El valor de un trofeo de caza

Por Gustavo A. Jensen

Entre los aficionados a la caza mayor existen dos grupos mayoritarios y bien diferenciados: los que cazan por la carne de los animales y los cazadores de trofeos. Ambos tienen parámetros deportivos y principios éticos bien diferenciados, ya que entre los primeros y salvo muy puntuales excepciones, no se respetan ciertas pautas o reglas de conducta que, para los segundos, y aquí también salvo algunas excepciones, constituyen la piedra angular en la que se fundamenta su pasión por la caza. De más está decir que la actividad de los cazadores de carne resulta mucho más perniciosa para la fauna cinegética que los que cazan en busca del trofeo, toda vez que las vedas, el sexo de los animales, su edad, las cornamentas o colmillos, entre otras cosas, poco interesa al tiempo de llenar las mochilas.

Los cazadores de trofeos partimos de parámetros y premisas diferentes, y aun cuando estos no tengan necesariamente coincidencias personales entre los que buscan sus trofeos, hay al menos una correlación básica que nos guía en el sagrado y trascendental momento de tomar la decisión de quitarle la vida a un animal, para inmortalizar su existencia con el trofeo que pasa a ser parte de nuestra propia vida al permitirnos recordar eternamente los momentos del lance.

Decía que los parámetros personales para la selección de un trofeo no necesariamente tiene que coincidir entre uno y otro cazador por la sencilla razón que difícilmente encontremos uniformidad entre los distintos factores que delimitan esos parámetros, siendo oportuno destacar aquí que si bien existen muchos cazadores con un altísimo grado de trofeomanía en sus estándares y sólo consideran trofeos los animales que superan ciertos puntajes preestablecidos en los libros de registros o rankings de diversos organismos e instituciones internacionales como Rowland Ward, el Safari Club Internacional y el Concecil International de la Chase, o la Federación Argentina de Caza Mayor entre los más conocidos, en lo personal el significado y el valor de un trofeo de caza pasa por otros valores mucho más sencillos, vinculados con la experiencia cinegética de cada uno y las vivencias que rodearon la cacería.

Cuando hablo de experiencia cinegética me estoy refiriendo a las posibilidades reales que cada cazador ha tenido en su vida para acceder a la caza de animales con valor de trofeos, el tiempo y dedicación que pudo darle a esta actividad condicionada en muchos casos por razones de distancia, económicas o simplemente por restricciones personales y familiares, frente a aquellos privilegiados que nacieron y han vivido toda su vida en los montes o montañas rodeados de la mejor calidad cinegética y sin demasiados obstáculos para dedicarle a la caza el tiempo que necesita.

Así planteadas las cosas, no resulta difícil comprender que una modesta cabeza de ciervo pueda resultar un trofeo importante para quien con mucho sacrificio y pocas oportunidades logró llevarlo a su casa y lo conserva con dignidad y orgullo, aunque tal vez ese mismo trofeo no resulte digno de un cazador con dilatada trayectoria y una cuantiosa cantidad de grandes trofeos colgados en su sala.

Por lógica los parámetros en cuanto a la calidad del trofeo que se tenga en mente conseguir por unos y otros cazadores serán muy diferentes, resultando mucho más fácil para los primeros lograr satisfacer sus aspiraciones que para quienes llevamos muchos años dedicados a la caza mayor y contamos con una importante cantidad de trofeos en nuestro haber, y aquí se abre una nueva llave que desde siempre ha dividido las opiniones entre los viejos cazadores.

La cuestión motivo de la discusión es si la expectativa de caza de los que hemos cazado muchos ciervos debe ser siempre ir por uno más grande o por el contrario deben primar ciertos valores o premisas de selección que permitan asignarle el valor de trofeo al animal que cacemos. Voy a anticipar mi coincidencia con quienes postulan la segunda posición, pues de lo contrario y dado los tiempos que corren en los que resulta evidente el deterioro de la calidad genética de los ciervos que viven free range, para muchos la caza debería pasar a ser un lejano recuerdo, pues difícilmente podamos encontrar en los montes pampeanos a los que tenemos acceso, algún ciervo más grande que los que hemos cazado.

Sin embargo y como decía más arriba, el concepto y el valor del trofeo son cuestiones muy particulares y especiales en la personalidad de cada cazador, donde no siempre debemos aspirar a lograr un animal en la categoría de los records que nos marcan los libros de registros o rankings existentes, sino que existen otros parámetros que no tienen en mira precisamente el puntaje del trofeo, sino el ciclo de vida del animal, su genética y el hábitat donde se encuentra.

Dentro de los principios éticos de la caza deportiva existen ciertas pautas o principios que no siempre encuentran sustento en una normativa legal vigente, sino que forman parte de la cultura cinegética de todo cazador deportivo que se precie como tal. Constituyen por lo tanto prerrogativas personalísimas que sólo encuentran un significado dentro de la psiquis del cazador y su incumplimiento, más allá del reproche despectivo aveces o a modo de cargada de algún colega entendido, traerá aparejada la reprimenda eterna y mucho más dolorosa de su propia conciencia que no le perdonará nunca el error cometido. Como humanos que somos siempre cometemos errores y por lo tanto todos tenemos algún castigo en nuestra propia conciencia del que nos arrepentiremos toda la vida por un animal mal cazado, pero como también somos animales racionales debemos aprender de nuestros errores para no sacrificar la fauna a la que no le daremos el valor de trofeo.

Actualmente en todos los ámbitos de caza del país y producto del mal manejo genético de las poblaciones faunísticas, ya sea por imperio de la desidia y desconocimiento de las autoridades administrativas que legislan en la materia o bien por el desmesurado afán de lucro de los operadores, nos encontramos con un marcado deterioro de la calidad de los trofeos de caza, advirtiéndose cada vez más la existencia de animales con cornamentas genéticamente defectuosas, esto es la inexistencia de coronas en los ciervos colorados adultos y con gran predominio de machos horquilleros (10 puntas), en el mejor de los casos, o simplemente los peligrosísimos chusos o asesinos que presentan una o ambas varas desprovistas de los candiles de hierro y medios, por lo que lucen una larga espada de punta muy afilada que al carecer de candiles se transforma en un arma letal en las peleas con otros machos, pues dicha falencia hace que no tenga trabas que impidan llegar con ella libremente al cuerpo del contrincante.

La naturaleza fue sabia al proveer de candiles a lo largo de las varas o cuernos principales de los ciervos, porque de esta manera actúan como trabas en las peleas, minimizando el daño físico que puedan provocarse. Pero ha ocurrido que, debido a las malas praxis precitadas, la proporción de ciervos genéticamente malos supera con creces a los pocos coronados y es aquí donde debemos actuar los cazadores en la eliminación de al menos los más malos, como en el caso de los asesinos.

En la brama del año en curso -2024- estuve cazando durante 5 días en un coto abierto en la zona de Quehué y si bien fue una cacería muy divertida por la cantidad de ciervos, la brama y la belleza del monte, con muchos médanos y caldenada virgen de muchos años y sin vestigios de incendios, sumado a la inestimable compañía de un gran cazador como Julio Pérez, tuve oportunidad de ver muchos ciervos todos los días, de los cuales sólo unos pocos eran coronados jóvenes (12, 13 y 14 puntas) y muchos 10 puntas, algunos interesantes por el largo de la cornamenta pero de poco grosor lo que da la pauta del mal manejo genético que ha venido teniendo el coto en los últimos años -ahora con nuevos operadores-, por lo que ya estaba algo resignado a volverme sin cazar hasta que ya casi al final de la cacería y en el momento menos esperado, casi al medio día y camino de regreso a la camioneta, un bramido muy bajo y espaciado nos llevó, gracias al increíble oído de Julio, hasta un cañadón donde se había formado un charco producto de la lluvia de la noche anterior y allí reinaba un viejo ciervo asesino de sólo 7 puntas y con un espada de 98cms de largo, gruesa y afilada, el que cuidaba celosamente su harén de aproximadamente 20 especímenes, entre hembras y pichones. Poco tardé en darme cuenta que estaba ante un gran trofeo, no sólo porque era un animal muy viejo a juzgar por el tamaño de su cuerpo, la forma de caminar

 y el grosor del cogote con una larga melena que aumentaba aún más su tamaño, sino porque además era quien regenteaba la cuadrilla de hembras más importante que habíamos visto hasta el momento, imponiendo respeto y miedo a los machos más jóvenes que merodeaban en los alrededores, algunos de ellos genéticamente superiores en calidad por tratarse de ciervos coronados y de perfecta estructura, aunque sin llegar a ser trofeos en mis estándares.

Así fue que luego de un buen rececho logré abatirlo limpiamente con un disparo que produjo la estampida de la gran cuadrilla y que al día siguiente pudimos ver en compañía de un hermoso 13 puntas. En lo personal volví satisfecho ya que estuve cazando de verdad, recechando ciervos en el monte y en plena brama, haciendo una selección dentro de los cánones de la ética deportiva y eliminando un gran patriarca del monte que flaco favor hizo y haría en el futuro en la genética del lugar.

No puedo dejar de contar aquí que al día siguiente y en la misma zona donde cacé mi trofeo, otro cazador del mismo coto, cazó otro ciervo de idéntica morfología al mío, 7 puntas y con un vara algo más corta y fina, sin dudas un hijo suyo que al menos ya tenía 4 o 5 años de edad, lo que demuestra que hacía varios años que vivía en el lugar y sin que ningún cazador lo cazara, pues seguramente privilegiaron algún macho coronado y joven por sobre el viejo deforme y en evidente regresión como pudimos comprobar luego, ante la ausencia total del cuarto molar de la mandíbula inferior. Para mí un gran trofeo.