¿Héroes o Villanos?

Por Carlos Rebella

La rica fauna africana, sin duda la más numerosa y variada del Planeta Tierra, subsistió durante millones de años librada a su suerte y en aparente anarquía. El que se ha dado en llamar Continente Negro, es el tercero más extenso del mundo y el más privilegiado, ya que atesora desde diminutos microbios hasta gigantescos elefantes. Cataclismos, diluvios, sequías, fuegos y guerras, no lograron interrumpir, durante milenios, el increíble, frágil y milagroso equilibrio vital, a pesar de la feroz ley de la selva o el desierto: todos contra todos en lucha a muerte por la sobrevivencia, incluidos los humanos nativos.

Hasta que llegó la tan mentada civilización, la debacle y el aniquilamiento por mano del predador más letal de los seres vivos: el hombre. Pocos siglos atrás, una avalancha de científicos, aventureros, cazadores, negreros y marfileros, inauguraron la era de destrucción natural más tremenda de la historia.

Como cazador conservacionista, sentí desde siempre la seducción de la tierra del león y la gacela, abrevando en los vívidos relatos de los grandes cazadores blancos o sus cronistas. Mis anaqueles desbordan volúmenes que recuerdan el valor, audacia e intrepidez de aquellos pioneros, que arriesgaron sus vidas para penetrar el corazón de aquel ignoto territorio inexplorado, más extenso que China, EEUU, India y Europa juntos.

Tanta vastedad inexplorada inauguró su período colonial cuando los portugueses, en 1400 y por primera vez, saltaron al Atlántico y comenzaron a delinear los primeros mapas costeros, que llamaron portuplanos. Para lograrlo, contaron con la ayuda de un inédito aparato para orientación, el astrolabio, curiosamente inventado por Hepatía, una mujer que vivió en el año 370 D.C. Más adelante en el tiempo, con la llegada del sextante y la brújula, los navegantes descubrieron nuevas costas y horizontes, entre ellos un nuevo mundo poblado por seres parecidos al hombre, de color negro, que comían carne humana y andaban desnudos. Al regresar, con sus bodegas llenas de maravillas y riquezas, narraron infinitas realidades y fantasías que estimularon a nuevos precursores que, sin mapas, comunicaciones ni logística, solo librados a su suerte, enfrentaron lo desconocido y la incertidumbre. Nada contuvo su arrojo: ni bestias exóticas, leyendas sobre monstruos mitológicos, víboras letales, insectos mortíferos, habitantes hostiles, ríos anchos como lagos, y lagos grandes como mares. Sin agua potable más que la casual, sin alimentos más allá de lo obtenido por la caza, se internaron en lo arcano siguiendo senderos de animales o aborígenes. A mis jóvenes ojos, devotos de San Uberto, eran la encarnación de los superhombres.

Pero los años no pasaron en vano, ni el entendimiento se obnubila en los recovecos de la historia. Experiencia y madurez opacaron el apasionamiento, malas nuevas revelaron la catástrofe faunística africana, y las cosquillas de la duda me llevaron a otra etapa lectiva, ecuánime y orientada hacia la biopsia de los sucesos que, descarnadamente y a la velocidad del sonido, traían cifras e imágenes impactantes. Ya con otra óptica, me aboqué a cotejar y chequear datos, releyendo volúmenes amarillentos donde, entre líneas, hallé que aquellas gestas, escrutadas a la luz de la actualidad, perdían el aura de otrora. Los informes, rigurosamente científicos, exhibían claramente cifras estremecedoras, haciendo que la admiración compulsiva por mis héroes, dejara paso a un proceso de culpa compartida, por aquello de quien calla otorga. Asumí que era el momento de mostrar la cara oculta de aquellos adelantados que, en muchos casos, resultaron ídolos con pies de barro.

La cronología y el relato de la caza africana del siglo XIX y XX, en tiempos de Hunter, Corbett, Courteney, Taylor, Kirby o Selous, entre muchos, ha sido explicitada en sus libros y analizada por sus historiadores, cuando conservación, sustentabilidad y equilibrio, eran palabras que no figuraban en el diccionario popular. Esa realidad no exculpa, pero sirve para comprender épocas en que las noticas demoraban meses en llegar de uno a otro extremo del Globo. Recordemos que entonces, las grandes potencias se apropiaban o perdían, en una loca ruleta, territorios tan vastos como Europa; la compra y venta de personas era comercio legal; el marfil se cosechaba impunemente, y el oro y los diamantes estaban allí, para quien los tomara a sangre y fuego. Todo era anarquía y escarnio para Madre Natura.

Sin embargo, Dios se apiadó de ella cuando los testimonios irrumpieron en cataratas sobre el ánimo de millones de mujeres, hombres y niños que, enterados tardíamente de los luctuosos hechos viralizados por la prensa, no tardaron en movilizarse, mostrando su indignación, y clamando justicia.

Para quienes acompañaron mi trayectoria periodística escrita, oral, televisiva o cibernética, a lo largo de más de medio siglo, puede parecer incongruente y hasta extraña esta lectura, como si no proviniera del cazador que conocen. Y tienen derecho a preguntarse: ¿por qué no alcé mi voz a su tiempo? No lo sé, pero sí que no debo buscar pretextos, asumir mi error y, si sirve de algo, remitirme a la obra de Jean Meckert, Nous Sommes tous des Assassins (Somos Todos Asesinos), donde detalla, con fidedigna certeza, la relación directa entre los seres humano que matan animales, y quienes pagan – aun inconscientemente – para que lo hagan.

Pero vayamos a los hechos que motivan esta reseña, comenzando por John Hunter, (1887-1963), posiblemente el arquetipo de los ambiciosos venadores que pisaron tierras africanas, tristemente famoso por la cantidad de elefantes derribados. Emigró al África Oriental Británica, y se instaló en la granja de un pariente que lo precedió, pero, por desavenencias domésticas, debió abandonarlo para comenzar una nueva vida como simple vigilador de tren. Siendo que aquellos convoyes atravesaban inmensos territorios vírgenes, tuvo el privilegio de ser uno de los primeros en asombrarse ante la magnificencia del reino animal y la flora del continente de las Pirámides y el Nilo. Incontables leones, elefantes, leopardos, antílopes y búfalos, que pastoreaban o cazaban en bosques y praderas infinitos, despertaron sus instintos ancestrales de cazador, decidiéndolo, en complicidad con el maquinista del carguero, a incursionar en el negocio de la venta de marfil y carne, poniendo en práctica un sencillo y seguro método de comunicación sonora: dos pitidos de la locomotora, león; tres, leopardo; 4 elefante, etc. Hunter, empuñando su .275, regalo de su padre, disparaba desde la ventanilla, y cuando el número lo justificaba, su socio se detenía para recoger. Fue cuando pasaron a pocos metros de una manada de elefantes, que disparó por vez primera al de mejores colmillos, aunque el calibre, inadecuado, permitió que escapara herido. Sin embargo, el animal terminó sus días en las cercanías de Nairobi, fin de riel, donde los nativos lo despostaron y extrajeron los colmillos, que le redituaron en un día, el equivalente a varios meses de salario. El desenlace, que superó sus expectativas, y la codicia, lo decidieron a iniciar una etapa de su vida dedicada al abate de paquidermos, sin descuidar leones y leopardos, que le reportaban 1 libra por cuero: un platal. Acreció rápidamente su fortuna, y pronto logró montar una empresa, contratando porteadores indígenas para largos safaris que se extendieron entre 1912 y 1922. En ese lapso, según registros oficiales, abatió más de 2000 elefantes, utilizando varias armas: .416 Rigby, .475 Nitro y .577 Nitro. Los disparos. según las memorias de sus apologistas, y posiblemente exagerando, se hacían desde el alcance de la mano. Tan ubérrimo era el hábitat, que sumó a esa cifra la friolera de 1500 rinocerontes, 600 leones e innúmeros antílopes. Aunque es cierto que en algunas provincias ya se expedían permisos para abatir entre 20 y 50 elefantes, ¿Quién controlaba su cumplimiento? Nadie. Y menos para los ciudadanos del Imperio.

Frank Bank, apodado El Sordo por su problema auditivo, nació en 1875 en Londres, y emigró a Mombasa, África, donde se radicó y vivió 46 años en compañía de sus hermanas. Su intención era convertirse en productor de café, pero como no disponía del capital necesario, adquirió un rifle Lee Enfield .303, unos cientos de cartuchos, y se dedicó a recolectar marfil: en un par de meses obtuvo más de 400 colmillos, cuyo rédito le hizo olvidar al negocio cafetero. Su intensa actividad, el aumento de vigiladores, y los cupos cada vez más reducidos, lo llevaron hasta Énclave de Lado, una región casi inexplorada y deshabitada, donde aniquiló nada menos que tres mil elefantes, e impuso su triste récord personal: 13 con trece disparos en un solo día…

Otro célebre cazador de marfil conocido mundialmente, también producto de una época y una sociedad difícilmente comprensible para las generaciones presentes, fue George Rushby, nacido en un mundo dominado por un puñado de potencias, que creían ser las predestinadas para dominar el Globo, confundiendo civilización con barbarie. Rushby llegó muy joven a África del Sur, en busca de su destino. Como muchos británicos, se empleó en una de las compañías de trenes, la que unía El Protectorado Británico de Nyasaland, con el Océano Índico. Allí se asoció con un par de tránsfugas que lo introdujeron – en primer lugar – al negocio carnicero, impulsado por la necesidad de proteínas para alimentar a miles de trabajadores ferroviarios. Luego de lograr ganancias exorbitantes en muy poco tiempo, y embriagado por el fulminante éxito, subió la apuesta: marfil. Pero, abusando de su racha y en plena tarea furtiva, fue capturado por las autoridades, que le decomisaron cargamento, armas y pertrechos. No obstante, ningún inglés pasaba tras las rejas mucho tiempo, y poco después lo encontramos instalado en Tanganyca, esta vez apostando al oro amarillo que, al estilo Far West, se explotaba en medio del caos. Como no resultó como imaginaba, regresó a las fuentes en pos – nuevamente – del otro oro, el blanco y ebúrneo, aprovechando que, en esa época, el Departamento de Fauna aprobó un número de permisos para controlar a los elefantes que asolaban a los colonos, de la Rubia Albión por supuesto. Cambió el pico y la pala por un flamante .318 Westley Richards, y munido de su licencia comenzó a matar a discreción y burlando las leyes: los veinte autorizados por año, se transformaron en 58 en dos meses. Nuevamente con la policía pisándole los talones, se radicó en Rodesia del Norte, y con nuevas concesiones en el bolsillo – por las dudas – se contactó con un grupo de comerciantes ilegales de marfil, árabes e hindúes, que le comprarían todos los colmillos que lograra. Cambió el calibre por un moderno .577 Nitro, y comenzó a enfrentar a “… incontables manadas de paquidermos que nunca había oído un disparo ni habían sido perseguidos, por lo que, acercarse a pocos metros, era sencillo” según cuenta su biógrafo Tony Sánchez Ariño. El incansable George, ante un panorama que prometía ganancias ilimitadas, comenzó su nefasta tarea batiendo su propio récord: 18 abates en el primer día de caza…Tan auspicioso comienzo, dio paso a una temporada que le reportó la friolera de 7000 Libras Esterlinas, entonces una fortuna descomunal. Cuando se difundió la matanza, el gobierno de la colonia – entonces belga – lo puso literalmente en la mira, pero el astuto inglés logró poner rápidamente distancia, más que fácil en un continente prácticamente virgen. Sus andanzas, entre legales y al margen de la ley, lo llevaron a Albertville, Dar es – Salam y otros destinos, donde continuó acumulando éxitos hasta que, a la vejez, cumplió su viejo sueño y compró una plantación de café, donde murió luego de obtener más de 4000 colmillos…

Tratando de mantener la ecuanimidad, debo mencionar otras voces que la prensa mundial difundió hace muy poco, íntimamente relacionada con estos episodios.

Ron Thomson, un guardaparques Zimbabuense retirado actualmente, declara en su página web que ha cazado, a lo largo de casi medio siglo, más de 5000 elefantes, 50 hipopótamos, 60 leones, 800 búfalos y 40 leopardos, entre otras bestias salvajes. Thomson asegura que “… su matanza no fue fruto de la trillada y odiosa sed de sangre, conque insultan a los cazadores legales los talibanes del proteccionismo, ni de logros deportivos, solo de la intención de ayudar a las distintas especies a sobrevivir...” Y por ese motivo, “… no solo no se arrepiente de nada, sino volvería a hacerlo. Era mi trabajo…”, sintetiza durante una entrevista con el diario The Independent. Electo presidente de True Green Allience, una entidad ecologista, fue coautor de su Estatuto, que incluye varias teorías radicales. Básicamente reclama como objetivo primordial, “desacreditar la equívoca doctrina del Derecho de los Animales”. Para ello plantea que “… la población global se mantenga informada, explícitamente, respecto a los principios y prácticas científicas de la gestión de la Vida Silvestre, que se conozca la sabiduría y la necesidad de la utilización sostenible de los recursos vivos – silvestres o domésticos – en beneficio de la humanidad, lo que rechaza, naturalmente, la doctrina de los derechos de los animales.

Ron, integrante desde 1959 del Departamento de Parques Nacionales de Rhodesia – hoy Zimbabue – llegó a ser Guardián Provincial del Parque Nacional Hwange, una de las Reservas más importantes de África. En sus Memorias, afirma que “… la reducción artificial – raleo – de ciertas especies, previene que esos animales destruyan el medio ambiente en que viven. Cuando se logra una población sana, hay que asegurarse que no aumente más allá de la capacidad alimentaria del hábitat…”  Humildemente, me suena… Además, su vida parquista rebosa de experiencias que, tarde o temprano, debieran trasladarse a la educación obligatoria de nuestros jóvenes. También me suena, pues en su momento, presenté ante el Congreso de la Nación un proyecto de Ley en ese sentido, que duerme en los cajones de algún inservible. Continúa diciendo “… que los elefantes hoy, tienen serios problemas para obtener alimento y agua en tiempos de sequía, porque ya se han agotado gran parte de los recursos de su hábitat, y si no se controla su población, será imposible que la vegetación vuelva a florecer, provocando la muerte irremediable de muchos ejemplares, en primer lugar, las crías…”

Pensemos que actualmente, apenas sobreviven 350.000 ejemplares diseminados en 18 países. Sin pelos en la lengua, Thomson acusa a “… ciertos grupos de extremistas – disfrazados de conservacionistas, por difundir mentiras fraudulentas, con el objeto de obtener dinero fácil en forma de donaciones. Piden fondos y mienten para obtenerlos, ocultando que, en las regiones donde se autoriza la caza controlada y se reduce el número de ejemplares, elefantes y decenas de otras especies se han multiplicado exitosamente, aun después de la mortandad controlada de más de un millón y medio de individuos entre 2004 y 2014, y 200.000 de otras protegidas, que excedían las posibilidades del medio ambiente que habitaban…”

Como vemos, no son pocos los intereses, nobles y de los otros, que se mueven alrededor del marfil en particular, y de la flora y fauna en general.  Así como es indelegable condenar los abusos irreparables, no lo es menos atender con objetividad las disposiciones de la UICN – Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza – entidad madre sostenida por dos centenares de países – que ha reconocido taxativamente que, la caza legal, es una de las herramientas indispensables para lograr el equilibrio y la sustentabilidad de las especies, facultando así, dentro de leyes y normas, al hombre para utilizar los recursos naturales. Está en nuestra conciencia cumplir sus decisiones y no burlarlas, como los decadentes proteccionistas que lloran por la muerte de una mosca, pero compran insecticida… Eduquemos a nuestros hijos con lecciones de la historia, no para convertirlos en cazadores, si no es su convicción, sí para que mantengan encendida la entorcha de la preservación, con todas las energías disponibles. Incluso la caza.