¡HIAMUSA MANGA!

Por Alberto Nuñez Seoane

Volaba, desde París, de regreso a Camerún. La bruma, adherida a las copas de los árboles, dejaba huecos por los que podía empapar, a través de mis ojos, la piel de África, una vez más…

En las hojas del calendario, corría un temprano mes de Febrero. En la sabana que ocupa gran parte del norte del país, las manadas de eland comenzaban a pastar los tiernos brotes nuevos, crecidos en aquellas fértiles tierras tras los últimos fuegos. En mi corazón, el anhelo de una cacería por dos veces repetida, pendiente aún de conclusión: el eland gigante de centro África, también conocido como eland de Lord Derby, en honor de quien lo dio a conocer en nuestro mundo.

Las distancias son largas aquí, más que por los kilómetros que pueda haber, por el penoso estado de las carreteras, carriles, caminos o senderos. Volé, vía Yaundé, hasta Garua, tras hacer allí noche, condujimos unas seis horas hasta llegar a Djibao, dominio del “eland grande”.

Estas inmensas tierras de caza se extienden a lo largo de los límites del Parque Nacional de “La Bénoué”; un lugar casi perdido, demasiado olvidado, demasiado abandonado… pero hermoso, único y especial; tan lleno de vida, como sólo en latitudes de éste continente: azul, por su espíritu; negro, por sus gentes; y verde, por la vida que cobija; podemos encontrar.

Los pastores trashumantes campan, a sus anchos respetos, casi por cualquier lugar. Sus asentamientos, aunque ocasionales, sus costumbres ancestrales y su alejamiento de las normas establecidas, llegan a causar serios problemas a los responsables de la lucha contra el furtivismo. En África todo sucede con lentitud, lograr convencer a sus gentes para cambiar hábitos, aunque sea en su propio provecho, adquiridos desde mucho tiempo atrás, es una tarea que exige mucha paciencia y voluntad por parte de quien la tenga por meta.

El viejo campamento parecía saludarme desde la lejanía. Todo me resultaba familiar, como si hubiese sido ayer cuando llegué al campo de tiro para poner a punto mi 375H&H con el que días más tarde, cazaría mi primer elefante; en realidad habían pasado seis años y mucha vida entre medias.

La misma tarde que llegué, tras un almuerzo delicioso y muy bien cocinado: pastel de tomate, solomillo de búfalo y mousse de chocolate; y una corta, pero reparadora siesta; salí en busca del soberbio animal al que había venido a dar caza.

No tardó mucho en mostrar su presencia; a penas media hora habría transcurrido, cuando el pistero jefe vio una manada de eland, cerca del cauce seco de uno de los muchos ríos que por aquí hay. Segundos después, nos vieron ellos a nosotros y emprendieron la huida con ese trote tan característico de estos colosales antílopes.

Partimos tras su rastro, sin muchas esperanzas por lo avanzado de la tarde y porque ellos, ya sabían que estábamos allí.

No pudimos volver a verlos. De regreso al coche, un macho solitario, nos ocupó el tiempo necesario para aproximarnos hasta poder dudar de la calidad de su trofeo. El intento de acercarnos un poco más, para cerciorarnos de la importancia de sus cuernos, fue suficiente para que el animal nos detectase y desapareciese entre una nube de polvo. En una sola jornada, había podido ver más eland que en los quince días que pasé en estas tierras, seis años ha. Me sentía bien.

Volviendo al campamento, con muy poca luz ya, vi un grupo de machos de waterbuck. La subespecie que aquí habita es el “Kobus ellipsiprymus unctuosus”, conocido como “Sing-sing warterbuck”. No estaba muy lejos. Así que disparé con comodidad, pero como el animal no cayó, a pesar de que el tiro no fue malo, volví a dispararle con rapidez mientras corría a protegerse en la maleza. Dado la poca luz que teníamos, si se internaba en la espesura iba a resultar casi imposible dar hoy con él; mañana, muy probablemente, sus restos estarían medio devorados. El segundo tiro fue suficiente para desplomar al que muy pocos saben que es el segundo antílope, tras el eland, con mayor masa corporal de África. Fue un bonito trofeo.

Casi me ruborizo cuando me siento a la mesa para disfrutar de un auténtico lujo de cena: pastel de calabacines, perca del Nilo y piña asada con jugo de frutas y miel. Si ya de por si, sería una maravilla en cualquier restaurante europeo, ¡imagínense en plena sabana del África ecuatorial!

Aún no comenzaba a clarear cuando abandonamos el campamento. Queríamos seguir las huellas de la manada que perdimos ayer. Sabíamos que dirección tomaron en la tarde pasada y, probablemente en la noche, se habrían detenido para dormir, así que no nos sería muy difícil dar con el rastro de un grupo tan numeroso que, posiblemente, no debería estar demasiado lejos.

 En efecto, así fue.

Caminamos durante horas, el suelo estaba cubierto por terrones endurecidos que hacían bastante dura la caminata. Los restos de las hierbas calcinadas, llenaban el aire de un polvo negruzco que dificultaba mucho la respiración e irritaba los ojos, afortunadamente el calor no era aún excesivo y la ilusión compensaba cualquier dificultad.

Pasaron más de tres horas hasta que localizamos visualmente al grupo de antílopes gigantes. Antes que ellos, mientras caminaba, pude ver un “harnessed bushbuck”, dos parejas de “oribi”, varios “hartebeest de Lelwell” y babuinos.

Logramos colocarnos a unos cincuenta o sesenta metros de la manada. Localizamos un buen macho, pero tenía roto uno de los cuernos y, aunque vimos algunos otros buenos trofeos, no paraban quietos por un momento; se desplazaban continuamente mientras comían y esto, en unión de la abundante maleza que allí había, hizo resultar vanos nuestros intentos. Al final, tuvimos que desistir y optamos por regresar, no quedaba otra.

La mañana siguiente, algo más temprano, retomamos el rastro de la gran manada –días después tendríamos ocasión de contar hasta ¡cincuenta y tres eland!, en ella-. Esta vez los localizamos muy pronto. Antes de una hora de camino, ya estábamos arrodillados en pleno rececho de aproximación.

Les aseguro que, en la caza, no hay muchas situaciones en las que los latidos de tu corazón parezcan querer romperte el pecho para encontrar espacio suficiente en el que continuar latiendo, esta fue una de ellas. En pleno corazón del África ecuatorial, en tierras abiertas, salvajes y áridas; tras la pista de un animal soberbio, esquivo, único y recio; con el ansia de lo que se te ha, por dos veces negado, la ilusión de lo nuevo y la pasión de lo desconocido; con la vista colmada por esa luz… especial, el olfato embriagado de aromas sin par; la piel empapada, ¡pero viva!, el aire envuelto en el sonido de mil criaturas distintas y el alma deslumbrada por una pasión que sólo la caza sabe regalar… ¡así se siente el rececho de una criatura excepcional!

Tampoco tuve opción, esta vez. Se me heló la sangre en las venas cuando pude ver cuatro machos paseando tan cerca de mi que me daba la impresión de que si estiraba el brazo los podría tocar; pero, bien otros animales del grupo que se interpusieron, bien las ramas troncos y demás obstáculos naturales, bien la imposibilidad de situar el blanco adecuado o de encontrar un buen ángulo de tiro; obligaron a que emprendiésemos el camino de vuelta con “la cara partía”.

Nos dicen que uno de los cocineros del campamento había encontrado, mientras recogía leña, la madriguera de una serpiente pitón. Ya les había dicho, antes de llegar, que me interesaban mucho las serpientes, así que regresamos al carro y fuimos a la caza del ofidio.

Parece que se trataba, según decían, de un ejemplar con un tamaño considerable. La madriguera tenía varias entradas y salidas, para conseguir que la serpiente saliese o, al menos, poderla localizar, tuvimos que empezar a cavar desde la superficie hasta llegar a las diferentes cámaras y así poder saber donde estaba el animal.

Al fin lo encontramos, pero no salía ni a la de tres y además se movía de una cámara a otra con suma rapidez, por lo que era imposible poder dispararle. Así estuvimos un buen rato, hasta que de tanto agobiarla, se metió en un túnel sin salida, lo supimos porque, al no poder volverse, comenzó a salir del “atasco” deslizándose en sentido contrario al habitual. Se trataba, pues, de esperar a que saliese la cabeza, pero… algo salió mal.

¡Ahí está!, ¡dispara!, la verdad, allí no paraba de salir serpiente y más serpiente, así que supuse –mal hecho- que sabían lo que me decían y disparé. Le dí, ¡claro que le dí!, pero la cabeza aún no había llegado, así que le pegué en el cuerpo y como la bala era blindada, para tratar de no causar mucho destrozo, el animal ni se enteró. Aprovechó el tremendo polverío que produjo el proyectil al atravesar su cuerpo e introducirse en la tierra, para colarse en otra cámara distinta y, en esta ocasión, con la cabeza bien dirigida, ¡hacia fuera!

Desde su nueva colocación, asomaba, de vez en cuando, su lengua bífida, y a penas el extremo de su cabeza pero, en medio segundo, se ocultaba de nuevo sin darme tiempo a nada. Ensanchamos uno de los agujeros que habíamos hecho, para ver si desde algún punto podíamos azuzarla para que se decidiese a salir. Hervé, un profesional francés encargado del campamento, fue el que le echó valor al asunto y consiguió que la pitón se revolviese poniendo su cabeza al descubierto, momento que aproveché para atravesársela.

La tarde sirvió para seguir disfrutando de esos parajes, bastos, hermosos y salvajes. Para seguir respirando la luz que sólo África te regala.

Dejamos reposar, un poco, a la gran manada y tratamos de buscar otros animales. La densidad de algunas especies en estas tierras; antaño masacradas por el furtivismo, hoy muy recuperadas para la caza, gracias al empeño de hombres como Antonio Reguera; me brindó la posibilidad de seleccionar muy buenos trofeos de algunas de las especies que me interesaban. Así pude cazar un muy buen “Lelwel hartebeest” (Alcelaphus buselaphus swaynei) y un buen oribi (Ourebia ourebi ourebi).

En la mañana reemprendimos la caza del gran eland. No queríamos agobiar a la manada a la que llevábamos persiguiendo tres días, así que cambiamos de rumbo y fuimos en busca de rastros nuevos.

En esta salida, pude ver un grupo de seis topis gigantes, un animal muy escaso y difícil de cazar. Desafortunadamente no había licencias disponibles, así que me tuve que contentar con disfrutar de su contemplación.

Sólo pudimos ver una hembra de eland solitaria. En la tarde regresamos al lugar en el que la vimos, pues no es normal que estos animales estén solos, pero no encontramos nada, aunque si pude cazar un “Nigerian bohor reedbuck” (Redunca redunca nigeriensis).

Seguimos rastreando las huellas de la hembra solitaria en el quinto día de caza y, al fin, localizamos un grupo numeroso de eland, muy cerca de la frontera con el parque nacional.

Tuvimos que dar un gran rodeo para colocarnos con el viento favorable y poder acercarnos a los animales. La operación nos llevó más de una hora y media y la noche se nos echaba encima… Cuando logramos ponernos, casi, a distancia de tiro, el problema volvía a ser tener un buen macho en condiciones para dispararle. Mientras los eland pastaban, ajenos a nuestra presencia, no despegábamos los ojos de los prismáticos aguardando la oportunidad adecuada, pero tampoco esta vez la suerte estuvo conmigo, Dos hartebeest llegaron a la llanura que mediaba entre nosotros y la manada, nos sintieron y emprendieron la huida con ese característico y desgarbado trote, propio de su especie. Esto sirvió para alertar a la manada que acechábamos y, finalmente, nos quedamos con la nube de polvo que levantaron tras desaparecer en la sabana.

Muy temprano, a la mañana siguiente, retomamos la búsqueda de la gran manada con la que comenzamos la cacería. La habilidad de los pisteros y el conocimiento del terreno y las costumbres de los animales, tanto de Joaquín, el cazador profesional, como de sus hombres, lograron que diésemos, de nuevo, con el grupo que perseguíamos.

El calor apretaba de lo lindo, la caminata se alargaba y, aunque las ramas quebradas, las cagarrutas y los restos de orina frescos, nos decían que íbamos por el buen camino, no acertábamos a ver a los animales.

Aprovechábamos los escasos promontorios para, desde sus cimas, aumentar nuestro campo de visión y tratar de localizarlos, pero sin éxito. Lo que si encontramos fueron huellas recientes de elefante, otro de los trofeos que había venido a cazar. Las seguimos y, al poco, teníamos encima al grupo.

Pudimos contar hasta diecisiete ejemplares, casi todos jóvenes salvo dos hembras, una de ellas con unas defensas excepcionales para lo que se puede esperar en estas latitudes. Ningún macho con un trofeo mínimamente aceptable, así que nos hicimos sentir, provocando la espectacular huida en estampida de los elefantes, y continuamos tras los eland.

Agotados, sin haber podido alcanzar a ver a la manada, tras muchas horas de marcha, mucho calor, muchos mosquitos y mucho polvo, optamos por regresar al campamento y continuar por la tarde en el lugar en el que lo íbamos a dejar ahora.

El sol vespertino, nos aplastaba contra la tierra. Todo estaba en calma, nada se oía, nada se movía. Parecía como si los habitantes de la interminable sabana hubiesen desaparecido. Ni el vuelo de un ave, ni el grito de un animal, ni el balanceo suave de las hojas mecidas por un viento que no estaba; nada, salvo nuestro cansado caminar, obligando a las pequeñas y perezosas briznas de tierra a levantar un efímero vuelo sobre un suelo que las reclamaba con tozuda insistencia.

Es, en situaciones como esta, cuando con más facilidad libero mi mente y mi espíritu. Dejándome llevar por mis piernas, como un autómata programado, sólo siento la consciencia de lo que soy. Mil preguntas sin ninguna respuesta, dudas sin solución, deseos olvidados, anhelos ciertos… la vida.

Puede que fuese la aplastante calma chicha la responsable de la inconsistencia en el mantenimiento de una dirección estable del imperceptible –para nosotros, no para los animales- movimiento del aire, el caso es que no fuimos capaces, durante toda una agotadora, interminable y esforzada jornada, de poder, tan siquiera, echarle la vista encima a la gran manada de eland.

Estaba cansado y, no lo voy a negar, un poco decepcionado. Nos fuimos hacia el coche, subimos a él, sin muchas palabras, y arrancamos camino de “casa”.

La caza es como la vida: impredecible y Murphy –el que dice que la tostada siempre se cae con el lado que tiene la mermelada hacia el suelo-, no siempre es nuestro compañero de viaje.

Medio dormitaba, dejando balancear mi cabeza al son de los baches del carril. Estábamos a más de una hora, en coche, del campamento. Una mano firme en mi hombro, un murmullo presentido y la voz del pistero: ¡” Mi lari iamusa manga”!

Muchos años de caza van conformando unos reflejos intuitivos que, en determinadas ocasiones, se ponen en marcha antes que tu mente comience a ser consciente de ello. Así, mientras iba saliendo del sopor que me ocupaba, ya me había puesto en pie, había agarrado el rifle, me había quitado el sombrero; cuando “desperté” del todo, me encontré preguntando. ¿¿¿dónde???

Un eland gigante (Taurotragus derbianus), macho, ¡enorme! y absolutamente hermoso, estaba parado, mirándonos, a unos ochenta o noventa metros de nosotros.

Joaquín me dijo que disparase. El animal hizo un quiebro y se alejó, hacia la maleza, trotando suavemente. Maldije y blasfemé como no quiero reproducir para no cortarles la digestión durante tres días.

Echamos pie a tierra y, todos menos el conductor, empezamos a correr como poseídos hacia el lugar por el que habíamos visto desaparecer al imponente macho. Al llegar, nos encontramos con una apretada “mancha” de matorrales, la traspusimos. Había un claro, al otro extremo del mismo, el gigante y señor de aquellas tierras ¡” Iamusa manga”! –el eland grande-, nos miraba con curiosidad; tan sólo había un problema: cuando me encaré el rifle para apuntar y disparar, el codillo del animal estaba, ¡justo!, tras los restos del tronco, seco y roto, de un árbol quemado.

Aguardé, con paciencia forzada y nervios desatados, a que el eland se moviese tan sólo unos centímetros. Y así fue: dio, sin dejar de mirarnos, un paso adelante. Fue lo último que hizo. La bala del 8X68S de punta blanda, le atravesó el codillo y calló fulminado, no hizo falta nada más.

¡Santo dios del universo bendito!, ¡que maravilla de animal!, ¡que majestuoso, que imponente… que grandísimo! Con algo más de 132 puntos, podría alcanzar el puesto número catorce en el ranking del S.C.I.

Ya ven, seis días de esfuerzo, caminatas, sudores, incomodidades y decepciones y, en un momento, ¡todo cambia!; del modo –en este caso- más fácil e inesperado… Así es la caza: impredecible… como la vida.

Con la fiesta que se armó en el campamento, un menú digno de la cacería: crema de lechuga, costillas de pitón guisadas, solomillo de hartebeest a la brasa, una cerveza helada y de postre: tarta de crema con una copa de Henessy, de la botella que había comprado en París; nos fuimos a dormir plácidamente. Al día siguiente, dejaría el campamento para intentar cazar los animales que me quedaban en lo lugares en los que más abundaban.

Salimos a media mañana, poco más de una hora después, el coche se estropeó en medio de ninguna parte, con paciencia pudimos solucionar la avería y continuar viaje. Algo más de tres horas después, tres cuartos de hora antes de anochecer, llegamos a nuestro destino. Joaquín me preguntó si quería salir en el tiempo que nos quedada o lo dejábamos para el día siguiente.

A los cinco minutos estábamos en el coche, recorriendo nuevos carriles y… ¡así es la vida!, en mitad del mismo, a diez minutos del campamento, encontramos cagadas recientes –¡humeantes! – de búfalo.

Mi segunda prioridad, después del eland, era el elefante; pero hace bastantes años, un viejo y sabio pistero, en Mozambique, me enseñó a aprovechar, ¡siempre!, las oportunidades que la caza te ofrece en el momento, sea lo que tu esperas o no. Por supuesto, como vengo haciendo desde entonces, le hice caso.

Seguimos el rastro fresco de los búfalos y enseguida dimos con ellos. Iban a beber al cauce del río que estaba a unos doscientos metros. Nos fuimos a apostar de modo que pudiésemos controlar el lugar por donde el pistero sabía que iban a bajar al río.

Allí, perfectamente camuflado, con el viento a favor, tranquilo e ilusionado, esperamos a que la manada apareciese, cosa que ocurrió en minutos. Fueron bajando, por el estrecho sendero, de uno en uno: este, no; este, no; este, tampoco; este, no…el que baja ahora, ¡ese!

¡Así, dicen, que se las ponían a Felipe II! El 416RM de punta blanda, hizo que el búfalo llegase a la arena del cauce, pero… ¡rodando! Un hermoso macho de búfalo del oeste (Syncerus caffer planiceros)

Apenas si había luz y era necesario ir a buscar más gente al poblado para poder despiezar y transportar el animal, así que lo que haríamos sería dejar a un par de hombres de guardia por la noche, para evitar que los furtivos se llevasen el búfalo, y al día siguiente volveríamos a terminar la tarea.

Después de la “faena” del búfalo, fui a cazar babuinos que aquí son una verdadera plaga. Tuve suerte, también, y pude “subir” dos grandes machos a la caja del carro.

A última hora de la tarde, con la fresquita, andábamos en busca de un duiker de lomo rojo, pero nos topamos con un bushbuck. La sub-especie propia de éstas latitudes es la conocida como “harnessed bushbuck” o antílope jeroglífico (Tragelaphus scriptus scriptus), el que tenía delante de mí (había cazado otros dos con anterioridad), era un ejemplar excepcional.

Busqué un buen ángulo que me permitiese atinar con el codillo del animal sin que la maleza me estorbase demasiado. El disparo atronó la calma, pero el “bushbuck” dio un salto y desapareció entre los matorrales. Los estuvimos buscando, divididos en dos grupos, durante casi dos horas pero, después de encontrar mucha sangre en el lugar en el que estaba cuando le disparé, no pudimos dar con él. La verdad, era bastante raro.

Ya lo daba por perdido, dejamos el pisteo y nos disponíamos a volver, cuando Joaquín “me lleva”, como quien no quiere la cosa, en una dirección extraña: allí estaban dos de sus hombres con… ¡mi bushbuck!

No es que me hubiesen querido gastar una broma, es que lo habían encontrado minutos antes y Joaquín me quiso hacer “sufrir” unos momentos más, sobre todo sabiendo el alegrón que me iba a dar cuando me enseñase los descomunales cuernos del animal que con sus más de 36 puntos, estará entre los doce mejores del mundo.

En la mañana partimos, de nuevo. Esta vez nuestro destino era el campamento de Mayo Oldiri, el mejor sitio para la caza del cob de Bufón (Kobus kob kob) y del “duiker” de lomo rojo (Cephalophus rufilatus).

Un calentón del motor fue el culpable de que mi llegada al campamento la hiciese en moto, y no en la primera que me recogió que no podía con dos personas, si no una segunda que, por fin, me hizo dar con mis huesos en la ribera del río Oldiri.

La densidad de cob es aquí muy alta, así que estuve buscando un buen ejemplar que, la verdad, no me costó mucho encontrar. El tiro no fue todo lo bueno que debió, y el pisteo del antílope malherido, nos llevó la mitad del día.

Finalmente, tras cruzar no sé cuantas veces el mismo río, en un sentido primero y luego en el contrario, dimos con el cob: un trofeo bonito y, en cualquier caso, bastante mejor que el que había cazado hace seis años, no muy lejos de aquí.

El pequeño “duiker” de lomo rojo, es uno de esos preciosos y diminutos animales que me apasionan. Había visto a varios de ellos, al paso del coche y estaba deseando poder cazarlo, pero no me dieron la ocasión de disparar, son rápidos como balas.

En la tarde, con la escopeta de cartuchos preparada, acerté a abatir en plena y veloz carrera a un precioso ejemplar que colmó mis expectativas y puso punto final a un safari que nunca olvidaré, entre otras cosas porque en el tuve la suerte y el honor de dar caza a Iamusa manga.