En la selva y sin mate

A pesar del juramento de nunca más, lanzado al Cielo luego de la última cacería en la jungla paraguaya en verano, reincidí y me anoté otro pecado… Es que muy cerca del límite con Brasil, donde el Pantanal comienza a mostrar su magnificencia, el termómetro asusta acusando 40º o más casi todos los días, agravado por frecuentes tormentas tropicales que llevan la humedad a la estratósfera.  

Pero la fascinación por esas selvas que guardan aún la virginidad de la doncella, su fauna mayor exuberante, la música de la selva y el perfume de flores despiertan, tarde o temprano, saudades irresistibles. Estaba nuevamente en la tierra de las supersticiones, donde todo se asocia con mitos y leyendas que se transmiten de generación en generación hasta convertirse en realidad.

Quien me acercó nuevamente a esos parajes fue un viejo amigo formoseño que me ofreció contacto con su baqueano frecuente. La cita, convenida tiempo atrás, se concretó puntualmente cuando vimos al moreno sentado a la sombra, en la orilla opuesta. Estaba junto a su caballo y dos más, el que me tocó en suerte y el carguero, enjaezado con un par de chihuas similares a las nuestras. Descargamos de la vieja Ford F 100 los cachivaches – una montaña – y en minutos el hombre estaba junto a nosotros luego de cruzar el río, que esa época se puede vadear a pie.

Nos presentamos y pusimos manos a la obra: teníamos por delante 5 o 6 horas de marcha. Armamos el gigantesco sándwich entre las chihuas, ajustamos cuidadosamente las cinchas y montamos luego de convenir el rescate: ocho días después a la misma hora.

Entre piedras redondeadas por el agua durante millones de años, en la orilla opuesta nos recibió el océano forestal que culmina en el caribe. Cabalgando entre gigantes que trepaban más allá de los 30 metros como el Petiribí, Lapacho, Chancharana y fragantes Laureles, revivía la misma admiración de un par de años atrás: lianas del grosor del brazo enroscadas como boas a los troncos, centenares de orquídeas colgando de las ramas como joyas de infinitos colores, musgo y líquenes que jamás vieron el sol y el griterío de los monos alarmados ante los intrusos. Empapado por el sudor y la humedad, rodeado de miríadas de mosquitos y otras liendres, miraba como el montero sorteaba obstáculos sin rozar siquiera la carga.

Dos o tres altos en el camino para que las bestias resuellen, y por fin arribamos al patio de tierra colorada de su vivienda- Me apeé con el culo dolorido, soporté a media docena de perros que me olisqueaban y oí a Jesús: “… está en su casa don Carlos…” Y así fue. Me instalé en un rincón del mono ambiente junto a mis bolsos, tanteé el catre que tuvo mejores tiempos y luego llevamos los caballos hasta un arroyo cercano para abrevar y refrescar sus remos. No perdí la oportunidad de un baño eterno. Otra vez en casa, nos sentamos a matear tereré, el mate frío indispensable que ceban varias veces al día. Se puede pedir a un paraguayo cualquier cosa menos que falte el tereré…

Como no es el objeto del relato detallar la cacería, saltearé el par de días en intentos fallidos para contarles sobre lo acaecido cuando el nuevo amigo propuso aprovechar la luna llena para acechar junto a una poza, así llaman a los charcos acecháramos otros dos o tres junto a una poza, así llaman a los charcos donde abrevan los animales salvajes. El problema fue que, por la lejanía, deberíamos trasladar todo el equipo necesario para tres jornadas.

Muy temprano, aun con la fresca, volvimos a armar las chihuas dividiendo tareas: él se ocuparía de juntar los caballos dispersos en el monte y yo la logística de supervivencia.  Desde el charqui hasta papel higiénico, revisé una y otra vez la parva de enseres para que nada faltara. A media mañana estábamos en camino, y tres horas después anunció que la poza estaba a unos mil metros. Buscó un lugar adecuado y montamos el campamento suficientemente alejado del agua como para que nos oigan ni venteen. Cavé un hoyo con mi pala plegadiza y enterré el agua para que mantenga algo de frescura, tendimos la lona que plegada cubrió las chihuas y a poco teníamos un techo para el chaparrón imprevisto.

Mientras se encendía el fuego, el hombre me hablaba de su vida en la selva, de los peligros, la soledad, víboras y sacrificios para parar la olla. Luego me pidió pava, mate y bombilla para la obligada sesión y me levanté para alcanzarlos. En pánico, luego de revolver cachivaches, recordé donde los había dejado: para que no lambetearan los cuscos, los puse en la horqueta de un paraíso… Solo estaba una mi vieja pava tiznada.

Me senté a su lado sin saber cómo empezar, ya que me lo imaginaba montando, abandonándome en la selva…

Sin embargo, para mi asombro, tomó mis disculpas con calma sospechosa y monosílabos que no entendí. Luego se encaminó al monte con el machete en la mano sin dar explicaciones.

Luego de una breve y angustiosa espera, apareció con el pucho entre los labios y bajo el brazo un manojo de cañas tacuara (huecas), y otro de ramas con hojas verdes.

Se sentó sin darme bola, armó otro cigarro y se dio a la tarea de seleccionar la extraña carga mientras lo miraba sin animarme a abrir la boca…

Cortó cuidadosamente una caña de unos 30 cm de grosor, dejando un nudo sobre y el otro debajo, obteniendo así una pequeña vasija que en mi imaginación traía un mensaje: metete la pava en el culo… Luego de prolijarla, cortó otra más delgada,1 cm de diámetro, esta vez entre dos nudos, logrando lo que sería la bombilla, que obviamente carecía de filtro. Paso siguiente, tajeó delicadamente uno de los extremos con el cuchillo y en las ranuras insertó pequeñas láminas de la finísima corteza de la caña que serviría de filtro. Una bombilla casera que nos sacaría de apuros. Mientras trabajaba en la bombilla, llenó la caña-pava con agua y la colocó en un círculo despejado en medio del fogón, rodeada a unos centímetros de brasas, el secreto para que no se queme – hasta que estuvo caliente.

Y para finalizar su magia, clavo cuatro cañas de unos 60 cm de largo alrededor del fuego como patas, y con esa base construyó una primitiva parrilla. Encima, distribuyó varias hojas sacadas del ramo que trajo –  que no eran otra cosa que yerba mate silvestre – que poco rato se secaron lo suficiente como para molerlas y tener el ingrediente que faltaba: la yerba.

Todo esto ante mis ojos atónitos que no podían creer lo que veían.

La cazada 5 puntos, apenas un par de pecaríes y una corzuela cuyas partes más tiernas terminaron en la olla, que afortunadamente no olvidé… Pero la anécdota, un «10».