellas. Mi falta de experiencia en este tipo de terreno me hacía caminar con cierta torpeza para afianzar, con un mínimo de fiabilidad, mis pasos, y en una de estas di un traspiés, provocando que varias piedras de cierta envergadura se deslizasen rodando por la pronunciada pendiente abajo. José se detuvo, pensé que para esperar que el ruido callase y proseguir nuestra marcha, pero… no, señalaba con su dedo índice hacia su oreja, queriéndome decir: ¿no escuchas algo?
Una vez que las piedras pararon en su caída, yo no pude oír nada, pero José había escuchado por mí. Me acerqué con muchísimo cuidado hasta casi rozar su cara y entonces me dijo: “ahí bajo hay algo, lo he escuchao andar. Se conoce que las piedras lo han espantao al caer”. Vamos a asomarnos.
Cuerpo a tierra, dejándonos arañar por las rocas, para evitar cualquier sonido, avanzamos centímetro a centímetro hasta alcanzar una cornisa que, a modo de balcón, colgaba sobre la impresionante ladera norte.
No necesité los gemelos ni las orientaciones de José para poder divisar… un culo, si, han leído bien: ¡un culo! El dueño de tan hermoso trasero era un sarrio que, dándonos la espalda, o sea: el culo, miraba hacia atrás, hacia la cima dónde nos encontrábamos, preguntándose por la causa que hizo rodar las piedras que importunaron su placentero sestear.
-José: ¿es bueno? –pregunté–
-Es el mismo de esta mañana, el que íbamos buscando. -fue la hermosísima respuesta que escucharon mis oídos-.
En mi posición –cuerpo a tierra— y con el sarrio bastante por debajo de dónde me encontraba, tenía fácil el apoyo del rifle y fácil también el colocar un buen disparo. Como llevaba mi Blaser 8x68S y la munición que acostumbro a usar –RWS H-Mantel—, no me preocupaba en absoluto disparar al animal por detrás, pues si no erraba el disparo, su efecto sería fulminante, aún si el tiro no hubiese sido certero. Lo que sí me preocupaba era que el sarrio decidiese marcharse y dejarnos con un palmo de narices, así que no me lo pensé, apunté con los cinco sentidos y apreté el gatillo, con el corazón apoyado en él.
¡Le di!, le di y lo hice rodar tras las piedras que me habían traído la suerte. Cayó ladera abajo, hasta precipitarse por un cortado, no muy profundo, que me hizo perderlo de vista por unos instantes. Pronto lo vi de nuevo dando vueltas y más vueltas como un muñeco de trapo. Detuvo su caer poco después, y hacia donde él estaba encaminamos nuestros pasos.
Muy curioso fue el modo en que José me enseñó a descender por estas pronunciadísimas pendientes: echando el cuerpo hacia atrás y apoyándote en la vara que siempre debes llevar contigo, dejas que tus pies se deslicen sobre las piedras que, bajo el peso de nuestro cuerpo, se van escurriendo, y tú bajas sobre ellas. El resultado es que –con unas buenas botas que te protejan los tobillos- es como si esquiases sobre nieve, ¿ingenioso, no?, y sobre todo, muy, muy práctico.
No me queda mucho que añadir, sólo recomendar a los amantes de las sensaciones fuertes y de la caza en estado puro que se acerquen a estos apasionantes lugares e intenten recechar uno de estos nobles animales, les aseguro que vale la pena.
