El Tormento y el Éxtasis

Por Alberto Nuñez Seoane.

Éste hermosísimo título, compendio de lo que puede significar la vida de cualquiera que haya sido capaz de vivir la suya, responde a una película sobre la vida de Miguel Ángel Buonarroti, el artista que nos regaló los frescos que tapizan el techo de la Capilla Sixtina, en la ciudad eterna: Roma.
La caza, como toda actividad intrínseca a la humana condición, refleja a la perfección esta aparente paradoja que nunca, a lo largo de nuestra existencia, va a abandonarnos.
Habría que hacer una sesuda disección sobre causas, razones o motivos, para poder optar a conocer, siquiera de modo somero, cuáles son los factores que aportan un mayor peso a la supuesta incongruencia que parece significar el hecho de hacer compatible el amargor del sufrimiento con el gozo de la alegría merecida.
Sabemos, todos los cazadores, que la emoción de un lance deviene en éxito o en fracaso. Si hay algo que engrandece la pasión por la caza, no es otro factor que la incertidumbre del fin. La nobleza equitativa de la opción, predispone a la seguridad de la satisfacción buscada. Todo esto, nos lo ofrece el mero lance, “per se”.
Otro muy distinto menester, es la circunstancia que, inevitablemente, acompaña el mundo que arrebata nuestro sentir: la persona, la humana circunstancia.
Hace escasas fechas, cazadores, profesionales, aficionados y amigos, celebramos –en casto amor y buena compaña- una cena de hermandad y alegría que ya se viene repitiendo por veinticuatro años. Motivo, sin duda, de regocijo y satisfacción –divergencias, rivalidades y competencias, al margen- para todos los que, por la caza, sentimos algo más que afición.
Sin embargo, muy a pesar de mis anhelos, no consigo colocar la medalla de la excepción en el pecho de esta muy noble pasión que la caza supone. Con la reticencia de lo que disgusta, a regañadientes por verme obligado a ceder ante la evidencia, he de claudicar ante el torrente de aguas turbias que, barranca abajo, tiñen de gris nublado el azul brillante de un amanecer en cualquier traviesa montera, lejana… perdida por las serranías de España.
A cuento viene éste -a modo de hilván silogístico- introspectivo deducir, de la obviedad que sustenta la razón al impulsar el fragor del tormento, consiguiendo, más veces que menos, ensombrecer la quietud del éxtasis. Esta evidencia, que se nos quiere mostrar cuál certeza incuestionable, no es si no el torbellino de sentimientos que la mala voluntad de los infiltrados vuelca sobre las prístinas aguas de una mar, llamada caza.
La genérica amplitud que ampara eso que conocemos por “caza”, debiera ser más que suficiente para acoger cualquier diferencia, para abrigar, en su seno, cualquier disensión, para conciliar cualquier disputa. La realidad obtusa nos desengaña del espejismo, nos despierta del sueño, golpea el sentido común hiriendo, de consideración innecesaria, la sensatez y la prudencia.
“A buen entendedor, pocas palabras bastan”, dice bien, la sabiduría popular de un refranero injustamente aparcado. Ya sólo queda decir que, para acariciar el éxtasis ansiado, nos veremos siempre condenados a gritar, fuerte y claro, contra un tormento tan tristemente empeñado.