Jabalíes de Santa Celestina

Hace ya diez años que, junto a Mateo (mi marido) fundamos Santa Celestina, un coto dedicado a la caza de jabalíes. Como es un emprendimiento familiar, asumí con entusiasmo la tarea de atender a los cazadores que nos visitan, compartiendo largas charlas de sobremesa o mate de por medio. En esas conversaciones, es difícil que el tema no gire en torno a la caza, y siempre me maravilla la pasión con la que relatan y reviven sus historias; una pasión verdaderamente contagiosa. Sin embargo, mi amor por la caza no comenzó aquí; se remonta a varios años atrás, cuando acompañaba a mi esposo a cazar chanchos con perros y cuchillo, experiencias que despertaron en mí, una conexión profunda con esta actividad, aunque ya era algo que no hacíamos con frecuencia debido a lo cotidiano de la vida, que con sus tareas, a veces nos absorbe y hasta aleja de estas cosas; pero un buen día sentí que era mi momento, llevaba años siendo espectadora de muchas cacerías y charlas interminables que tanto me fascinaban, pero ahora quería vivir esa experiencia única y sentir esa emoción en primera persona

No tuve más que decirle a mi compañero y entusiasmado comenzó con los preparativos. Surgió el interrogante de en qué apostadero quedarnos y ambos, después de analizarlo nos decidimos por Ortuza, así es su nombre, ya que a cada apostadero le designamos uno, alguno en homenaje a frecuentes cazadores que nos visitan y a otros, solo por anécdotas que nos dejaron. Este precisamente es un cuadro que limita el campo con la costa del Río Negro con mucho tránsito de jabalíes, lo que lo hacía muy tentador para dar mis primeros pasos.

Llegamos al apostadero cerca de las 5PM. Era una tarde hermosa, claramente podíamos escuchar como se entrelazaba el canto de los pájaros, el grito de algún zorro al pasar y la suave correntada del río, incluso hasta el viento soplaba a nuestro favor. Todo perfecto para lo que habíamos planeado.

Mientras nos acomodábamos y preparábamos el lugar, aun sin cargar el fusil, apareció el primer jabalí, Mateo me dijo que era lindo, aunque cachorrón todavía, que esperaríamos uno grande, esto me permitió observarlo, incluso hasta filmarlo mientras comía tranquilamente. Hasta un punto que comencé a impacientarme creyendo que no dejaría nada para los demás, por lo que decidí golpear una de las maderas del apostadero, provocando que se pegara un buen susto y saliera espantado hacia los fachinales.

Casi sin darnos cuenta la noche nos sorprendió, ahora una llena y brillante luna nos acompañaba, aunque para mí todo era distinto, cada sombra se movía y cada sonido en el monte era un misterio…

En un momento noté un gran bulto moverse en la oscuridad. Sí, era un chancho percatándose que todo estuviera bien, que cuando se sintió confiado, salió de entre las sombras y cruzó todo un claro, dirigiéndose derecho al cebadero. Cuando Mateo lo vio solo me dijo: -Ese es tu chancho. Y se quedó quieto y mudo como una momia. Ahora todo cambiaría… Con el primer chancho, creo que por el hecho de saber que no iba a tirar, estuve muy tranquila, pero ahora era una bolsa de nervios… Respiré hondo un par de veces y comencé a apuntar, dónde y cómo me habían explicado. Cuando lo tuve, lentamente fui apretando el disparador, hasta que el .308 sonó. Por segundos, entre el fogonazo y el movimiento del fusil no supe más nada, pero mi compañero festejaba y me abrazaba al ver el chancho caído en el lugar.

Bajamos del apostadero muy contentos y fuimos derecho a ver lo que había cazado, era un muy lindo chancho que, aunque no tenía navajas como trofeo, a mí no me importaba, mi emoción iba por haber logrado mi objetivo en esta historia en la que ya no fui solo espectadora y lo había logrado en compañía de él, mi compañero, esposo, maestro y padre de mis hijos.

Fin!

Rocío Fernández