Salimos con Gonzalo cerca de las 23 hs. desde mi querida ciudad natal, Baradero, ubicada al final de la Ruta 41, a orillas del río que lleva su nombre. En la antigüedad, sus aguas barrosas permitían que las embarcaciones vararan sin riesgo de averías, de allí su nombre.
Fundada el 25 de julio de 1615 bajo la advocación de Santiago del Baradero, la ciudad nació como una misión franciscana destinada a los pueblos indígenas chaná y mbeguá-guaraní, por orden de Hernandarias, el primer gobernador criollo del Río de la Plata. Con más de cuatro siglos de historia, es considerada la población más antigua de la provincia de Buenos Aires.
Desde allí tomamos la Ruta 41 rumbo a Mercedes y, más adelante, la Ruta 5, que nos conduciría hasta Santa Rosa, en La Pampa. Donde nos esperaba Juan, nuestro amigo y anfitrión, para acompañarnos hasta el campo en Jagüel del Monte, con la ilusión de dar con ese hermoso y formidable trofeo: el antílope negro (o antílope de la India).
Llegamos al campo. Gonzalo se bajó a abrir la tranquera y Juan me dijo:
—¡De acá nomás salimos! Preparen todo, que acá dejamos la camioneta y ya empezamos a cazar.
—¡Ok! Le respondí, contento como nene con juguete nuevo…
Avanzamos unos metros, dejamos la camioneta a la orilla del camino, nos cambiamos y partimos con la consigna de que, en esa primera salida, sería el turno de Gonzalo. A mí me tocaría cazar por la tarde, ahora solo acompañaría.
Al poco andar vimos los primeros antílopes, que nos hicieron entrar rápidamente en calor y poner en alerta todos nuestros sentidos. Esa mañana recechamos varias manadas con hembras, pichones y algunos machos, pero ninguno nos convenció. Finalmente, el calor del mediodía nos marcó que era momento de hacer una pausa.
Juan ya nos había dicho que no podríamos hospedarnos en la casa del campo, así que decidimos armar el campamento junto a la camioneta. Armamos la carpa, acomodamos los bártulos y enseguida prendimos el fuego para el infaltable asado.
Luego del almuerzo vino la siesta reparadora, y a las cuatro de la tarde ya estábamos listos para salir de nuevo.
Después de caminar unas dos horas, divisamos una manada en la que se destacaba un macho imponente, rodeado de varias hembras.
Nos miramos con Juan y le digo Gonzalo:
—Espéranos acá. Como ya habíamos acordado, por la tarde cazaría yo.
—¡No hay drama! Respondió.
Reptando como lagartos fuimos acortando la distancia. El macho alcanzó la cima de un médano y descendió hacia la planicie sin detenerse, mientras cuatro hembras quedaban en lo alto, mirándonos fijamente. Nos sostuvieron la mirada durante un largo rato, pero, sin mostrar señales de alarma, comenzaron finalmente a bajar lentamente por la cuesta.
—¡Ahora sí! —le dije a Juan, y salimos corriendo hacia la cima.
Desde allí pudimos ver a toda la manada en la planicie, a unos 200 metros de nuestra posición. Tendido boca abajo en la arena, apoyé mi Mossberg .30-06 recargado con puntas InterLock de 165 grains, listo para disparar. ¡Cuando el macho se corrió detrás de una hembra, busqué la zona vital entre la paleta y la división de colores (blanco y negro), apretó el gatillo y Pum!…
El animal sale corriendo a toda velocidad, sin acusar el disparo, y antes de que pudiera efectuar un segundo disparo, cae desplomado.
Llegamos hasta él con Juan, y nos dimos un enorme abrazo, festejando por el preciado trofeo.
Abrí la mochila buscando la cámara para inmortalizar el momento… y no estaba. Solté una puteada y le dije a Juan:
—Vamos a esperar a Gonzalo, a ver si trajo su teléfono.
Llega Gonzalo derecho a felicitarme, pero lo interrumpí con la pregunta más esperanzadora del viaje:
—¿Trajiste el teléfono?
—¡No! Lo dejé en la camioneta —Me contestó.
Otra puteada al aire. No quedó más remedio que sacar el cuchillo para el desposte y con todo listo, emprendimos el regreso al campamento.
Llegamos casi con el crepúsculo, tomamos algunas fotos, reconozco que sin muchas ganas, pero eso no quitaría el haber vivido una extraordinaria cacería.
Enseñanza de la jornada: revisen siempre la mochila antes de salir, porque en el campo ya es tarde.
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