Al sur de Suiza se encuentra uno de los veintiséis cantones de la Confederación Helvética, a la que pertenece desde el año 1815, es el cantón de “Le Valais”. Con una superficie de 5.200 Km². (un 30% más pequeño que la provincia de Cádiz que tiene 7.435 Km²), viven 298.000 habitantes (un 300% menos que el 1.300.000 que asfixian la provincia andaluza). Del total de su territorio, algo más de 150.000 hectáreas están dedicadas a la noble práctica de la caza.
En la zona en la que tuvo lugar la cacería; situada entre “Le Dent du Salantin”, el río Ródano y la frontera francesa, justo a las orillas del lago Leman; la densidad de caza es impresionante. Una política cinegética inteligente, práctica y solvente por parte de las autoridades, respetando el sentir mayoritario de los ciudadanos, es la responsable de este éxito que debiera servir para callar las bocazas de los mal llamados “conservacionistas” o “ecologistas”; fanáticos detractores, sin argumentos sólidos, de la caza.
Suiza: un país modelo de diplomacia, neutralidad y civilización; donde, seguro que para sorpresa de muchos, la práctica de la caza es una de las más importantes actividades.
Según datos oficiales del Gobierno de “Le Valais”, se cazaron, además de muchos jabalíes, 1.729 ciervos, 1.563 corzos y 2.952 rebecos. La magnífica gestión y la enorme afición de los cazadores helvéticos, han logrado repoblar esta zona de los Alpes, colmar la pasión cinegética de sus habitantes y generar importantísimos ingresos para beneficio de todos. ¿Hay alguien que quiera tomar ejemplo?
Estrenaba Noviembre sus primeros días, la nieve cubría por completo las escarpadas laderas. Muy de mañana subimos al refugio situado por encima de los 2.800 metros. A partir de ahí, el ascenso hasta los 3.600, dónde se encontraba el paraje al que íbamos, lo hicimos a pie. La altitud, el fuerte viento, las placas de hielo y la abundancia de nieve, hicieron que las casi tres horas de ascenso resultasen extenuantes.
Íbamos tras el Íbice Alpino (Capra ibex ibex). Un rumiante, que habita las zonas agrestes de los Alpes, con un peso de entre 70-80 kilos. El macho, con largos cuernos en forma de cimitarra y anillos muy marcados, la hembra, también con cuernos muy pequeños, similares a los de nuestras cabras monteses de ese género.
Alcanzamos el punto más alto, accesible, desde el que poder otear los alrededores, pero debido al fortísimo viento que barría aquellas alturas no pudimos ver ningún animal. Habitualmente, comentaba Philippe, responsable cinegético del Cantón, se veían muchos machos en aquellos parajes. Hasta 109 contó la semana anterior en un gran farallón a unos trescientos metros de donde estábamos -me enseñaría algunas fotos que daban fe de que lo que me decía era bien cierto.
Hicimos un alto para descansar, devorar quesos y salchichones que había traído Philippe, y emprendimos el descenso.
Comimos algo en casa de nuestro guía y volvimos a intentar un nuevo ascenso, esta vez por una zona más boscosa, en busca de los pedregales que gustan de visitar los íbices.
Tomamos un sendero que serpenteaba por las empinadas laderas, atravesamos bosques alpinos entre las que aparecían ríos de piedras que descendían hacia el valle. La dificultad de la marcha aumentaba por un número considerable de enormes rocas que cortaban la vereda y nos obligaban, bien a rodearlas, bien a tener que trepar por ellas para volver a bajarlas a continuación y así poder continuar la marcha.
Después de unas dos horas, nos detuvimos a descansar. Philippe se adelantó para revisar una zona situada más arriba.
Apenas veinte minutos más tarde, la emisora del otro guía que nos acompañaba y se había quedado con nosotros, emitió un ruidito inconfundible. Por la expresión del guarda, supe que “algo” había. En efecto, me dijo que Philippe había localizado cuatro machos y me urgió a irnos en su busca, y llegó lo más duro.
La prisa por alcanzar a Philippe lo antes posible, el ascenso y las trepadas por paredes próximas a la verticalidad absoluta, me dejaron exhausto. El aire no llenaba mis pulmones por mucho que los forzase y que abriese la boca cuál jamelgo al terminar la carrera.
Resbalaba una y otra vez, me afanaba en agarrarme a cualquier rama para ayudarme con el impulso y poder seguir avanzando. El guarda me animaba, sin dejar de “apretarme” para que me apresurase. Susana permaneció en el lugar en el que nos detuvimos, a la espera de acontecimientos.
Al fin, alcancé a Philippe, me indicó, por señas, que me agachara y avanzase con la máxima precaución.
Llegué, me apoyé en un viejo tronco caído y me concentré en volver a respirar, para no caer redondo cuál pelote en un charco. Mientras trataba de recuperar mis pulsaciones normales y restaurar el ritmo cardíaco a parámetros humanos, Philippe me señaló el lugar en el que pacían tranquilamente cuatro hermosísimos machos alpinos.
Los animales estaban tranquilos, no habían notado nuestra presencia, y dado lo avanzado de la tarde, no era probable que buscasen otro lugar donde pasar la noche.
Medio repuesto, pero con el nerviosismo de tener a tiro –a no más de sesenta metros- un precioso ejemplar, me preparé y aseguré de apuntar al mejor trofeo de los cuatro. Apoyándome en el tronco que me había servido de descanso, traté de detener, sin temblar demasiado, la cruz de la mira en el codillo del animal.
Acaricié el gatillo y dejé que el disparo del 8x68S me sorprendiese. El animal caminó, más de lo que hubiese sido normal con el tiro que se llevó, pero finalmente cayó muerto. Un precioso macho de doce años.
El segundo guarda fue en busca de Susana, para que se uniese a nosotros. Tras la sesión de fotos y unas generosas raciones de salchichón alpino, regresamos en busca del calor de un buen restaurante en Saint Maurice donde poder celebrar el éxito de la cacería.
Trato afable, buena cocina y buenos vinos, naturaleza espectacular y buena caza. Un pequeño paraíso, poco conocido, a dos horas de avión de Madrid.
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