Kalaallisut: tierra de los Kalaallit, es lo que nosotros conocemos como Groenlandia, al trasladarlo del danés: Gronland, que significa “tierra verde”. Este curioso nombre para un lugar en el que, el verde, sólo aparece en una escasísima parte de su territorio durante dos meses al año, se debe a una artimaña de Erik el Rojo, que exilado de Islandia acusado de asesinato, navegó hacia unas tierras desconocidas de las que, se decía, estarían situadas hacia el noroeste.
Cuando llegó a la gran isla blanca, cubierta de hielo, la llamó “Gronland”, con la esperanza de que el atractivo –y equívoco- nombre, atrajese a más colonos. Así se escribe la Historia…
Groenlandia es la mayor isla de la Tierra, 2.167 Km2 –casi cuatro veces y media la superficie de España-, con la menor densidad de población del Planeta, apenas 57.000 habitantes.
Los primeros humanos conocidos, gentes del Ártico, llegaron a través de lo que hoy es Canadá hace unos 5.000 años. En el siglo X de nuestra era, los colonos noruegos se establecieron en la zona sur de la isla. Más tarde, en el siglo XIII, llegaron los Inuit, sus actuales pobladores. En el siglo XV, se fueron los colonos noruegos y en el XVIII se restableció el contacto entre Escandinavia y Groenlandia, siendo Noruega y Dinamarca las que asumieron su gobierno hasta que en 1814 pasó a ser una colonia de ésta última. En la actualidad es territorio danés, con un estatus especial de autogobierno que cede los derechos de explotación de sus recursos al país europeo, a cambio de una subvención anual de 3,4 billones de coronas danesas. Esta cantidad irá disminuyendo, y el autogobierno aumentando, conforme la isla sea capaz de autofinanciarse con los abundantes recursos minerales con los que cuenta y que no ha podido desarrollar por si misma al carecer de los medios financieros y técnicos necesarios.
Por lo que personalmente pude comprobar durante mi estancia allí, el sentir favorable a la independencia total, está más que arraigado y las nuevas generaciones esperan ansiosas el momento en que puedan gobernar su propio destino.
Allá me fui, en busca de un más que curioso animal, el buey almizclero (Ovibos moschatus), en inglés musk-ox: buey-almizcle. Este mamífero ártico perteneciente a la familia Bovidae y a la subfamilia Caprinae, está mucho más próximo a las ovejas o las cabras que a los bueyes o los búfalos, de hecho, su nombre científico, Ovibos, significa en latín: oveja (ovis)- buey (bos). Otro dato sorprendente: nuestro “ambiguo” amigo, es pariente, bastante cercano, de los takines que habitan en China.
Los dos sexos tienen cuernos. Los machos adultos miden entre dos y dos metros y medio, su peso oscila entre los 200 y los 400 kilos, aunque algunos ejemplares han llegado a los 650 Kg, La expectativa de vida la tienen entre los 15 y los 20 años.
En la época del celo, Julio y Agosto, los machos atraen a las hembras segregando el almizcle que les da nombre. Éstos luchan entre sí, embistiéndose una y otra vez, hasta que uno de los dos abandona. El vencedor reúne un harén de entre 8 y 12 hembras a las que protegerá y cubrirá para perpetuar sus genes.
El período de gestación es de 8-9 meses -como el nuestro, vamos (¡a ver si hay más de un musk-ox infiltrado!)-. Un apunte curioso: si el invierno ha sido muy duro, las hembras no se pondrán en celo en el verano siguiente, por lo que no habrá crías en el próximo invierno.
Volamos desde Copenhague, atravesando el Atlántico norte, sobrevolamos Islandia y aterrizamos en Kangerlussuaq, un lugar perdido en la costa sudoeste de Groenlandia, en el que habitan unas 700 personas, todas las que trabajan en el pequeño aeropuerto, porque no hay nada más.
Mathias y Maléne nos esperaban en la terminal, de allí nos fuimos a reponer provisiones para el campamento -¡¡pude comprar un par de botellas de rioja!!, luego, subimos al coche y aprovechando el cauce congelado de un río, viajamos durante 60 kilómetros hacia el interior. En una pequeña cabaña de madera, compartiéndola con otros dos cazadores, pasaríamos los siguientes y apasionantes días de caza.
El frío del invierno recién terminado, al menos eso es lo que decía el calendario, mantenía en casi metro y medio el grosor de la capa de hielo que cubría el lago que terminaba a cuatro metros de nuestra cabaña, esto nos permitiría desplazarnos con “quads” por su superficie para poder así acercarnos a los cazaderos, cubriendo mucha más superficie de terreno, lo que aumentaría las posibilidades de encontrar machos adultos, que es lo que buscábamos.
La temperatura, de día, estaba en los 19 bajo cero, llegó a los 24; de noche, ni lo sé, ni quise saberlo. Yo soy sureño, a mi estas “salvajadas” me pueden, pero en fin, si quieres musk-ox… salvaje… ¡toma dos tazas de Groenlandia en estado puro!
A pesar de ir “preparados” – ¿se puede ir preparado para 20 grados bajo cero de temperatura “ambiente? -, Mathias nos prestó unos pantalones, con peto y tirantes, de piel de foca que nos pusimos sobre lo que llevábamos, encima el plumífero, y luego, a la moto, al frío y… ¡a cazar!
Cuando me subí al “quad”, pensé que no sería capaz de aguantar durante mucho tiempo el frío helador que se colaba por las rendijas de la ropa y hacía tiritar hasta mi esqueleto pero, la verdad, al cabo de unos minutos, el calor de mi cuerpo comenzó a calentar el espacio entre la piel y la ropa y empecé a olvidar los gélidos aguijonazos del viento polar, hasta llegué a sentirme confortable y pude disfrutar de la apabullante naturaleza que, sin parar, me salía al paso.
Atravesamos ríos helados, subimos colinas, las bajamos y, algo más de una hora y media después de haber salido del campamento, llegamos al borde de un gran lago -por supuesto, helado- del que costaba ver la orilla opuesta. Subimos a un pequeño promontorio y desde allí, gemelos en mano, comenzamos nuestra particular búsqueda.
Yo no veía nada, sólo algunas rocas salpicadas y bastantes piedras de distintos tamaños, interrumpían la intachable monotonía blanca. Pero ellos, ellos sí que veían. Y es que, varias de las que a mí me habían parecido piedras, eran en realidad bueyes, bueyes almizcleros, que dormitaban con placidez, ajenos a la intensidad, casi cruel, de la temperatura que les abrazaba. Cuando me enseñaron a distinguirlos, me di cuenta de que, en el espacio que dominábamos con los prismáticos, había alrededor de unos 12 bueyes. Ahora se trataba de localizar a un buen macho adulto que cumpliese los requisitos que buscaba.
Bastante lejos, a nuestra derecha, sobre una pequeña colina, había tres hembras con, al menos, dos crías. Jon, uno de los inuits que nos guiaba, los descubrió y me dijo, en su pérfido inglés, que muy probablemente, un macho andaría cerca. Todos nos concentramos en vigilar al grupo, aguardando a ver qué pasaba.
No pasó mucho tiempo hasta que vimos aparecer un cuerpo peludo que venía desde detrás de la colina en la que pastaban el grupo al que controlábamos. Los machos más viejos, se distinguen por el color de las puntas de sus cuernos, se van volviendo oscuras… ¡como las del “peluche” que acabábamos de ver!… ¡a por él!
Nos separaba un buen trecho de nuestro objetivo porque, aparte de que estaban totalmente fuera de tiro, debíamos dar un gran rodeo para alcanzar una buena posición sin que los animales nos viesen acercarnos. Les aseguro que estos bueyes saben ya muy bien lo que significa un grupo de humanos, solos, en esta época del año.
El problema no iba a ser la distancia, si no el atravesar algunas zonas cubiertas con una gruesa capa de nieve blanda, tanto, que varias veces, me hundí en ella hasta la misma cintura, sin exagerar. Esto hacía tremendamente penoso el avanzar. De momento, comienzas a sudar como si estuvieras en la selva ecuatorial, en cuanto te paras, el viento te hiela el sudor que está expuesto directamente a él. Sacar las piernas de los agujeros en los que te vas hundiendo acaba con el mejor entrenado (recuerdo que en las montañas de Turquía, sufrí una distensión de los ligamentos en la zona inguinal, por este motivo, durante el agotador camino de salida del refugio en el que nos habíamos quedado encerrados durante dos días, a causa de una inesperada tormenta). Cuando no te caes de boca, te caes de culo, la obsesión de que la mira no se golpee contra nada, a menudo hace que los tropezones sean mucho más aparatosos y cómicos de lo que resultarían si tuvieses las dos manos libres. En fin, a trancas y barrancas, Jon y yo llegamos hasta las cuatro ramas de un arbusto reseco desde el que pensé que podría arriesgar un disparo con razonables posibilidades de éxito: 287 metros.
Me hundí en la nieve hasta encontrarme cómodo, había buscado el resguardo de unas piedras que, a su vez, me servirían de apoyo para el tiro. Una vez dispuesto y preparado, esperé a tener un disparo claro, el macho se movía entre las hembras y, hasta que no me ofreciese un buen blanco de costado, no pensaba apretar el gatillo.
Ya sabemos que, casi siempre, es cuestión de paciencia –también sé que hay veces en que la espera se convierte en un multiplicador del cabreo, cuando comprobamos que tal vez debimos disparar en aquel momento en el que…- El caso es que la bola de pelo con cuernos, después de algo menos de media hora de aguardo, se colocó en la posición en la que todo cazador quiere tener a su presa. Ahora, mi única duda era adivinar por donde estaría el codillo de mi “amigo”.
Cuando lo tuve, disparé y el buey, mientras el resto del grupo emprendía la huida, corrió y desapareció por el mismo sitio por el que había asomado la primera vez que lo vimos.
Tardamos lo nuestro en llegar al lugar por el que perdimos de vista al musk-ox. Aunque estaba seguro de que mi disparo había sido bueno, hasta que no ves el cuerpo del animal tumbado, al menos yo, no te quedas tranquilo: y si va herido…? y si le pegué mal…? y si fallé…? Lo cierto es que cuando alcanzamos lo alto de la colina, Jon y yo pudimos ver el amasijo peludo que yacía inerte al pie de la suave ladera. Hasta allí bajamos, allí lo celebramos y allí esperamos a que el “quad” se acercase todo lo posible, aprovechando la superficie del lago helado, para transportar el cuerpo del buey hasta él y regresar al campamento.
En la mañana del día siguiente repetimos la operación de salida desde nuestra cabaña con los “quads”, pero, en esta ocasión, hacia otro lugar bastante alejado del de ayer. La verdad es que resulta muy difícil orientarse en un lugar como este, al menos para un extranjero, las referencias geográficas son mínimas y “todo parece igual”, aunque, es obvio que no lo es, y con el paso de los días, te vas dando cuenta de lo diferente que puede llegar a ser un “todo está helado y blanco” de otro “todo está blanco y helado”.
Hoy, aunque me quedaban otros dos bueyes por cazar, preferí darle prioridad al zorro ártico (Alopex lagopus). Había visto, por primera vez en estado salvaje, esta maravilla de animal, después de tumbar un oso polar en la isla de Southampton, al norte del círculo polar ártico en las heladas tierras de Nunavut. Allá, la especie estaba protegida y no pude cazarlo, aquí su caza es legal y no dude en dedicar el tiempo necesario para ir en su busca.
Me habían explicado que aquí, a estos zorros les llamaban “zorros azules”, debido al color gris azulado de su pelaje. Es curioso porque, aun siendo de la misma especie, los que yo vi en el Ártico eran completamente blancos.
Nuestros dos jóvenes guías: Jon y Moses, sabían muy bien lo que buscaban, conocían el terreno, a los animales y sus costumbres, eran poco habladores –me encanta- y discretos, pero muy serviciales y trabajadores. Cuando pasábamos, deslizándonos sobre la superficie helada de un río, cerca de una ladera rocosa, disminuyeron la velocidad de “quad”:
-Casi siempre que pasamos por aquí, vemos alguno, me dijo Jon.
-Es difícil distinguir un pequeño zorro entre tantas rocas, a esta distancia y moviéndonos, ¿por qué no nos acercamos, paramos y miramos con detenimiento?, le pregunté.
-Vale, vamos allá, respondió.
Antes de parar el “cuatrimoto” –como llaman en México a los “quads”-, Moses, desde el otro aparato, señalaba con insistencia hacia algún lugar de la vertiente hacia la que nos dirigíamos. Paramos el artefacto y tratamos de localizar el zorro que, suponíamos, Moses había visto. Como siempre, mientras yo me partía los ojos buscando y rebuscando, unos suaves toquecitos en el hombro, reclamaron mi atención para recordarme lo torpe que era: ¡allí!, encima de aquel peñasco, a la derecha de tal mancha… si… un poco más arriba… ¡no!, más abajo… un poco más… … … … ¡ya!, ¡lo tengo! … ¡qué pasada!, ¡guauuuu, es precioso!
El animal estaba acostado en un pequeño hueco entre dos peñascos. Jon y yo bajamos de la moto y comenzamos a subir, tratando de ocultarnos y de hacer el menor ruido posible. Debíamos acercarnos a una distancia de tiro aceptable, el arma que me habían dejado era un .22 hornet, más que suficiente para abatir a un zorro, pero a la distancia adecuada.
A pesar de todo el cuidado que pusimos, el animal nos vio cuando aún estábamos comenzando a trepar por la ladera y echó a correr. Me subí a una gran roca que tenía cerca para tratar de no perderlo de vista.
Cuando me coloqué encima, el animal se había esfumado, no lo veía por ningún lado. Me quedé allí arriba rebuscando con los gemelos por todos los huecos, pero no había ni rastro del particular “maese de los hielos”. Ya lo daba por perdido pero, por esas cosas que a veces pasan, sin que sepamos porqué, el zorro, de improviso, reapareció y emprendió una nueva carrera… ¡hacia nuestra posición!
A menos de 100 metros, se volvió a parar, me preparé para disparar, pero no tuve tiempo para hacerlo El zorro, que nos miraba mientras estuvo parado, en esta ocasión, con un ligero trote, se alejaba decididamente de mí. No lo pensé dos veces, sabía que no tendría otra oportunidad, disparé sobre el animal en plena carrera, fallé, volví a cargar y volví a disparar… esta vez no fallé. Fue uno de esos tiros que salen a veces, con seguridad, difícil de repetir, pero el caso es que le acerté de lleno, y me felicité por haberlo hecho.
Cuando llegamos al lugar en el que cayó y pude recogerlo del suelo, mi alegría fue aún mayor: era un precioso ejemplar, un macho sano, grande y con un pelaje excepcional. Bajamos hasta donde dejamos las motos, Susana y Moses nos esperaban, lo habían visto todo desde abajo. Nos felicitamos todos por el éxito del lance y regresamos, encantados, al campamento.
Siento especial predilección por los pequeños carnívoros y, sin duda, el que había cazado hoy era uno de los más deseados por su exclusividad y escasez.
Los días eran cortos, los almuerzos muy frugales: embutidos, salsas envasadas, pan, mantequilla y te; siempre lo mismo. Pero las cenas eran especiales. La primera noche tomamos una sopa de verduras y una pasta, buenísimas; la segunda, una ensalada y un pescado guisado, excelentes y en la tercera, tomamos otra sopa distinta y… filetes de ballena. Nunca antes la había probado, me encantó. Me recordó mucho al sabor de la lamprea, la del Miño, uno de mis platos favoritos de mi añorada Galicia, la tierra de mis padres y de los padres y abuelos de mis padres. Una de las botellas de rioja que había comprado en Kangerlussuaq, nos sirvió para bien regarla y poder brindar, en condiciones, a la “sombra” de la aurora boreal.
Mañana, saldríamos en busca del segundo buey, lo malo era que la previsión del tiempo no era nada halagüeña: al parecer arreciaría el viento y la temperatura bajaría por debajo de los menos veinte.
