La misteriosa circunstancia que conocemos como suerte, está indisolublemente grabada en el sub consiente humano, desde que se irguió sobre sus patas. Este enigma, de fácil enunciado y difícil descripción, no se esconde en su simple etimología, sino en la indescifrable esencia desvelo de reyes y plebeyos, débiles y poderosos, ignorantes y sabios. Aunque en ocasiones se muestre como bendición, y en otras pesadillas.
Desde Alejandro Magno, 300 A.C.; Escipión el Africano, 200 A.C.; Gengis Kan 1160 D.C. o Napoleón, 1800, casi todos los guerreros famosos de la historia consultaban oráculos y pitonisas, en procura de presagios sobre el resultado de sus próximas batallas. Los alquimistas de antaño, auscultaban el talante de los dioses ante sus dudas esotéricas, y hasta los menesterosos volvían sus ojos a las estrellas – más accesibles – suplicando el favor de lo arcano. Corrieron los siglos, inmutables, y quien más quien menos – como decía mi abuela – sabe que trae buena suerte cruzar los dedos, tirar monedas en la fuente, hallar un trébol de 4 hojas o tocar madera. Contrario sensu, es malo cruzarse con un gato negro, pasar debajo de la escalera o romper un espejo… En definitiva, todo vale para validar la remanida y ambigua palabreja…
También otros dioses y diosas herejes de Grecia, Roma y Egipto, avalan el halo misterioso que nos abraza a nosotros, sus apóstoles modernos. Artemisa fue venerada por los helenos, a quien Pan, creador de los bosques, dotó con siete perros y seis perras, con el compromiso de cazar cuatro ciervos con astas de plata, destinados al tiro de su carro; los monteros latinos, por su parte, adoraban a Diana, representada como doncella ataviada con túnica de oro, arco, flechas y canes para cumplir con su ocupación excluyente: la caza. Y, por último, las eternas pirámides egipcias edificadas a orillas del Nilo, consagradas a Neit, Tutankamón o Tehenut, deidad que, con siete flechas, – o siete palabras – engendró el Universo.
Entonces, el trillado deseo de buena caza, previo al lance venatorio, no es más que una invocación taumatúrgica, rayana con lo mágico, que demuestra que todo vale para culpar o agradecer cuanto sucede. Creo, salvo mejor opinión, que lo que llamamos suerte es algo que sucede más allá del control humano, aunque por las dudas, jamás olvido el colmillo de jabalí colgado al cuello, para ahuyentar la mufa…
Tras dos horas de agotador rececho y oteo, guiados por faro sonoro de los bramidos, al fin descubrimos trancos largos y profundos de grandes pezuñas, sin duda un gran semental adulto. Con paciencia de Job, avanzamos a paso de hormiga, agachados o gateando, siempre mimetizados u ocultos, tratando de pillar a las hembras, que lejos de la calentura y la ira, mantienen los sentidos imperturbables, atentos a la presencia de predadores o intrusos. Súbitamente, llega el acre olor del esperma y un charco húmedo de orina: marcas de su territorio. Llega el salvaje y estremecedor aullido, tan cerca que eriza la piel, aprontamos el arma y el ánimo. Pero en el último instante, por aquellos imponderables que mencionamos, lo imposible se convierte en realidad: una mosca en el ojo, justamente en el nano segundo que el dedo presiona el disparador, un paisano cruza a caballo detrás de la escena; el zorro ladra desde el más allá, o un rival irrumpe desafiante. Estos imprevistos, que no son excepcionales, ¿a qué pueden atribuirse sino a la buena o mala suerte?
Tantos supuestos, frecuentemente se materializan.
En cierta oportunidad, luego de un largo y cuidadoso approach que comenzó mucho antes de las primeras luces, y concluyó a media mañana, logré avecinarme a un garañón que, luego de estudiarlo brevemente con los prismáticos, reunía las condiciones de un buen trofeo. Cercano y calmo, me dio ventaja. Descansando los codos en una rama de algarrobo, me dispuse a revisar las cuernas en busca de defectos o atipicidades, olvidando la antigua metáfora: el tren solo pasa una vez en la vida… Cuando presionaba la culata contra el hombro, esperando el estruendo, el bruto brinca como un antílope asustado, y se evapora en la oscura fronda. Absorto, rebobino los instantes previos: viento franco, gorjeos de aves y lenguaje de caldenes. Y sin embargo, huyó como si le hubieran metido un palo en el culo. Barajando posibilidades, invadido por la bronca, me recosté contra un tronco enjugando el sudor de la frente, confundido. Y entonces lo vi. Desde mis espaldas, surgiendo de la negrura del monte, apareció mi compañero, acercándose sigiloso.
Antes de iniciar la jornada, delimitamos exactamente el sector, que batiríamos, y en teoría nos separaba una legua. Pero el muy pelotudo, perdió el rumbo, casualmente se acercó a mi coto, oyó los reclamos del macho en fuga, y allí estaba, mirándome sin entender mi furia y las ganas de trompearlo. Si se hubiera detenido para una meada…
En ese momento cuasi irrepetible, recordé algunos versos de Kipling, en su poema IF – el SI Condicional del idioma inglés – donde enumera una serie de hechos y actos que, de suceder, alteran drásticamente el futuro. En otra ocasión e idénticas circunstancias, ante un colorado bramante en la mira, y a un tris del retumbe, desde la espesura surgió otro, joven y enfurecido, que buscaba sus hembras. El violento combate los llevó a la maraña inextricable, ante mis ojos atónitos. SI el camorrero demoraba lo que un suspiro…
El destino; Dios no lo quiso; la fatalidad; me levanté con el pie izquierdo; ya lo sabía y mil variantes más sintetizan, a veces, los extraños avatares monteros, si bien, bueno es reconocerlo, nuestra compañera ocasional tiene dos caras, y sería injusto mostrar solo la oscura.
¿Quién, con alguna dosis de experiencia y honestidad intelectual, puede negar que alguno de sus trofeos, llegó con ayudita de la suerte? Mi extinto y querido amigo Ricardo Segura Ayerza, sostenía, en tiempos de campamentos y cacerías de las de antes, que un buen cazador no debe desprenderse del rifle ni para ir a cagar…Y no lo enunciaba como una simple metáfora, sino porque durante una de sus múltiples incursiones africanas, oculto tras un matorral en la poco elegante posición de cuclillas, se le apareció un majestuoso gran kudu – enorme antílope de más de 300 kilogramos – que se detuvo a pocos pasos, curioso, observándolo hasta que decidió seguir su camino. Taxativamente, lo sorprendió con los pantalones bajos… Durante el resto del largo safari, no volvió a ver uno semejante, y juró que, en adelante, jamás abandonaría el arma más allá del alcance de las manos… Nunca olvidaré aquel episodio ocurrido a uno de mis mentores y maestros, habida cuenta que, por esas paradojas del destino, la historia se repitió como un calco. Cazando paletos en la legendaria estancia Huetel, como un dejá vu esotérico, reviví exactamente las mismas circunstancias, pero con el .30-06 a mi lado: rodilla a tierra, pantalones como grilletes en los tobillos, y un toque de vergüenza, fue el telón de un abate insólito. ¿Con que palabras se descifran esas casualidades o causalidades inolvidables?
Y como no hay dos sin tres, imposible olvidar el abate de mi récord personal de ciervo colorado. En compañía de mi fiel guía y mejor amigo Tití González, recorríamos faldeos y quebradas en Sierra de la Ventana, casi a la sombra del Tres Picos y Napostá, que reinan desde sus largos mil metros de altura. Con brama abundante y sostenida, llevábamos tres días intentando un macho que se identificaba por un tono gutural diferente. Dos veces, de refilón cuando se evaporaba entre peñascos, la estampa fugaz, por una cosa o la otra, me dejó con las ganas, y eso aumentaba el hambre montera… Para colmo y por su consejo, dejamos pasar a un par de cabezas muy típicas y fuertes, pensando en el grandote… Cuando ya las patas pedían clemencia, luego de coronar cerros putamente parados, le advertí que no me rompiera con objeciones ante el próximo tirable. Riendo, me llamó flojo y cagón, pero seguramente comprendió que doblaba sus 40, y no podría seguir jodiendo detrás de fantasmas… Aprovechando el parate de los cornudos hasta el atardecer, nos detuvimos bajo el alero de un risco, donde luego de emparedados y siesta, renació el entusiasmo para encarar a los primeros rugidos vespertinos, un lance que odio, pues la mayoría abortan por falta de luz. Pero como como dicen los paisanos, esa vuelta la taba echó suerte… Apenas habíamos caminado 500 metros, sobre una cornisa burilada por mil pezuñas, el grito inconfundible del cojudo me inundó de adrenalina. No lo veíamos, pero estaba a la vuelta de un recodo, muy cerca. Esquivando piedras ruidosas, nos asomamos. La senda terminaba en un abra empastada como un mallín, y en el medio, sobre una planchada de piedra, la estampa del ronco. Cuando el visor me acercó la cornamenta, acepté que tenía que darle la derecha a Tití: largas cuernas coronadas por cuatro pitones, arco perfecto, luchaderas tan largas como mi antebrazo y color oscuro como el nogal. Tres hembras, como guardianas, lo rodeaban indiferentes. La mala noticia, el aire no era favorable, y urgía un breve rodeo contra reloj: la tarde moría. Desandamos la senda, y gracias a la baquía de mi amigo, evitando pendientes empinadas, 40 minutos después me señalaba, al frente, una cresta rematada con agujas filosas: detrás, afirmó, debería estar la manada. El sol iluminaba la mitad de la pendiente que se deslizaba hacia la enorme laja donde el ciervo parecía tener su pedestal, un balcón que terminaba en un pequeño barranco. Rondaba, nervioso, olisqueando rabos y topeteando ancas de alguna díscola que se alejaba demasiado. Aún restaba una hora de luz, y tomé tiempo para el deleite. Los 8X del Zeiss, me regalaron detalles inolvidables: la barba, larga, leonada y pendiendo del cogote; el miembro erecto, bamboleante, golpeando a cada instante contra la panza, y los reclamos cavernosos de su boca apuntando al cielo. Por último, las astas, un ramillete de candiles coronados por cuatro largos y fuertes. Estaba tentando a los dioses, Tití me azuzaba y por fin, no sin pena, dejé los lentes, logré el mejor apoyo para el cañón, respiré hondo un par de veces, y acaricié la cola del disparador. Cuando presionaba suavemente, percibo la mano de mi compañero que me aprieta el codo. Sorprendido, veo la palma de su mano en señal de espera, se acerca, y susurra al oído:
“… fijate en el borde de la planchada…”
Desplazo unos centímetros el arma, y desde la hondonada que caía detrás del balcón de piedra, veo surgir un par de coronas que parecían las ramas de un árbol seco… No podía creer lo que pasaba: otro verraco, cuyo desafío habíamos escuchado, pero creímos lejano, llegaba dispuesto a dar pelea. Pero no era un rival cualquiera. Cada paso en procura de la loma, dejaba ver más y más de sus extraordinarias cuernas, tan diferentes y perfectas, que no me atreví a explorar. El instinto y la experiencia me alertaron con mil campanas: si se enredaban en una trifulca, era posible que desaparecieran en lo profundo y adiós Pampa Mía… Aún en Babia, cuando el vigoroso y peludo pecho se posó en la cruz de la mira, la punta blanda lo hizo desaparecer de la escena… Desbandada la tropa, corrimos hasta el borde y lo vimos, yerto como una roca más, atascado contra un peñasco. Olvidando que ya no soy un pendex, corrí como si lo fuera, y casi me rompo la crisma en un porrazo. Pero qué importaba una mancha más al tigre, tenía delante, sin dudas, el mejor colorado en medio siglo de andanzas. Apenas terminó la larga sesión de abrazos y palmadas, volví a apuntarle, esta vez con ojo crítico, buscando taras o roturas. Más alá de su cuerpo desmejorado por la falta de alimento, – ya que en brama olvidan hasta de comer -, el cuero, surcado por guampazos y roces, era perfecto. La corona, una copa formada por doce pitones largos y fuertes; las seis de abajo, desarrolladas como pocas; las varas cubiertas por grueso perlado y, fundamentalmente las rosetas, del grosor mis muñecas, que medidas con la cinta, contaron 28 centímetros de circunferencia, el ítem que más puntaje otorga según la fórmula de medición C.I.C. y las puntas, 19 impar, formaban un arco perfecto. El trofeo, medido por expertos, arrojó un puntaje para mi panoplia excepcional: 230 puntos.
Volviendo a la dichosa suerte, imposible no pensar en el SI potencial. Otra hubiera sido la historia SI el camorrero que llegó de la nada, se hubiera detenido para echar una meada o lanzar un bramido. ¡Si, distinguido Kipling, posiblemente los If a que se refiere, sean en realidad la suerte, porque, aunque los fantasmas no existen, que los hay, los hay!!!
