La atada de los perros fue el mismo circo del día anterior y así sería todas las jornadas, un largo y tedioso procedimiento. Eventualmente todo estuvo pronto, cargamos las cosas y partimos. A eso de las nueve hicimos un alto para preparar té y de paso reparar el trineo que en realidad no estaba roto, sino que había que acomodar su base de deslizamiento que cubría las planchuelas de hierro. Esta base es una mezcla de sangre de foca y agua congelada y el procedimiento es muy simple: se vuelca el trineo, se le pasa un raspador hecho con una simple lata de fruta envasada a la que se le hacen unos cuantos agujeros, luego se le vierte agua hirviendo que se congela en el acto y, finalmente, se lo alisa con un pedazo de piel de oso. Este procedimiento lo realizábamos tres o cuatro veces por día, ya que los deslizadores tenían que estar lo más lisos y suaves posibles para facilitar el arrastre por parte de los perros.
El día era espectacular, limpio, sin una nubecita siquiera; un frío enorme envolvía todo, un frío que el solcito pálido de la mañana no tenía apuro de atenuar; solo daba un toque al área que recorríamos. Todo blanco, de una blancura que hería los ojos aún a través de las antiparras. Témpanos enormes que habían quedado atrapados despedían reflejos verdes y azules de sus vetas, el silencio era absoluto, nada se oía salvo el jadeo de los perros que con su trote rápido nos conducían cada vez más adentro de ese mundo helado. Tampoco había movimiento, a no ser algún zorro ártico que deslizaba su sombra furtiva entre los bloques de hielo, quizás buscando ptarmigan, la perdiz de las nieves, para saciar su apetito.
El primer día completo fue vacío, no vimos ni siquiera una mísera huella de oso, hicimos las paradas normales para almorzar y dos o tres más para el té. Armamos la carpa a las diez de la noche, aunque había plena luna. Todo igual que el día anterior: cena y a dormir y descansar los molidos huesos tras una larga jornada de saltos sin fin.
Dos días más llegaron y se fueron con los mismos resultados; nada. La cuarta mañana asomó muy nublada y con un viento del norte, bajo la temperatura a cuarenta y uno bajo cero. Después de más de tres horas de andar, nos encontramos con dos trineos esquimales. Eran pescadores que volvían a Grisse Fjord con su carga de pescados luego de unos días de labor.
Para pescar hacen un agujero circular en el hielo, levantan una carpita a su alrededor para que los proteja de los elementos en las largas horas de espera de pique, que generalmente son muy abundantes; generalmente consiguen “artic char” un pez magnífico, plateado y de varios kilos de peso. Nos regalaron algunos y todos seguimos nuestros caminos. Recién por la tarde vimos las primeras huellas de osos; primero, las de una hembra con dos cachorros bastante crecidos; luego, los rastros de un macho chico. Eso fue todo.
El tiempo mejoró al día siguiente, amaneció muy limpio y soleado con un poco menos de frío, los perros también se animaron con la belleza del día y cambiaron el trote por una carrera más rápida. En un momento tomaron una curva muy cerrada y simultáneamente el trineo pasó por sobre un bloque de hielo más grande que los habituales, con el resultado que volé por los aires para caer como una bolsa de papa a los dos o tres metros, sin ninguna consecuencia salvo por el amor propio. Antes de almorzar decidimos cazar unas focas para los perros, ya que hacía dos días que llevaban una dieta de pescado congelado. Como para todo, los innuit tienen un sistema que funciona bien con estos bichos. Primero buscan el agujero que estos animales hacen para salir a respirar de vez en cuando, lo agrandan con mucho cuidado hasta que tenga unas tres pulgadas de diámetro y luego introducen en él una especie de boya. El cazador se queda muy quieto con el arma lista y cuando la foca sube a respirar, mueve la boyita y en ese momento se dispara directamente al agujero. Éste es entonces agrandado para retirar el animal. Muy simple y efectivo, en unas dos horas cazamos tres, es decir que a una por día tendríamos comida por un rato para los pichichos.
Mis guías subían a cada iceberg importante que encontraban para otear el horizonte infinito con los prismáticos, pero siempre bajaban con una palabra en los labios: ¡nada! Pocas huellas y no precisamente frescas contribuían a nuestra depresión. A la noche, y no sé por qué motivos, los innuit resolvieron que en lugar de armar la carpa construirán un igloo. En ese menester, como todos los otros, me asombraron con una increíble habilidad. Con un serruchito cortaron bloques de hielo de cuarenta centímetros de largo por veinte de ancho y unos treinta de alto. Marcaron un circulo de tres metros de diámetro y fueron apilando unos sobre otros; cada hilera un poco más adentro que la otra, dándole forma de horno. Dejaron una abertura para la puerta por la que solo se podía entrar en cuatro patas, y otra chica también en el techo. En dos horas estuvo terminado, una vez que nos instalamos adentro tuvimos todo el confort y la tibieza que se necesitaba para pasar una buena noche.
Mientras Lootie preparaba la última “artic char” que nos quedaba, conversamos largo y tendido sobre ellos y su pueblo, que lenta pero inexorablemente iba desapareciendo. Para ellos todo había cambiado y el mundo se había puesto patas para arriba; sólo dos generaciones atrás, su vida era dura pero simple. La naturaleza, aunque cruel, les proveía de todo lo necesario; pero un día llegó el hombre blanco y todo cambió, trajeron armas con ellos como un adelanto increíble y así dejaron el arco, las flechas y las lanzas. Pero para adquirir los modernos y cómodos rifles necesitaban dinero, un dinero que para ellos solamente podía provenir de la venta de pieles; no era un problema, los animales eran abundantes. Después conocieron los botes a motor, fantásticos y muy seguros, pero también para adquirirlos necesitaban dinero, y más pieles serían necesarias. Tampoco hubo problemas, seguía habiendo muchísimos animales. Todo iba bien hasta que un día ese mismo hombre blanco empezó a prohibir el tráfico de pieles; para ellos, sin ningún sentido porque los animales seguían siendo muy abundantes.
Así que casi de la noche a la mañana se quedaron sin fuente de ingresos, el gobierno canadiense se hizo cargo del problema y los empezó a ubicar en pueblos construidos por ese mismo gobierno por todo el Ártico. Tuvieron que cambiar su vida nómada por un sedentarismo obligado. En esos momentos vivían bien, con comodidades que jamás habían soñado, pero iban perdiendo día a día su cultura ancestral. Para colmo de males, el alcoholismo estaba haciendo estragos. Y lo más triste es que había comenzado un éxodo ininterrumpido de jóvenes hacia el sur, ya fuera para estudiar o para encontrar mejores oportunidades laborales. Y ya nunca más volvían, se casaban y formaban familias generalmente mixtas, diluyendo de esta forma la sangre Innuit.
Los chamanes, sus dioses antiguos que venían del frío, sus costumbres y tradiciones centenarias, sus comidas típicas de carne cruda de animales salvajes, se estaban yendo demasiado rápido, sólo quedaban en la bruma de los recuerdos de los ancianos.
Así fuimos acumulando días y frustraciones, hasta que llegó la última jornada cuando una resignación de manos vacías se afirmaba cada vez más en mí. El día amaneció atroz, tormentoso, nublado y muy frío; anduvimos unas horas en dirección a unas montañas no muy lejanas. En cierto momento mientras Lootie se quedaba conmigo, Afoondisaak subió a un témpano para mirar; desde la cima empezó a hacer señas con desesperación e inmediatamente bajó. Había visto cuatro osos, una hembra con dos juveniles y un macho grande.
Desde el iceberg no estaban tan lejos. Con Lootie dejamos el trineo bien amarrado y nos acercamos a pie; primero usamos el témpano como cobertura, luego nos fuimos arrastrando tipo gusano sobre el hielo. Así le pudimos llegar hasta unos cien metros; sin cambiar de posición le tiré, cayó en el acto, trató de levantarse pero otra “Bear Claw” lo dejó en su sitio para siempre. Nanook había caído, el enemigo ancestral de los Innuit estaba muerto. Cuando nos acercamos una mancha roja se extendía sobre la nieve, se iba en hilos como se había ido la vida del Rey del Ártico. Nos confundimos en un abrazo muy largo con mi guía, diez días de duro trabajo y de frustraciones habían quedado prendidos en el hielo, ante nosotros teníamos el premio a todos los esfuerzos.
Una tormenta que se había estado gestando durante todo el día se abatió sobre nosotros con furia. Lootie fue a buscar el trineo, cuando él y su ayudante llegaron, el viento era un demonio que arrancaba pedazos de hielo y los llevaba rodando al infinito. Me quité los guantes por pocos segundos, el tiempo imprescindible para sacar unas pocas fotografías, eso fue suficiente para que mis manos se helaran. Más de dos horas se demoraron en volver a la normalidad.
Cargamos el oso en el trineo de perros mientras yo me acomodaba lo mejor que podía en el cajón que transportaba la moto de nieve. Ya había cumplido con la ley al cazar el oso con el de los canes, ahora podía usar sin problemas el otro. De común acuerdo se decidió iniciar el regreso en forma inmediata, hubiera sido imposible levantar la carpa o construir un igloo durante semejante tormenta. La temperatura había bajado hasta increíbles menos cuarenta y cinco, según marcaba el termómetro.
Viajamos toda la noche, o lo que debía ser la noche; fue un viaje al que no voy a olvidar mientras viva, aunque pasen mil años; los saltos y los golpes que soportó mi cuerpo fueron simplemente inhumanos, si el trineo saltaba y traqueteaba cuando era arrastrado por los perros, es fácil imaginar cómo se comportaba a más del triple de velocidad. A eso había que sumarle la incomodidad del pequeño espacio que tenía para mí, más el frio de muerte que hacía. Me fui tapando con todo lo que pude manotear, bolsas de dormir, cueros, ropas; en fin, una parva de cosas sobre mí, tantas que en cierto momento pensé que iba a morir aplastado. A eso de las siete de la mañana hicimos un alto para preparar el desayuno. La cena, por supuesto, la habíamos pasado por alto. Cuando terminamos seguimos nuestra marcha, nuestra intención era llegar a Grisse Fjord a media tarde.
En un momento que me había dormitado, Afoondisaak hizo alto y sin ninguna delicadeza me sacó de mi sueño. Excitado me señaló una manada de lobos que estarían a unos cien metros mirándonos. Sacar el rifle de su funda y encontrar las balas fue toda una proeza con algo de heroico; finalmente pude de alguna meter dos balas en el rifle. A todo esto los lobos, que habían emprendido un trote corto, estaban a unos trecientos pasos. Apoyándome en el borde del cajón, le tiré al más grande que cayó fulminado; sin pensarlo ni esperar, había conseguido un segundo trofeo, y muy raro por cierto.
Una vez que lo cargamos me volví a meter en la “cucha” que había armado dentro del cajón. Me cubrí con lo que pude y, entre sueños de lobos y osos, me volví a dormir hasta que nos detuvimos a almorzar por última vez en el mar helado. A las cuatro y media llegamos al pueblo, descargamos mis cosas y me fui a mi habitación. Previamente me despedí de cada uno de los canes, perrero como soy, no podía hacer nada menos, los abracé uno por uno y les hice un montón de caricias que serían las ultimas que recibirían en mucho tiempo. Los Inuit los cuidan muy bien porque los necesitan, pero el amor y las caricias están siempre ausentes. Lootie y Afoondisaak vendrían a cenar conmigo a modo de despedida.
Cuando llegué a la pieza y me miré al espejo ¡casi me muero del espanto! La piel de la cara se me caía a pedazos dado que casi no había usado el pasamontañas, porque me molestaba tenerlo en la cara. Así que toda la parte expuesta se había quemado por el frío. Tomé un baño larguísimo; sacarme la mugre de diez días no fue tarea fácil, pero lo logré finalmente.
Cenamos con mis guías, luego me despedí de ellos y me acosté.
Al día siguiente comencé el regreso, compartí el avioncito con tres grandes focas muertas que, no sé por qué, viajaron conmigo hasta Resolute Bay; de allí fue todo volar hacia el sur, hasta mi querida Rafaela. Mirándola retrospectivamente, fue una inolvidable y gran experiencia, una cacería que pienso, debe hacerse, aunque sea una vez en la vida. Es algo tan distinto a los que pude haber vivido anteriormente, que deja marcas imborrables.-