Los Alpes

Austria

Por Alberto Nuñez Seoane

Las dos sub-especies de rebeco que tenemos en España, la del Cantábrico: Rupicapra pyrenaica parva, llamada así –“parva” significa “pequeño”- por su menor tamaño, tanto de cuerpo como de trofeo, y el del Pirineo, también conocida como “sarrio”: Rupicapra pyrenaica pyrenaica, en referencia al lugar en el que vive, tienen un primo hermano que no vive demasiado lejos: el rebeco alpino (Rupicapra rupicapra rupicapra). Después de recechar los “nacionales” me concedí permiso para intentar el “pariente” geográficamente más próximo, así que puse rumbo hacia los Alpes austríacos, en concreto hacia un pequeño y encantador pueblecito llamado Puchberg, a unas dos horas de coche al sur de Viena.
Me recibió, en el aeropuerto de Viena, Herminio, un español afincado en Austria desde hacía muchos años. En su veterano automóvil, me condujo, en primer lugar, hasta la casa de Klemens Bugelnig, el administrador de los territorios dónde iba a intentar la caza del rebeco alpino. Su hijo, Klemens también, era el guarda que me acompañaría durante los tres días de caza. Me trataron con gran amabilidad y afecto, mostrándome la magnífica colección de trofeos, de todas partes del mundo, que guardan en su casa, y brindando conmigo, con un delicioso aguardiente, por el éxito en la caza.
Poco después me acomodé en un acogedor hotelito. Tras una cena exquisita, me fui a descansar: al día siguiente debía levantarme a las 4´30 de la mañanita.
A esa hora, en el hotel no había ni recepcionista, así que me dejaron preparado un termo con café, unos bocadillos y…. ¡la llave del hotel para poder abrir la puerta!
Klemens llegó puntual y juntos emprendimos el camino hacia el cazadero. Los propietarios de este enorme territorio, aprovechando las idóneas condiciones del mismo, han introducido un curioso animal originario de las lejanas cumbres del Himalaya, Bhutan y Nepal: se trata del Tahr del Himalaya (Hemitragus jemlahicus).
Este exótico y curioso animal, de tamaño medio (80-90 Kg.), posee una gran melena oscura que le alcanza hasta la rodilla. Sus cuernos son cortos (35 cm.), aplastados lateralmente y curvados hacia atrás. Habita en las grandes cumbres rocosas y en los bosques próximos a ellas. (Ricardo Medem / Argali, Cacerías de Alta Montaña).
Viene esto a cuento, porque, sabedor de la existencia de estos desconocidos –para mí – animales, le comenté al organizador de la cacería mi deseo de intentar dar caza a uno de estos ejemplares, si ello era factible. Klemens se interesó en saber si no había cambiado de opinión al respecto. Le expliqué que el objetivo de mi viaje era, sin duda, el rebeco, pero si que me gustaría tratar de cazar un “tahr”, siempre y cuando, ello no nos distrajera de nuestro objetivo.
Quedó claro que el objetivo era el rebeco, y si teníamos la suerte de cazarlo aprovecharíamos entonces el tiempo disponible para “lo que se pudiese”. Lo cual no nos impedía, me dijo Klemens, que de camino a dónde debíamos dejar el coche para iniciar el ascenso en busca del “rupicaprino”, echáramos una visual a un prado muy querencioso para los introducidos habitantes de las altas cumbres orientales. Me explicó mi compañero, que con las primeras luces era fácil ver algún macho pastando los tiernos brotes aún no cubiertos por la nieve de este bonancible otoño.
Dejamos, pues, el automóvil en el carril y caminamos por el imponente bosque alpino, sumidos aún en la oscuridad de la noche, en busca del “tahr”. Antes de llegar al pequeño prado apetecido por nuestra presa, nos apostamos en la linde del bosque para que su protección nos ocultara de los posibles “visitantes”.
Esperaríamos un tiempo prudencial, hasta que la luz del día nos permitiese distinguir algo, para tener tiempo suficiente de subir luego en busca del rebeco. Por otra parte, Klemens me informó que si no acudían a primerísima hora era poco probable que lo hiciesen mas tarde, mas bien sería señal de que, en esa ocasión, habían escogido otro lugar para “desayunar”.
Yo apenas si distinguía las oscuras formas de los grandes troncos, pero Klemens me susurró que al menos tres animales estaban descendiendo por las empinadas laderas hacia un claro que teníamos a la vista. Ahora debíamos esperar a saber si alguno de ellos era un macho y si lo era, si su trofeo cumplía con lo que nosotros deseábamos.
La luz se abría paso con lentitud entre las poderosas columnas del milenario bosque alpino, parecía como si los gigantes arbóreos encargados, desde tiempos primigenios, de resguardar los incalculables tesoros de estos parajes, no quisieran que ojos indiscretos alteraran la paz sagrada de su reino.
Los prismáticos me permitieron distinguir, con relativa claridad, como dos de los tres animales salían de la frondosidad del bosque y comenzaban a saciar su apetito. Eran ejemplares jóvenes y ninguno de ellos reunía los mínimos exigibles. Nos quedaba la esperanza del tercero, que se había quedado rezagado y medio oculto por el bosque protector, por ello inaccesible todavía a nuestras ávidas miradas escrutadoras.
Una vez “metido” en el lance, como era de esperar, me resultaba del todo imposible abandonar el aguardo sin saber si el tercero en cuestión era lo que esperábamos o no: uno propone y … la caza dispone. Así que le dije a Klemens, que me señalaba el reloj indicándome que el tiempo para el rebeco se nos echaba encima:

-Esperaremos hasta que salga o se nos vaya, pero yo no puedo irme ahora.
-De acuerdo, a ver si baja un poco mas y podemos verlo –me dijo-.

La verdad es que el viejo “tahr”, no se portó mal. Al cabo de media o tres cuartos de hora, mas o menos, descendió unos metros, los suficientes para dejarnos ver -como habrán deducido, al calificarlo de “viejo”- que si era lo que estábamos buscando. Presto apunté hacia dónde imaginaba que tendría el codillo –su larga melena impedía saberlo con exactitud-, apoyé bien el rifle y disparé.
Una “nube” de nieve pulverizada salió despedida del melenudo cuerpo del animal, fue como la enhorabuena que me confirmó que la bala había encontrado su destino final.
Nos acercamos para poder contemplarlo con calma y recrearnos en los momentos que acabábamos de vivir.
Trasladamos nuestro trofeo hasta el vehículo y dado que no toda la mañana se nos había ido, aún, decidimos sacar el máximo partido posible del tiempo disponible ¡para eso estábamos allí!
Subimos con el coche hasta el fin del camino. El tiempo era espléndido, el sol calentaba con bastante fuerza y en el cielo no se vislumbraba la presencia de ninguna nube amenazadora. La copiosa nevada, caída dos días antes, nos iba a venir muy bien para encontrar las huellas de los rebecos y también para –caso de encontrarlos- frenar un poco sus rápidas carreras.
Klemens me prestó una recia y larga vara que me serviría de ayuda en la ascensión. La idea era subir hasta la cima de la montaña que teníamos frente a nosotros y desde arriba, caminar por lo mas alto para intentar localizar los rebecos en las laderas situadas por debajo de nosotros, o bien sus huellas en la nieve recién caída.
La “escalada” nos costó unas dos o tres horas y durante el trayecto no pudimos ver ni rebecos ni sus huellas, pero hay días en que uno se levanta con el “santo de cara”, y este era uno de esos para mí.
Caminando por las nevadas alturas, salpicadas de abetos y pinos, no nos llevó mucho tiempo el descubrir nítidas huellas sobre la nieve, pertenecían sin duda a un grupo de unos cinco o seis rebecos e indicaban como habían subido por la vertiente oeste hasta la cumbre, bajando luego hacia la ladera que teníamos a nuestra derecha, en dirección este.
Pensamos que lo más indicado sería continuar caminando en el mismo sentido, para intentar localizar el grupo desde arriba, y así lo hicimos. Una media hora más tarde, el terreno nos impedía seguir por “lo más alto” así que tuvimos que bajar unos trescientos metros para poder continuar.
La ladera tenía una pendiente con un alto grado de inclinación y las piernas se hundían casi hasta la rodilla en la nieve blanda y tierna, lo que hacía bastante trabajoso y cansado el avanzar, pero bien es verdad que la emoción de las huellas frescas me proporcionaba la fuerza necesaria para continuar, casi como si nada.
Klemens, se echó de bruces en la nieve y cuando me acerqué para ayudarle, pensando que había resbalado, movió su brazo con vehemencia de arriba hacia abajo “diciéndome”, ordenándome –mas bien- que hiciese lo mismo que él y me echase cuerpo a tierra. No se había caído, había visto el grupo de rebecos que estábamos persiguiendo. Estaban por delante de nosotros, mas abajo, a nuestra izquierda y se dirigían hacia la cima que se encontraba a nuestra derecha y…. no nos habían visto… todavía.
Frente a nosotros, a unos 150 metros, sobresalían de la nieve unas piedras grandes, que nos iban a impedir ver los rebecos si estos pasaban por detrás de ellas, si lo hacían entre las rocas y nosotros: “miel sobre hojuelas” … ¿qué ocurriría?
Definitivamente pudimos comprobar que se trataba de un grupo de cinco ejemplares. Klemens me aconsejó mucha rapidez si alguno se ponía a tiro; pensaba que no se detendrían y si lo hacían, serían unos segundos, siempre dando por sentado que no nos viesen, si esto ocurriese, todo nuestro gozo se iría a un negro pozo.
Dos de los integrantes del grupo “desaparecieron” tras las rocas que mencioné con anterioridad, un tercero subió hasta las piedras, deteniéndose medio segundo en la primera de ellas y saltando luego en la dirección que sus dos compañeros predecesores habían tomado. El cuarto siguió los pasos del tercero, si bien se detuvo sobre la misma roca que éste, pero en vez de la mitad de un segundo, lo hizo un segundo y la mitad de otro, tiempo suficiente para que el que esto escribe pudiese apuntar y disparar sin pensarlo más de la cuenta. El “quinto elemento” tras el estampido del disparo, se dio media vuelta y emprendió veloz huida en dirección opuesta a la que el resto del grupo había tomado, es decir: ladera abajo.
Creo que “nuestro” rebeco nos vio cuando detuvo momentáneamente su carrera sobre la gran piedra, esto provocó su curiosidad y esta –como en el caso del gato del refranero- le costó la vida. Porque he de decirles que el 8x68S –una vez más- no falló, y el cuerpo del “duende de los riscos” se desplomó sin ofrecer resistencia, rodó unos metros y quedó inmóvil sobre la blanca capa de nieve, que sólo permitió alterar su uniforme textura con el rojo carmín de la sangre que uno de sus hijos derramó sobre ella.
Klemens me explicaba, mientras bajábamos el cuerpo del animal, lo afortunados que habíamos sido: en su dilatada experiencia, era la primera ocasión en que conseguía un rebeco y algo mas -lo que fuese- en la misma jornada. En cuanto a lo que a mí respecta: ni les cuento, nada más podía pedir para saborear la felicidad y nada más pedí.
Conseguí mi rebeco alpino y con su trofeo entre mis brazos, pensé que los animales legendarios –independientemente de su tamaño o la importancia de su trofeo- lo son por múltiples razones, entre ellas: la dificultad de su caza, la nobleza de su comportamiento y lo salvaje de su hábitat.
La caza tiene estas cosas. He viajado diez mil kilómetros hasta Africa del Sur, he estado cuatro jornadas tras un kudu y no he tenido ni la suerte de verlo. En esta ocasión, recorro dos mil kilómetros con tres días por delante para abatir un animal, y en la primera jornada me encuentro con mi objetivo conseguido y por si esto fuera poco, otra codiciada y exótica pieza de propina.
Tenía ahora dos días por delante y dos opciones a la vista: volver a casa o quedarme el tiempo que tenía pensado y aprovecharlo lo mejor posible.
La tarde del primer día la dediqué al turismo y pensé en hacer lo mismo en la tarde del segundo, incluso –si el pequeño y entrañable lugar daba de sí- la del tercero, pero decidí que no sería ninguna locura intentar el rececho del íbice, o ibex alpino (Capra ibex ibex) en las dos mañanas que quedaban entre las tres tardes, ¿me captan ustedes, verdad?
La mañana del segundo día, me levanté a la misma intempestiva hora del primero, pero es cierto que me sentía mucho mas sosegado y tranquilo, con la sensación del deber cumplido y la intención de “salir a ver lo que pasa”, pero: “si no pasaba nada, daría lo mismo”.
Klemens me condujo hasta un mirador desde el que esperábamos poder contemplar algún ejemplar del mítico ibex alpino. Ciertamente no tenía muy claro si, en caso de disponer de la oportunidad, iba a intentar el disparo o simplemente me contentaría con poder contemplarlo y dejar su caza para mejor ocasión, en su momento tomaría la decisión.
Transcurrieron más de dos horas, que nos dejaron los huesos congelados, más que por las, no demasiado bajas temperaturas, a causa de la prolongada inmovilidad.
En vista del poco éxito de la espera, Klemens me preguntó si me importaba quedarme sólo en el puesto, mientras el se acercaba a un roquedal, no muy lejano, en el que el día anterior a mi llegada había visto un muy buen ejemplar de ibex. Le di mi conformidad y me dispuse a prolongar mi gélida espera. Mas de una larguísima hora y media transcurrió, hasta que vi aparecer a un sudoroso y exhausto Klemens: “Está allí, es un gran macho, el mismo que vi hace dos días, si le parece nos acercamos a verlo”. Unicamente por poder desentumecer brazos y piernas hubiese dicho que sí, aunque se hubiera tratado de ir a ver una lombriz, si se hablábamos de lo que estábamos hablando …, la cosa no arrojaba ni el mínimo atisbo de duda.
Cuando llegamos a la zona dónde Klemens había localizado el ibex, el que sudaba y abría la boca, en una búsqueda desesperada de oxígeno, era un servidor de ustedes: ¡vaya paliza! mas que por la “duración”, por la “intensidad” de la carrera.
Pues bien, ahora se levantaba ante nosotros una muy pronunciada pendiente al final de la cual, mi buen guarda había localizado el ibex. Comenzamos a subir describiendo grandes “eses”, para hacer más asumible el penúltimo “repechón” de este viaje y así, poco a poco, íbamos perdiendo de vista el valle para ir descubriendo el panorama que, desde los lugares más elevados de estos parajes, se podía contemplar.
Klemens, clavó sus rodillas en tierra, quiero decir: en la nieve, y después de usar sus gemelos me señaló el lugar dónde el ibex estaba. Me llevó algún tiempo localizarlo, el mimetismo de estos animales es increíble, pero tras un movimiento delator de su anatomía, lo pude contemplar a mis anchas.

-Y ahora ¿qué hago?
-Menudo pedazo de “pavo” tengo delante de mí.
– ¡Dios! Porque me meteré yo en estos berenjenales…
– ¡Qué coño!
– ¡De perdidos al río!

Ya suponen que decisión tomé. Le dije a Klemens que me colocara su mochila en la nieve, para poder apoyar el rifle y conseguir el ángulo que necesitaba, una vez hecho esto, apunté todo lo mejor que pude y empujé la bala del 8x68S con toda mi alma.
No es que yo quiera mezclar “el chorizo con la velocidad” ni confundir “las churras con las merinas”, pero cuando uno le pone “alma” a las cosas, estas suelen salir bien, a mí al menos me salen bien, así lo demostró aquel ibex alpino, que se desplomó y rodó pendiente abajo, hasta llegar a preocuparme por el buen estado de sus fastuosas cuernas, aunque finalmente no sufrieron ningún percance a pesar de lo aparatoso y prolongado de la caída.
Tres de tres, difícil pedir más, yo desde luego no lo hice. Cada lance una vivencia, cada animal una historia, cada circunstancia una aventura, así es la caza.