Existen ciertas cacerías que por su desarrollo son un tanto extrañas y, por lo tanto, resulta muy difícil escribir sobre ellas. La que hice casi en el Polo Norte para conseguir uno de los más grandes trofeos del mundo, nanook, el oso blanco, es una de ellas. Resultó ser uno de esos viajes de cacerías, para mí al menos, muy difícil de describir, principalmente por su monotonía.
El viaje para llegar hasta Grisse Fjord, el último asentamiento humano de los territorios del Noreste del Canadá, fue larguísimo. Desde Buenos Aires viajé hasta Montreal, donde pernocté; desde allí al día siguiente volé hasta Iqaluuit, en la isla de Baffin; luego cambié de avión y llegué hasta Resolute Bay al mediodía, donde me alojé en un hotelito que había, con la intención de pernoctar y volver a viajar al día siguiente.
El frío era tremendo, treinta grados bajo cero, todo era un monótono manto blanco que se extendía hasta el infinito. La mañana siguiente amaneció horrible, una tormenta proveniente del norte se abatió cual si fuera un monstruo gigantesco, rachas de viento fortísimo arrancaban hielo y nieve del suelo para arrojarlo con violencia contra las paredes de madera del caserío esquimal. Todos los vuelos se cancelaron en espera de un mejoramiento en las condiciones climáticas, que tanto podía darse al día siguiente o al otro. O sólo Dios sabría cuándo; esas tormentas son impredecibles tanto en su intensidad como en su duración.
La mañana fue aburrida totalmente, sin nada que hacer excepto leer o mirar tontos programas de televisión. A media tarde el viento había amainado un poco así que decidí salir a dar un paseo. La idea era ir hasta un almacén de la Coop, una cooperativa que nuclea a todos los “Innuit” (los hombres) como gustan ser llamados los esquimales de Canadá. Alrededor de estas cooperativas ronda la vida de estas gentes. Dicha organización maneja las proveedurías, los hoteles, la cacería, en fin, todos los negocios de los Territorios. Mi idea no duró mucho, después de caminar unos cientos de metros, opté por volver al hotel, el tiempo aún seguía muy malo y hacía un frío de muerte.
El siguiente amanecer fue muy lindo, la tormenta había cesado, era cosa del pasado. Por suerte había sido de corta duración y el avioncito para Grisse Fjord saldría después de mediodía. El vuelo duró una hora y media, lo gracioso fue el hecho de que los aviones se fueron achicando mientras más al norte nos dirigíamos. Empecé con un 747 y terminé con un Piper de seis plazas. En la misma proporción fueron decreciendo los aeropuertos, el último era apenas una pista y una construcción muy simple para albergar a los pasajeros, pilotos y empleados.
Me esperaba Lootie Pigamini, quien sería mi guía durante los diez días que duraría la cacería. Cargamos el equipaje en el jeep y fuimos hasta el hotel del pueblo, que naturalmente también pertenecía a la Coop. Tenía tres habitaciones y un minúsculo comedor, más recepción. Una vez que me acomodé, Lootie se despidió con una promesa de pasar a buscarme al día siguiente a las nueve.
Al otro día a las nueve en punto yo estaba en la recepción, rifle en mano y todos mis bártulos preparados. Recién cuando se hizo el mediodía caí en la cuenta de que en ese lugar y entre esas gentes, el horario no tiene la más mínima importancia. Hoy puede ser mañana o pasado, da lo mismo; la vida tiene otro ritmo. Y pensándolo bien es muy entendible, el pueblo Innuit había dejado los igloos y la vida nómada hacía menos de una generación. Todavía no habían tenido tiempo de ajustar sus mentes a nuestra forma de vida y seguro que así era mejor para conservar su pureza y su simpleza sin contaminar. De pronto me di cuenta de que secretamente los envidiaba, sin reloj, sin bancos, ¡y sin políticos!
En fin, mi disgusto inicial fue diluyendo, ya aparecería a la tarde o al día siguiente y la vida continuaría exactamente igual, ninguna estrella se caería ni el mundo vería su fin.
La tarde me deparó una desagradable sorpresa que finalmente no pasó de ser un episodio humorístico. Después de una siesta salí a caminar. Y por supuesto me olvidé la llave en la habitación, que tenía ese tipo de puertas que se bloquean automáticamente al cerrase. Cuando volví de mi paseo me encontré encerrado afuera, la niña que estaba a cargo de la recepción ya se había ido y yo era el único pasajero que me alojaba en ese momento en el hotel. Alguna solución tendría que encontrar al problema; salí y pregunté en una casa vecina, me atendió una señora Innuit muy anciana, que sabía muy poco de inglés y que no pudo hacer nada por mí. Desde allí fui a una escuelita cercana, tal vez la maestra supiera algo.
Supongo que hice un papel de tonto bastante importante cuando me presenté en el aula donde esta buena señora estaba desasnando a un grupito de esquimales. Por otro lado me consoló el hecho de que mi ridícula intervención le dio un toque de colorido a una clase seguramente aburrida. Tampoco la maestra me pudo solucionar mi problema, pero muy amablemente me mandó a preguntar al edificio de la Coop., distante unos trescientos metros. El tiempo pasaba y yo me estaba helando; si bien tenía ropa abrigada no era la totalmente adecuada. El frio era muy intenso. Medio congelado llegué al calor de mi destino, ¡nunca me cayó tan bien un ambiente calefaccionado! Luego de hablar con varias personas, encontré por fin a un buen señor que tenía un juego de llaves. Previo solemne juramento por Dios y por todos mis antepasados de devolverlas inmediatamente después de haber abierto la estúpida puerta, me las entregó. Finalmente regresé al hotel, abrí la habitación y, más corriendo que caminando, volví a la cooperativa a devolver las llaves tal como me había juramentado.
Griss Fjord era un pueblito muy pequeño, no creo que haya tenido más de quinientas o seiscientas personas; sin embargo tenía todo lo elemental y muy bien puesto: policía, hospital, escuela, y la Coop. que era un gran almacén de ramos generales. Todas las casas eran de madera y, por las dos que conocí, con todo el confort moderno en su interior. Al frente de cada una de ellas había un par de “sky-doos”, las inapreciables motos de nieve cubiertas por hielo. El mar cuyas olas seguramente barrían las playas durante el corto verano, ahora era un espejo helado y estaba a pocos metros de las viviendas; esas antiguas olas habían quedado aprisionadas en su encierro de frío y formaban montículos como si fueran surcos abiertos en el mar. En los próximos días ya aprendería lo que sería transitar sobre ellos en un trineo. Unas pocas lanchas apenas dibujaban sus contornos en el hielo.
Casi todas las casas que daban al mar tenían al frente una jauría de doce a quince perros atados a fuertes estacas clavadas en la nieve; todos eran huskies malamuds, o cruzas de ellos con alguna otra raza, perrazos de pelo basto y duro de colores varios. Su ambiente era ese; su vida, el frío; las noches las pasaban a la intemperie haciendo un pozo en la nieve y enterrándose en él; por la mañana no eran más que montoncitos de nieve. Unos años atrás eran imprescindibles para los Innuit, su único medio de movilidad para trasladarse de un lugar a otro en sus eternos vagabundeos por el Ártico, hoy son casi son apenas un recuerdo de otros tiempos, solamente los usan para cazar al oso blanco con clientes, ya que esa es la única forma legal de hacerlo. Por ley está prohibido el uso de motos de nieve, solamente se las permite como apoyo logístico y para transportar toda la impedimenta.
Esperé toda la mañana a que me vinieran a buscar, vana espera por supuesto, aunque algo mejoró la situación ya que a eso de las diez vino el ayudante de Lootie a buscarme para ir a la Coop. a probarme la ropa exterior que usaría: una gran parka y un par de pantalones de cuero de caribou con el pelo hacia afuera, esa piel es el material aislante más efectivo que se conoce; al ser hueco, el interior de los pelos retiene el aire y no lo deja penetrar. Se trataba de prendas bastas y elementales confeccionadas por las mujeres esquimales en cuero crudo. A último momento le agregué un par de mitones del mismo material, que realmente me vinieron muy bien.
Después del almuerzo dormité un rato en un sillón de lobby, hasta que a eso de las tres me vinieron a buscar. ¡Por fin se habían decidido a ponerse en marcha! Afoondisaak, el ayudante de mi guía, llegó con una moto de nieve que arrastraba un gran trineo sobre el que había un cajón de madera del mismo tamaño y de más o menos un metro de alto, donde se llevaría todo lo necesario para la cacería: carpas, comestibles, utensilios de cocina, equipo de radio, bolsas de dormir, comida congelada para los perros, etc. Nuestro equipo de canes estaba atado frente al hotel y algo seguramente habían presentido, ya que la excitación que mostraban iba en aumento a medida que pasaban los minutos. Llegó Lootie y enseguida empezaron los preparativos. Mientras ellos hacían eso yo me fui a la habitación a terminar de cambiarme; cuando volví a salir estaba seguro de parecerme más al famoso muñeco de Michelín que a un ser humano.
La tarea de uncir once perros excitadísimos, cinco parejas y uno al frente como líder es algo que demanda un par de horas. Y la paciencia de Job, ladridos, saltos, peleas entre ellos son el denominador común. Cada uno tiene que ocupar su lugar exacto para evitar problemas. Las riendas eran unas sogas de material sintético con las que se reemplazaban a las antiguas de cuero trenzado. Cuando todos estaban por fin en sus lugares, alguno comenzaba una pelea, todos intervenían, se enredaban, ¡y vuelta a empezar de nuevo!
Finalmente se terminaron tranquilizando, sobre todo por varios correctivos en forma de sonoros latigazos. Y pudimos partir. Eran las cinco de la tarde pasadas y marcharíamos más o menos hasta la medianoche, no habría problemas de luz ya que en ese momento del año había claridad diurna las veinticuatro horas o casi, solo oscurecería un poquito solo un par de horitas y nada más. Yo tomé asiento en el trineo con la mayor comodidad que pude, que de hecho fue muy poca.
Con un par de gritos los perros comenzaron a correr y a desahogarse, viajamos unas seis horas siempre sobre el mar helado y me di cuenta cabalmente lo que serían diez días deslizándonos sobre unas maderas sin amortiguación: saltos permanentes sobre las crestas de las olas congeladas. Cuando mis guías estimaron que ya habíamos hecho suficiente camino, nos detuvimos para armar el campamento. Mientras Lootie desataba los perros y los volvía a atar a estacas clavadas en el hielo, Afoondisaak comenzó a bajar todas las cosas que necesitaríamos; luego entre los tres armamos la carpa que resultó bastante espaciosa, unos cuatro por tres más o menos; una simple lona sobre el piso y varios cueros de caribou apilados unos sobre otros a guisa de colchón y arriba la bolsa de dormir, pesada y rellena de duvet; dos anafes que funcionaban a bencina oficiarían de cocinita y de estufa. Cuando todo estuvo preparado, Lootie comenzó con la cena y su ayudante se fue a alimentar los perros con carne de foca congelada. Al cabo de media hora me empecé a sacar ropa de a poco para quedar finalmente con un pantalón y en mangas de camisa. Los dos anafes más nuestra temperatura lograron darle al ambiente mucho calor en poco tiempo. Parecía mentira estar tan poco vestido mientras afuera hacia menos de treinta grados bajo cero.
La cena fue muy simple pero buena, arroz mezclado con albóndigas de carne que ya viene preparado en bolsitas de aluminio a las que simplemente se las sumerge en agua hirviendo por unos minutos, un chocolate de postre, un café…y los tres nos acostamos.
Me pareció que recién me había dormido cuando escuche movimientos en la tienda. Era miss Innuit que preparaba el desayuno, huevos con jamón, tostadas, manteca y mermelada, más un par de tazas de café con leche.
Luego llegó la penosa tarea de vestirme, que se constituiría en el martirio de cada mañana tanto por la cantidad de ropa como por el tiempo que se demoraba y por el hecho de tener que abrigarse mucho dentro de un ambiente tan caldeado. Calzoncillos termales largos, un pantalón grueso de lana, otro del mismo material y también uno muy grueso similar al que usan las ropas de alta montaña de Alemania, y finalmente el de caribou por encima de todo; tres o cuatro pares de medias de lana, botines italianos rellenos de fieltro y sobre ellos, otros enormes de duvet; camisa también termal, una camisa de “chamois” una de lana, dos sweaters, uno de cuello alto y el otro normal, un sacón de duvet especial para el Ártico y para coronar todo, la parka de cuero de caribou; luego un pasamontañas de lana y un gorro de piel de castor con orejeras, guantes de lana, sobre estos unos de “gore tex” y mitones de caribou, más antiparras de sky completaban el equipo.

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