El último Búfalo

Por Carlos Rebella

Los historiadores aún no se ponen de acuerdo en cuanto a la época de ingreso del búfalo de la India a nuestro territorio. Algunos sostienen que fue a principios del siglo pasado, desde Rumania, y otros, como el Dr. Zava, en la década del .20, de la Isla Marajó, en el delta del río Amazonas, Brasil. De lo que no hay dudas es que se importaron con el objeto de cruzarlos con ganado vacuno, a fin de mejorar el rendimiento cárneo en zonas inundables, pantanosas y con abundancia de lagunas y arroyos, principalmente Entre Ríos, Corrientes y norte de Santa Fe, donde la receptividad del suelo es escasa. Pero lo cierto fue que los pioneros, inversores de tanto tiempo y dinero, se equivocaron, por lo menos en parte, ya que la hibridación no es posible debido a su incompatible cantidad de cromosomas: el asiático 50, y la vaca 60, datos que, posiblemente, no estaban divulgados todavía.

Lo cierto es que la frustración inicial no desanimó a los ganaderos, que descubrieron otras vetas tan desconocidas como impensadas. Varios, que regenteaban campos marginales en los Estados mesopotámicos, descubrieron que podían reemplazar sus planteles de vacas, siempre flacas y hambrientas, por esos mastodontes que triplicaban la producción de carne; sufrían menos enfermedades en sus pezuñas e   inmunes a los mosquitos, tábanos  y parásitos; requerían menor inversión sanitaria; se alimentaban con plantas hidrófitas, y su manejo era sencillo si se criaban en praderas, un detalle no menor, que ampliaremos más adelante. Ante la excelente oportunidad no buscada, doblaron la apuesta importando nuevos rebaños, y adquiriendo conocimientos sobre la operatividad de la especie que, en Asia, se lo utiliza también para carga y monta. Los nuevos huéspedes no defraudaron: cada ejemplar macho adulto, terminado para faena, pesa entre 700 y 800 kilogramos, aunque los toros añosos, pueden superar largamente los 1.000. Las hembras, a su vez, pesan hasta 500, y producen leche calificada para elaborar la mozzarella más cotizada del mundo. Actualmente, la población nacional, – sub desarrollada según la Asociación de Criadores de Búfalos – asciende a la cifra de 200.000 ejemplares, aunque las expectativas son alcanzar 2.000.000…

Presentado en sociedad, veremos cómo ha llegado a convertirse en una estrella extremadamente brillante para los cazadores.

Hemos mencionado que la cría debe desarrollarse en praderas, y no es un dato banal, pues en esos grandes espacios abiertos se habitúan rápidamente a la presencia humana, olores, ruidos, vehículos, caballos y cercas. Si bien los arreos deben ser cuidadosos, no difiere demasiado de la hacienda doméstica. Sin embargo, otra es la historia cuando, por desconocimiento o imprudencia, se asientan en áreas montuosas, un ámbito sombrío que los induce a recobrar las costumbres ancestrales de su hábitat nativo, hace miles de años. En estas condiciones, la gran bestia negra recupera sus instintos cerriles; la agresividad espontánea ante el peligro; su reconocida capacidad para emboscar intrusos o enemigos; desaparece la docilidad que demandó siglos lograr, mudando en arisques extrema, despierta rechazo violento a los forasteros, sean animales u hombres; agrede al ganado doméstico, y voltea postes, alambradas y bebederos.

No obstante, a pesar de todo, los pioneros hallaron otra opción para explotarlos: la caza deportiva, una actividad alternativa que resultó altamente rentable. Obviamente, los cotos surgidos por necesidad, al ofertar caza peligrosa, debieron tomar precauciones inéditas, advirtiendo sobre los riesgos posibles, y tomando recaudos logísticos y legales adecuados.

Consideré necesaria esta detallada descripción  para relatar las incidencias que provocó la inesperada presencia de un viejo semental, que provocó inesperadamente un lance emocionante y arriesgado para uno de mis compañeros.

Pero vayamos por partes.

Marzo del 2021 no fue una fecha cualquiera: nuestro país, inéditamente y como el resto del mundo, se hallaba inmerso en una lucha a brazo partido contra una terrible pandemia. A la sazón, llevábamos un largo año entre cuarentenas, inactividad forzada, aperturas ocasionales, y ruegos para que la ciencia descubra la vacuna soñada que, aún lograda, nadie sabe cuándo podrá ser aplicada a más de 7 mil millones de seres humanos. Afortunadamente, las pocas semanas en que el celo del ciervo colorado nos convoca, como una cita ineludible, coincidieron con una ventana de flexibilización de las ordenanzas sanitarias, lo que nos permitió organizarnos para reincidir en el campo donde, la temporada anterior, había sido un exitazo: cada uno de los integrantes del grupo, cobró su trofeo. La estancia, más de 20.000 hectáreas que atesoran caldenadas y algarrobales centenarios, pertenece a un querido y dilecto amigo que sería de la partida, ya que es un apasionado montero y excelente deportista. Como en la oportunidad anterior, mi hijo Gustavo y el eterno compañero Aldo Guido, nos acompañarían durante una larga semana entre gritos cervunos, amaneceres recechando, noches de aguardo y camaradería infinita.

Luego de recorrer casi 1.000 kilómetros, al atardecer, aparcamos frente a la amplia galería tejada. Hacia el sud, el amplio parque de exuberante césped – un seguro contra los frecuentes incendios forestales – nos separaba de las primeras hileras de caldenes, y al oeste, donde el sol se fundía en el caldero rojizo del crepúsculo, se dibujaba el perfil de las copas oscuras de los árboles. Descargamos el equipaje, cada cual ocupó su cuarto, y cuando anochecía, estábamos despatarrados en sendas reposeras, escocés en mano, gentileza de la casa… De pronto, como un regalo del cielo y desde lo profundo de la espesura envuelta en sombras, surgió el primer bramido de un macho encelado. Inmóviles y en silencio, sentimos fluir la adrenalina: la voz desafiante de nuestro viejo adversario, era una premonición esperanzada, pero cuajada de interrogantes…

Poco después, desde la cocina, Aldo, el chef indiscutido de la camarilla, nos convocó para la cena, que haría olvidar a los eternos emparedados del camino.

La mesa de amigos se completó con la presencia del Marqués – según apodé a nuestro anfitrión varias décadas atrás – que poco antes había aterrizado su avión en la pista de la estancia. Todo fue jolgorio, risas y bromas, disfrutamos del histrionismo de Aldo, cruzamos mentiras de cazadores y fuimos interrumpidos frecuentemente por sonoros rezongos guturales a través del amplio ventanal. Aunque nadie quería abandonar la mesa, la extensa travesía y el brioso cabernet, se combinaron para llevarnos al largo descanso, excepcionalmente sin madrugón programado.

Agotamos el desayuno, y comenzó un largo conciliábulo para organizar el primer intento del atardecer, cuando retumban los primeros reclamos de los ciervos que inician sus correrías nocturnas: un lance siempre complicado, pues cuando la brama arranca tarde, las horas de luz son pocas y las chances menos… Pero, por otra parte, todos hemos cazado con el último rubor del día…

A la hora señalada, pertrechados con todo lo necesario, los cuatro nos dirigimos a los cuatro vientos, como diría Hernández en su monumental Martín Fierro. Lo cierto era que, aunque todos rebasaban las cincuenta primaveras, el único veterano sin discusión, era quien esto escribe, padre potencial de todos, que entre otras cosas carga 94 bramas en la mochila, un pequeño detalle que condiciona mis pateadas: debo optar por áreas de monte alto, o despejado, según la jerga campera, esquivando áreas cubiertas de fachinales, que requieren una enorme entrega física, que no es mi fuerte.

Así fue que, luego de alejarme un par de leguas costeando alambradas y atravesando guarda ganados, dejé la camioneta semi oculta en la orilla del monte, y me apoyé en un poste para escuchar. El silencio, apenas alterado por el gorjeo de los pájaros, algún zorro que ladraba a los lejos, y vacas llamando a sus terneros, se quebró con el primer bramido, que me sobresaltó como a un novato. El muy ladino, ignorando el ruido del motor, que indudablemente debió oír desde lejos, gritó con un corto rebuzno y un par de toses roncas, a menos de 500 o 600 metros. Pasada la sorpresa, tomé un puñado de arena terrosa del suelo, la arrojé hacia el cielo para asegurarme que la dirección del viento fuera adecuada, me colgué el .300 del hombro y seguí la costa arbolada, tratando de acortar distancias sin ruidos. Trescientos metros adelante, luego de girar en un esquinero y con el viento no tan favorable, estaba en su perpendicular: dejé el terreno liso y llano, y seguí un sendero de vacas, más o menos en su dirección. En primera y regulando, cuidando no pisar ramas crujientes ni apresurarme, usando cada árbol o matorral para otear, medía cada paso como si fuera el último: si alguna hembra de su harem me descubría, chau picho… Pasaron angustiosamente los minutos, las hojas dejaron de reflejar los rayos del sol, y el silencio me llevó a sospechar que, – él o sus guardianas – me habían venteado o visto. Como era tarde para emprender otra búsqueda, esperé pacientemente hasta que, de pronto, volvió a hacerse oír como si estuviese a mi lado, a no más de 100 metros. Había ubicado a cada una de las tres hembras que rodeaban al señor, y eludiéndolas, me posicioné detrás de un arbusto, paneando los alrededores hasta que lo descubrí, gracias al ruido de ramas que rompía con sus guampas. Vi el anca, y un segundo después la cornamenta: dos cuernas gruesas, luchadoras largas y con las puntas dobladas, y una seudo corona rematada en dos puntas a cada lado. Un animal de mucha edad, en receso, que debí haber abatido… Pero en cambio bajé el lente, con la esperanza que fuera el escudero y el grande anduviera cerca. Si estaba nunca lo vería, porque las sombras me obligaron a emprender la retirada. Cuando me senté frente al volante, más allá del revés el breve y discreto approach me endulzó el ánimo: sin huellas de cansancio, tenía resto para la cacería en pañales, planeada a mi medida: cuatro días de rececho, y otros tantos de aguardo, cuando la luna estuviera casi llena…

Regresé primero, y a poco los demás, iniciando una larga ronda de copas, interrumpidas por detallados relatos y alternativas. Aldo logró un avistaje infructuoso, Gustavo se quedó sin luz cuando estaba cerca de un bramador, que no llegó a ver, y el Marqués resignó el disparo ante un jovenzuelo promisorio. Gran asado gran bajo la luz de las estrellas, opacadas levemente por los cuernos plateados de Selene en creciente, y aunque los temas daban para largo, coincidimos en acostarnos temprano, pues el verdadero show comenzaría al amanecer. A las cinco, no hizo falta el despertador: todos estábamos apurando un enorme tazón de café bien acompañado. Partimos con brisa fresca del sur que nos trajo, – como una caja de resonancia – voces salvajes, algunas aflautadas, otras graves, y muchas rematadas por toses desafiantes. Buen augurio…

Mucho antes del mediodía, cuando se llaman a sosiego durante unas horas, y cesa el griterío, nos reencontramos en el patio sombreado.  Bastaba con ver las caras ceñudas, para imaginar que ninguno había debutado. Si bien la intensidad del celo hacía suponer lo contrario, los grandes – que los había – brillaron por su ausencia, nada extraño si pensamos que, de semejante extensión, habíamos caminado nada. Y, además, dos factores marcaban la cancha: todos deseábamos un trofeo destacado, esos fogueados garañones rodeados de hembras que lo protegen como una muralla de ojos, orejas y oídos que, al menor indicio de intrusos, lanzan bufidos de alarma que provocan la estampida.

A diario, y durante cuatro jornadas sin logros, redoblamos el entusiasmo cambiando de lotes o cuadros, siguiendo berridos y pisadas, sin más resultado que frecuentes y cercanos desafíos sonoros, muchos avistajes fallidos, y otros ganadores a medias, cuando el trofeo no valía.

Hasta que, inesperadamente, las noticias que nos acercó un peón comedido, abrieron el juego. Resulta que, muchos años atrás, el propietario anterior introdujo una nutrida recua de búfalos de la India, que ganaron el monte, perpetrando daños materiales y peligrosos ataques a los recorredores. Para abreviar diré que, como la situación era inmanejable, decidieron contratar a dos cazadores profesionales, que en pocos meses los abatieron. Excepto uno que, baleado varias veces y acosado siempre, logró sobrevivir abrevando en charcos de lluvia o pequeños surgentes escondidos. Pero el veterano, posiblemente en las últimas, había roto la rutina: últimamente, durante la noche, se acercaba a una aguada con apostadero. Como el Marqués y Gus pensaban seguir con sus approach, y la luna brillante invitaba para mis planeadas noches de vigilia, le ofrecimos la oportunidad a Aldo, que la aceptó complacido.

Como el cebo del búfalo distaba varias leguas, y no conocíamos ni remotamente el camino, nuestro amigo, siempre cordial, dispuso que un baquiano lo trasladara por la tarde, y lo recogiera a la hora convenida. Fue así que algunos siguieron madrugando, y nosotros durmiendo siestas interminables para aguantar la vigilia.

Teniendo en cuenta que el otoño acorta los días, y es más halagüeño el acecho que matear en la casa, mucho antes de la caída del sol, partimos sin olvidar abrigo abundante y los eternos emparedados para la petit cena, ya que pensábamos vigilar hasta que diera el cuero…

Mi guarida, la misma donde había abatido mi ciervo el año anterior, estaba impecable a pesar del desuso. Abrí los ventanucos, que sirven de alero y protección contra los reflejos, y me asomé al largo tajamar que tantos recuerdos traía: veía aún al ciervo parado en el extremo más lejano, un segundo previo al abate… Bajé mis petates, los dejé junto a los postes que sostenían la casilla, y me alejé casi un kilómetro para esconder el vehículo. Cerré la tranquera del vallado que protege el aguaje, y cuando todo estuvo dispuesto en los estantes, a mano en la oscuridad, empezó el disfrute de la modalidad de caza que me apasiona. Con el silencio, comenzaron a arribar los merodeadores de siempre: patos zambullidores que levantaban gotas brillantes bajo el sol que se ocultaba, maras, copetonas y vacas desengañadas. Con las horas llegó el frío, desapareció el movimiento de animales, y pasada la media noche luego del magro banquete, comenzó la lucha contra el temido fantasma del sueño, que entrecierra los párpados a hora del hábito biológico.

Pero estaba convencido que la abundancia de fauna, tarde o temprano, traería compañía. Y sucedió cerca de las 2, cuando la luna había pasado largamente el cénit, comenzaba a recostarse, y su brillo se opacaba. La paz reinante se interrumpió con el gruñido hosco de un verraco enojado, que llegó desde las sombras. Tomé el prismático, lo regulé por enésima vez, y apunté en dirección al barullo. Los suaves crujidos del maderamen del refugio, movido por el viento, no disimularon el fragor de ramas rotas, que precedieron la aparición de un bulto negro cruzando el último hilo del alambrado, que sonó como cuerda de viola. Fuera de su medio, la maleza, se detuvo alzando la jeta, inquieto, venteando, mirando con sus ojos miopes, inmóvil como una estatua. Mientras lo observaba, en el objetivo se dibujó una cuadrilla de hembras y jabatos que, apresurados, se acercaron al agua. Los rayones comenzaron sus juegos, correteando por la orilla, las madres se revolcaron en el barro, y el semental seguía estático, vigilando. Poco después, sin duda excitado sexualmente, se acercó a una jabalina que lo rechazaba sin mucha convicción, amagando montarla. Flirteando, llegaron hasta pocos metros de mi escondite, desde donde pude apreciar sus colmillos cuando abría la boca, para mordisquearle el lomo. Eran regulares, tres o cuatro centímetros desde las encías. Mala suerte… Luego de casi media hora, los actores, regalo de Natura, se perdieron en el bosque.

Otra vez el silencio hasta que, al levantar la vista luego de una brevísima distracción, veo a un ciervo erguido, como un calco del que no olvidaba. Había saltado los siete hilos y aterrizado sus 250 kilos, por lo menos, sin producir el mínimo rumor que lo delatara. No era necesario el lente para saber que era un macho joven, con el cuello delgado, sin las barbas de los adultos, y con las astas delgadas. Pero la cornamenta era perfecta: seis candiles de abajo intactos, el del medio largo, pero débil aún, y una armoniosa corona de tres puntas, tan simétrica, que al voltear la cabeza se superponían. En un par de años, sería un hermoso trofeo. No pude reprimir una puteada por lo bajo: ¡qué excomunión, por Dios! Continué observándolo – era hermoso – hasta que se acercó a la orilla, abrió las patas delanteras, y hundió el hocico en el agua, sorbiendo silenciosamente. Luego alzó la cabeza, sacudiéndola, y lanzó un largo y ronco bramido que me erizó la piel y disimuló la bronca… Aun no sabía que era todo cuanto me brindaría la temporada 2021.

A las tres y media, cuando me vencía el sueño y nada se movía, rodeado de bramidos que llegaban de todos lados, bajé la escalerilla con el rifle y los lentes, dejando el resto para la noche siguiente. Cuando llegué eran casi las cinco, porque la luna se había puesto y en la oscuridad, erré la huella y perdí mucho tiempo. A la luz de los faros, al acercarme a la casona, coincidí con Gus y el Marqués que partían para el empeño mañanero. Hubo algunos minutos para contarme, alborozados y como si fuera propio, que Aldo casi había cazado, impactando gravemente al legendario búfalo, que huyó dejando atrás un claro rastro de sangre. Como hubiera sido insensato perseguirlo en la oscuridad, regresó con intenciones de hacerlo con las primeras luces, que estaban cerca. El dato me despejó completamente, ya que por nada del mundo me perdería el rastreo. Así fue que decidí esperar a que se levantara, y poco después, mientras tomaba una gran taza de café caliente en la cocina, apareció contento, pero con incertidumbre, la que siempre sentimos los cazadores cuando una presa huye herida. Cuando comenzaba a contarme los detalles, nos interrumpió el motor de la camioneta del mayordomo que, con dos ayudantes, nos acompañarían.

Al llegar al cebadero, Aldo nos guio hasta el sitio donde el gran bruto recibió el disparo. En el piso húmedo, enormes pezuñas, más grandes que las de un toro adulto, habían dejado un profundo canalón al arrancar luego del impacto, y a pocos metros, comenzaba el reguero de sangre. Aunque para muchos lectores no es novedad, para otros el incidente es propicio para una breve reseña sobre el aspecto y las características del líquido vital que brota de la lesión. En primer lugar, es necesario analizar cuidadosamente la cantidad, color y aspecto del flujo. Si el tono coincide con el rojo claro, denota procedencia arterial, y aunque no sea profuso, siempre es mortal y seguramente yace cerca; si en cambio es rojo oscuro, significa origen venoso o muscular, no necesariamente letal, lo que presagia una larga y no siempre fructosa batida; cuando es rosado, brillante y espumoso, lesión pulmonar;  si hay restos de saliva – sin espuma – la afección ronda la mandíbula o el bajo cuello; un disparo al pecho, produce pequeños chorros a intervalos irregulares; si los lamparones se hallan sobre las pisadas, o cerca, esta herido en uno de sus remos, y el rastreo puede no dar frutos, y por fin, si las manchas se ubican a los costados de la dirección de marcha, indica que la bala atravesó el cuerpo, lo que debe suponer una reconsideración de la punta utilizada: puede que haya sido muy dura, y no se produjo esquirlas suficientes para afectar otros órganos. Por último, hay que considerar que, si han pasado muchas horas, la sangre se seca y cambia de color, y si llueve, se diluye y aclara.

En nuestro caso, además, se trataba del búfalo, uno de los animales más resistentes a las heridas, como buen pariente del cafre africano. Las marcas apuntaban directamente a un impenetrable fachinal espinoso, que favorecía la emboscada, aunque el corpachón, posiblemente de una tonelada de peso, había abierto una tosca picada que facilitaba en cierta medida el avance, pero no salvaba de las espinas y ramalazos… Cuando habíamos penetrado unos doscientos metros, el peón que abría camino pegó el grito en el momento en que se oyó el ruido de ramas quebradas y un sordo bufido: estaba vivo y listo para vender cara su vida. Extremamos las precauciones avanzando lentamente, tratando de tener siempre un árbol apropiado a mano, mientras me felicitaba por estar a la cola de la fila, porque mi velocidad para trepar es la de un perezoso y, por otra parte, soldado que huye sirve para otra guerra… De pronto, redoblando estrépito y bufidos, apareció la mole oscura, tambaleante como borracha, incapaz de embestir como amagaba, al punto que volvió a caer pesada y definitivamente. Aldo se aproximó apuntando, y desde unos pasos asestó el tiro de gracia y puso sus manos sobre la vieja cornamenta.  Los festejos fueron interminables, todos queríamos abrazar al que abatió al último búfalo. Pasado el jolgorio, llegó la hora de admirar las gruesas astas curvadas, característicos de los Murray, una de las subespecies importadas, eran gruesas como el brazo de un hombre,  recubiertas por una extraña capa de placas córneas, como las escamas de un pez, y las puntas de los pitones, se remataban en extremos redondeados por restregadas y batallas cerriles. Los dientes, gastados hasta las encías, pronto serían inútiles para rumiar su alimento, lo que anunciaba su final biológico. Según uno de los paisanos, que llevaba mucho tiempo en el campo, y recodaba el ingreso de original, debería sumar 22 0 23 años. Que hubiera sobrevivido tantas horas, no hacía más que probar su resistencia a los disparos, cosa que me recordó que, la mayoría de los que cacé durante largas veladas o intensos recechos, casi siempre me exigieron más de uno. No hace mucho descubrí que, impactar detrás de la oreja, donde comienza el cogote y se oculta la columna vertebral, ocasiona el derribo instantáneo. Obviamente, otros son tan o más eficaces. Despostar a la bestia, que superaba seguramente los 900 kilos, resultó un esfuerzo fenomenal, en el que todos colaboramos para lograr, en un par de horas, trasladar los cuartos traseros, paletas, lomos y grandes trozos de carne hasta la camioneta.

Al llegar hallamos a los dos cazadores que aún estaban en el juego, más muertos que vivos luego de una semana de fajina intensa y recechos al por mayor… No sin un dejo de bronca, ya seguían invictos, confiaban en los dos últimos intentos: el crepúsculo que se acercaba, y la madrugada siguiente.

Por mi parte, quería aprovechar al máximo el aguardo de despedida, instalarme temprano y aguantar hasta quedarme dormido… El sol estaba alto, cuando ya revisaba cada mata del soto bosque desde la ventana. Como si se hubieran dado cita para despedirme, dos piaras de jabalíes a medianoche, y dos hembras sin amo una hora después, hicieron que la velada transcurriera entretenida hasta que dieron las dos campanadas, cuando comencé a mirar el reloj con frecuencia y sentir los párpados pesados como lingotes. Sin duda había pasado la raya, y las caminatas y esperas pasaban la cuenta… Poco después acepté la derrota y pegué a vuelta. No era la primera ni la última cacería fallida.

A Gus y el Marqués no les fue mejor, no dieron con el trofeo que les llenara el ojo, ese que vemos en los sueños de cazador.

En resumen, un resultado que muestra la imprevisibilidad de nuestro deporte. Nos enfrentamos a criaturas salvajes con sentidos fenomenales que nos aventajan abismalmente, un escollo que demanda toda nuestra experiencia y esfuerzo; en otras nos burlan antes de lograr siquiera verlos y, por último, no faltan las oportunidades en que ponen a prueba nuestra convicción ética: si no es trofeo, respetar su vida con la esperanza de volver a enfrentarnos, o cederlo a otro venador afortunado.