Finalizaba marzo y la Patagonia Argentina, sería nuevamente mi destino para ir en busca de una de las presas más emblemáticas que tiene nuestra fauna cinegética. Esta vez invitado por la comunidad Mapuche Lof Kinxikew, a relevar La Pantanosa; una, de sus tres áreas destinadas a la caza del Ciervo Colorado en total libertad. Cada una de ellas cuenta con cerca de 3.500Ha. y se encuentran situadas sobre el cordón montañoso que se iza frente a la margen Este del Lago Nahuel Huapi, en la localidad de Los Lagos, Provincia de Neuquén, distante a tan solo 45 km de Villa La Angostura, uno de los centros turísticos más importantes del país.
Partimos desde Mendoza con Roberto, mi viejo amigo, colmados de ansias y expectativas, esas que provoca esta fecha tan especial, – “La brama del colorado”-, un breve lapso que se da tan solo una vez al año, y en el que el Elaphus, sale de su recóndita guarida para ir tras las hembras, buscando saciar su apetito sexual, cosa que no le será fácil porque para esto deberá enfrentarse a muchos otros que buscan lo mismo… Este periodo puede durar, en toda su magnitud, de 15 a 45 días, aunque su temporada de caza se extiende algunos meses más (según la zona o provincia). Presenciar este tan breve ciclo, en el que podremos escucharlos e incluso verlos bramar, pelearse, cortejar hembras y cuantos otros momentos que suelen regalarnos, es incomparable.
Atrás había quedado Piedra del Águila, localidad neuquina muy concurrida por pescadores, turistas y ocasionales viajeros, donde paramos de madrugada a tomar un café y a estirar las piernas, después de algo más de 1.000 km. que ya llevábamos recorridos. Continuamos por la RN 237, hasta llegar a la intersección con la RN 40, la que tomamos con rumbo a nuestro destino. Ahora el sol tímidamente comenzaba a mostrarse, brindándonos un espectáculo de sombras y destellos incandescentes, sobre las cristalinas aguas del majestuoso Lago Nahuel Huapi, el cual costeábamos sobre una sinuosa ruta de montaña, que nos conduciría hasta el Brazo o Península Huemul, el punto indicado para buscar el ingreso que nos llevaría hasta la casa de Ricardo Quintriqueo, nuestro anfitrión, quien además sería mi guía. Ya con él, nos dirigimos hacia la delegación de guardaparques perteneciente al Parque Nacional Nahuel Huapi, donde presentamos la documentación requerida para poder obtener el ingreso al área de caza. Esto vale para aclarar, ya que, si bien el área es administrada por la comunidad Lof Kinxikew, está bajo la reglamentación de caza dispuesta por Parques Nacionales.
Una vez de vuelta, dejamos a Ricardo en su casa para dirigirnos al sitio que nos indicó, donde dejaríamos nuestro vehículo y sería el punto de encuentro para cuando él y el resto del grupo, llegara con los caballos. El polvo en el aire, por el trajinar de los mancarrones, nos avisaba que estaban cerca. Ricardo apareció primero, luego vendría Darío, quien sería el otro guía y por último Gonzalo, el cocinero de la expedición. Para cuando llegaron teníamos ya todo preparado, por lo que de inmediato nos pusimos a cargar los pilcheros, cinchamos, montamos y partimos. Ahora nos encontrábamos colmados de felicidad, esa felicidad que nos provoca la caza, a la que Ortega y Gasset refiere, y magistralmente describe en el Prólogo que le dedicó a su amigo, el Conde Eduardo Yebes, para su libro: Veinte años de caza mayor … “De suerte que, si en vez de urdir utópicas suposiciones, nos atendemos a los hechos, descubrimos, queramos o no, con simpatía o enojo, que la ocupación venturosa más preciada por el hombre normal ha sido la caza…”
Poco más de tres horas, por sendas dibujadas en un paisaje de ensueño, nos demandó llegar al albergue. La noche pronto caería, por lo que decidimos acomodar el refugio, el cual, no es más que eso… un monoambiente de troncos, equipado con una mesa, unos tronquitos (pretendiendo ser sillones), y una salamandra, que oficiaba de estufa-cocina. ¿Las camas? – El piso. ¿Los colchones? – Nuestras monturas. Atrás no solo había quedado el ruido, el smog, lo monótono y rutinario de la vida en la ciudad, sino también cualquier “lujo vulgar”. ¡Por lo que no nos quedaba más que acomodar los bártulos, preparar una reparadora cena y tirarnos a descansar!
Nuestro primer día de caza, comenzó extrañamente con calor y buen clima, pero no iba a durar mucho más. La tarde transcurría rápidamente, cuando ese frío que era de esperarse, había llegado. Fueron muchas horas arriba del caballo, más otras tantas trepando cerros, tratando de arrimar cuanto bramido escuchábamos. Si bien finalizaba sin siquiera haber levantado el rifle, debo decir que solo fue por decisión propia, ya que ciervos tuvimos oportunidad de ver, aunque algunos eran jóvenes y otros desestimé… Lo que me permitió contemplarlos tranquilamente en su entorno natural, algo casi indescriptible. No quedaba mucho más por hacer, por lo cual, nos abrigamos y emprendimos nuestro regreso al tranco lento de los caballos. La noche nos sorprendió al poco andar, sin embargo, Ricardo ya me había demostrado conocer cada senda, pasada, incluso hasta cada rincón de esas montañas, lo cual me hacía venir detrás de él, casi a riendas sueltas, mientras pensaba en ese asado a la estaca que Gonzalo nos había prometido hacer, que por cierto fue un deleite y por supuesto acompañamos con “un buen tinto mendocino”.
De madrugada nos despertó una llovizna que golpeaba persistentemente el nylon, cuál heroicamente fingía ser el techo del rancho. Por su intensidad y por cómo se había cerrado, un cielo que hasta hace horas se iluminaba de estrellas, nos decía que vendría una jornada donde de seguro nos mojaríamos. No pasó mucho tiempo hasta que las alarmas de nuestros teléfonos comenzaron a sonar, eran las 5 am… hora de arrancar. Ricardo y Darío se ocuparían de buscar y ensillar los caballos, el resto del grupo nos encargaríamos de preparar el desayuno, el equipo, más las provisiones necesarias para pasar nuevamente muchas horas en la montaña, con el condimento ahora, de una empedernida llovizna.
La tenue, pero claridad del día, al fin comenzaba a escoltarnos para cuando llegábamos al Mallín Grande, un extenso valle con vertientes naturales y un arroyo que lo costea. Contrario a lo que esperábamos, no había ciervos… Estuvimos un buen rato agazapados mirando con los binoculares, pero nada. Montamos de nuevo y salimos hacia una zona de picos muy altos, con profundos y sucios cañadones. Al llegar dejamos los caballos escondidos para trepar hasta el filo de un cerro de piedras lajas, sueltas y mojadas, que lo hacía considerablemente peligroso; ya una vez en la cima pudimos observar un grupo de hembras, que pastaban a tranco lento al fondo del cañadón. No pasó mucho tiempo hasta que escuchamos a lo lejos, el bramido de un ciervo, esto hizo que el macho que cortejaba las ciervas que habíamos visto, respondiera. No podíamos verlo, se encontraba en la ladera opuesta a nosotros, refugiado de la lluvia entre ñires achaparrados, evidentemente sin intenciones de salir. Luego de algunos minutos, Ricardo lo descubrió echado; nos movimos lentamente para cambiar el ángulo y así evaluarlo mejor. Era un 11 puntas que decidimos dejar atrás, e ir en busca del otro que rugía, pero para ello, dadas las características del terreno, debíamos dar un gran rodeo.
Nos pusimos en marcha cuando un bramido corto, ronco y muy particular llamó nuestra atención. Nos detuvimos rogando volver a escucharlo, para así tratar de descifrar de dónde provenía; sin embargo, para nuestra sorpresa, no solo volvió a bramar, sino que pudimos observarlo bajar para echarse en una pequeña isleta de ñires en la cara sur, de una de las cumbres más altas del lugar, conocida por una gran formación rocosa que llaman “El Dedo de Dios”. No podíamos contar con exactitud las puntas en su corona, aunque sí notamos una apertura considerable y un tercer candil (o superior) más largo de lo habitual. Era nuestro ciervo. ¡Hacia él iríamos!…
Trazamos una ruta imaginaria para llegarle, no obstante, y por supuesto, sin saberlo, vendrían horas duras, incluso decepcionantes… Trepamos un cerro, después otro y otro, hasta que llegamos nuevamente a uno de lajas sueltas y mojadas, que no pudimos subir. Esto nos obligó a descender hasta el fondo de un cañadón, para luego “escalar” una pared casi vertical que nos demandó demasiado tiempo, incluso hasta a tomarnos un descanso, antes que mis pulmones estallaran. Mi guía había “exagerado demasiado”, aunque en un momento, hidalgamente reconoció – lo lejos que habíamos dejado los caballos-. Mientras nos movíamos aprovechábamos cada oportunidad que teníamos para observarlo cerciorándonos que todavía estuviese allí. Cuando por fin logramos llegar a su misma altura, aunque de la ladera opuesta, pudimos ver como regresaba tranquilamente por el mismo lugar que lo habíamos visto llegar. Igual fuimos detrás de él, pero se descolgó por la pared del Dedo de Dios y no volvimos a verlo.
La llovizna cesó bien pasado el mediodía, el cielo se abrió y un tibio sol otoñal amagaba secarnos. Nos refugiamos detrás de unas rocas muy grandes, a media ladera; debajo de nosotros teníamos un gran cañadón con una importante circulación de ciervos, a nuestras espaldas (ladera opuesta) “El Dedo”. Luego de un merecido descanso Ricardo decidió ir por los caballos, esto le demandaría un par de horas y su intención era estar de vuelta antes que oscureciera, yo me quedaría espiando el lugar.
Con el caer de la tarde comencé a observar algunas manadas de hembras moverse por los claros. Luego dos varetos idénticos, bajaron a muy pocos metros por detrás de mí, y se internaron en el cañadón, despertando el caos… Uno de los machos que se encontraba oculto en el fachinal los sacó carpiendo ladera arriba, justo frente de donde yo estaba. Lo observé con los binoculares, incluso hasta levanté el rifle, pero decidí seguir esperando… aunque tomé la cámara a fin de registrar el show. En ese momento llegó Ricardo, mientras le contaba, como así también le mostraba lo que estaba sucediendo, otro ciervo comenzó a bramar en el fondo del cañadón, a unos cuantos cientos de metros a nuestra izquierda. Nos quedamos atentos a que saliera, pero nunca lo hizo… Pronto oscurecería por lo que decidimos volver; en tanto que íbamos en camino a buscar los caballos (esta vez estaban cerca), llegando al filo, lo escuchamos nuevamente rugir, pero en otra dirección. Nos dimos vuelta, y como esperando que nos fuéramos, había salido… Estaba en un claro al pie de la ladera. Era un típico ciervo cordillerano, de astas largas y abiertas, con la particularidad de un pelaje muy oscuro. Le dije a Ricardo que iría tras ese animal, que él fuera por los caballos y se mantuviera oculto, pero cerca. Cuando ese particular bramido que habíamos seguido toda la mañana, volvió a retumbar…
No miramos y me dijo: – “Ese es el que vinimos a buscar “- Ese es tu ciervo, no el oscuro, anda por él, yo voy por los caballos. Marcamos unas rocas como punto de encuentro y se fue.
Llegué a la cima con el sol ya oculto tras la cordillera, solo el resplandor de las últimas luces me acompañaba. Lo busqué desde arriba, aunque no pude verlo, por lo que me descolgué por la ladera (la del Dedo de Dios), hasta una gran formación rocosa, que evidentemente nos separaba. Bajé hasta ahí lo más rápido que pude, me asomé con mucho cuidado y comencé minuciosamente a barrer la zona con los binoculares. No lo encontraba, fui hacia el otro extremo y en eso, pude verlo…Caminaba muy lento en línea paralela hacia mí, no obstante, cada tanto paraba a bramar. Esperé a tenerlo casi enfrente y cuando tiró toda su cornamenta hacia atrás, en una imagen perfecta de postal, lentamente apreté el gatillo del .300 para poner fin, a la más larga y una de las mejores cacerías, que me tocó vivir en la cordillera!
Para reservas o más información contactarse al:+54 9 2944507824
Dedicado a la memoria de mi entrañable y siempre recordado amigo, Carlos Rebella.
Claudio Ocampo
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