La soledad del cazador de fondo

Por Alberto Nuñez Seoane.

Ha pasado mucho tiempo, tanto tiempo ha pasado, que los recuerdos reviven sin tiempo ni fecha. Acarician, a la vez, mis sentimientos; mueven, todos juntos, el engranaje que estimula la existencia que vivo. Tan reales como etéreos, han llenado los espacios de mi espíritu, como las nubes colman el firmamento: sin ocupar lugar. Presentes, casi tangibles, serenos y palpitantes, incluso determinantes… Son parte de mi vida porque han sido mi vida, en parte.

Entiendo la caza como una soledad deseada, como un aislamiento compartido… La imperturbabilidad de la Naturaleza, el instinto de la presa, el sentir del cazador. Escenario irreemplazable, lejano, difícil… pero colmado de la plenitud que, tan sólo la conmoción de un sentir profundamente atávico, puede imprimir sin temor a la dilución.

Con la respetable excepción de las que podríamos llamar “cacerías sociales”: monterías, batidas, ganchos y semejantes; siento la caza como una actitud íntima, personal e intransferible. Sin tener porque evitar el placer que el compartir supone, sin necesidad alguna de obviar la narración, la charla o la recreación, junto a los que nos importan, de lo vivido; pienso que uno de los requisitos indispensables para poder desgranar, con afecto y efecto, el rosario de vivencias que la caza guarda, para los que son capaces de alcanzar su alma, es la soledad de cuerpo y espíritu.

No puedo recordar cuantas horas, días o noches, habré podido pasar, a lo largo de tantos años de caza, “esperando”; entre otros motivos, porque no es importante: “cuantas”, pero si es relevante: “como”; será por eso por lo que sí recuerdo lo que he ido sintiendo, aprendiendo, viviendo… durante ese tiempo intemporal. El aguardo, la espera, la incertidumbre… sí, largas, prolongadas e impredecibles, irrumpen en el modo de concebir y aprehender la caza, aportando toda una insondable amalgama de matices únicos, al espíritu de aventura, riesgo y superación del que se alimenta.

Escasas son las ocasiones en las que tenemos la oportunidad de atendernos a nosotros mismos con algo de serenidad, un poco de sosiego y una pizca de objetividad, tan exiguas como recomendables y necesarias; sin embargo, la parte de nuestro mundo que más tiempo nos ocupa, eso que llamamos “nuestra vida”, nos niega ese derecho que nuestra genética demanda. Y, ya ven, esa otra parte del universo que se integra en nuestro mundo: la caza, nos lo regala sin regateos ni pestañeos.

Cuando vamos haciendo camino, desandando, esperando en soledad, senderos en otro tiempo hoyados en amor y buena compaña, no hacemos sino fortalecer el único bagaje con el que contamos para transitar por el bosque de nuestro existir, y lo hacemos adentrándonos en los interiores de la personalidad que nos habita, de nuestro modo de vivir, entender y aprehender el universo que nos rodea. Lo hacemos mientras caminamos o trepamos, mientras saltamos o nadamos, mientras nos sentamos, maldecimos, nos quejamos o celebramos; lo hacemos, mientras cazamos.

Esos tiempos sin tiempo en los que sumergimos nuestros sentidos, ora atentos al logro de la meta que hasta allí nos llevó, ora buceando en las profundidades de nuestra intimidad más secreta trascendiendo las puertas que sólo las llaves de una “espera en soledad” son capaces de abrir. Son, esos tiempos, los únicos que nos regalan la perspectiva necesaria para poder apreciar la real trascendencia del tiempo severo, el que pasa y no vuelve jamás.

Esas soledades interminables me han permitido pensar diferente, apreciar inéditas sensaciones, palpar flaquezas inesperadas, sufrir baldíos esfuerzos, sangrar flagrantes heridas, renovar esperanzas olvidadas; sentires que nunca hubiese alcanzado a no ser por los puentes que ella, la caza, me tendió.

No hace falta más, tan sólo querer, y saber, escuchar su llamada: ese atávico hervor de adrenalina que nos sumerge en las soledades olvidadas, las que sólo el cazador de fondo conoce. Les invito.