Hay que fusilar al guardaparques

Don Aurelio Pargade, el decano de los guardaparques de Parques Nacionales, dejó este mundo después de haber paladeado una vida desbordante de ricas aventuras.

Y como me tocó en suerte compartir alguna, ya que nos unía una sólida y sincera amistad, nada mejor que evocarla, aunque con cierta melancolía.

Sucedió que llegaba al país un ilustre miembro de la realeza europea al que, como era costumbre diplomática, se le debía hacer conocer alguno de nuestros Parques. Y como además el visitante era un afamado cazador, las autoridades le extendieron un permiso extraordinario para abatir un ciervo colorado en la Isla Victoria, perteneciente al Parque Nahuel Huapi, en la provincia del Neuquén.

El Presidente de la Institución, mi gran amigo don Raúl Sosa, sentía un aprecio muy especial por el viejo guardián, al punto de haber pospuesto su jubilación una y otra vez para que terminara sus días en la Isla, que custodiaba con celo inalterable.

Raúl era muy amigo de las bromas, y aprovechando la llegada del Príncipe le envió a don Aurelio, por mi mano, una carta con membrete oficial en la que muy solemnemente le comunicaba que el noble deportista debía, sí o sí, cazar un ciervo de buen porte, que debía servirle de guía y que si no cumplía la orden al pié de la letra lo iba a pasar por las armas.

Esta última humorada, fácilmente comprensible para la mayoría, no lo era para un hombre que poco conocía del mundo exterior, con un sense of humour limitado y un respeto cerval por las jerarquías.

Cuando leyó la nota me miró desorbitado:
-Carlitos, mire qué dice el jefe!!!, si no lo hago cazar a este hombre me va a fusilar!!!

Yo, con mi mejor cara de no-se-nada, seguí la broma con algunas palabras de circunstancia.

Aurelio había capturado, varios años atrás, a un cervatillo de colorado que halló abandonado en el bosque. Lo crió a mamadera, y en un corral lindero a su casa lo alojó mientras se convertía en adulto y desarrollaba una cornamenta importante. Atrevido, solía saltar la cerca para comerse las papas de la huerta casera, por lo que se ganó su apodo de Papero.

Nuestro héroe pasó los días siguientes abstraído, atareado con la fabricación de una enorme jaula de madera que ajustó sobre su “catango”, un carromato con ruedas de madera tirado por bueyes, que se utiliza en la cordillera para bajar madera de la montaña.

Avisado de la llegada del visitante, metió al Papero en la jaula y lo transportó hasta el ligar elegido: la entrada de un desfiladero de apenas 100 metros de ancho y casi un kilómetro de largo, limitado por un paredón vertical inaccesible y la costa del lago. Allí dejó apostado a uno de sus hijos, custodiando la jaula con el ciervo.

Y marchó a recibir al cazador.

Al encontrarlo en las cercanías del gran Hotel insular, Aurelio casi muere de espanto: el hombre aparentemente pensaba en una cacería enmarcada en la mejor tradición Europea, rodeado por su séquito y dispuesto a abatir una docena de ciervos, como normalmente ocurre en los cotos reales del viejo continente.

En cambio, el viejo guardaparques solo conocía nuestra tradición cinegética: un cazador y su guía, absoluto silencio y derroche de paciencia durante varios días para lograr – tal vez – un solo trofeo.

Sin amilanarse ante la realidad y pensando solo en cumplir con la tarea en la que (para él) le iba la vida, le rogó al cazador que devolviera a su gente al hospedaje de la Isla, ya que el alboroto producido por tanta gente frustraría cualquier posibilidad de caza, logrado lo cual, lo guió sigilosamente hasta el extremo opuesto del corredor natural. 

Allí lo apostó entre las rocas, asegurándole que por ese mismo lugar solía cruzar frecuentemente un ciervo de muy buena cornamenta.

Luego se alejó con el pretexto de campearlo para intentar orientarlo hacia la espera, dejándolo con el traductor en la dulce espera.

Fue solo cuestión de tiempo llegar hasta la jaula y liberar al Papero, que azuzado con un par de chirlos en el anca, tomó rumbo a su triste destino. 

Pocos minutos después, el disparo anunció el fin de la “cacería”.

Por la noche y mientras mateábamos en su rancho, observaba su cara rebosante de picardía criolla. La luz de las llamas que crepitaban en el interior de su vieja cocina “económica” de hierro, iluminaron por un instante una sonrisa tan ancha como su boca mientras sentenciaba:
– Mierda… que me van a fusilar!!!