Los cocodrilos de Mlolo

Por Alberto Nuñez Seoane

Malawi, un desconocido país del África central, es una naturaleza aparte, un mundo en el que el agua, es el espíritu que aporta el aliento que le da vida. Casi un tercio de la superficie del país (de 94.000 Km2, algo menos de la quinta parte que España) está ocupada por el gran lago Nyassa, o lago Malawi que, con casi 30.000 Km2, es el tercer lago de África y el número 12 del Planeta. Esta gran masa de agua dulce, con más de 600 especies distintas de peces y una profundidad máxima de algo más de 700 metros, condiciona la economía y la vida de la nación. Su río tributario más importante es el Ruhuhu, por el norte; el vacíe de sus aguas, 560 kilómetros al sur, lo hace a través del Shire, el mismo cauce por el que subió David Livingstone en 1859, en la expedición que le llevó a descubrir el enorme lago. Entre Karonga, al norte, y Mangochi, al sur, el Malawi tiene multitud de islas, dos de ellas: Likoma y Chizumulu, pobladas por gran número de baobabs y habitadas por varios miles de personas.

La República de Malawi, se independizó de los británicos – ¡cómo no iban a ser ellos! – el seis de Julio de 1964, es, por tanto, una joven nación de tan sólo 48 años de vida, pero que ha sabido, en éste tiempo, mantenerse al margen de los graves conflictos raciales que asolan la mayor parte del territorio de la llamada África negra.

La economía de este país, uno de los menos desarrollados del mundo, se basa en la agricultura y la pesca. Depende de la ayuda exterior para poder avanzar, siquiera poco a poco, en el mínimo, pero indispensable, desarrollo de sus casi inexistentes infraestructuras. La gran plaga, de Malawi, además de la pobreza, es el SIDA. Algo más del 25%, que se sepa, de la población está infectada o es portadora del virus de la inmunodeficiencia adquirida, lo peor de la tragedia es que carecen de los medios necesarios, sobre todo, para educar a los ciudadanos y prevenir el desarrollo de la enfermedad maldita.

Las gentes de las tierras que antes de su independencia se conocían como “Nyassaland” –“Nyassa” significa “lago”, en lengua “Yao”, y los ingleses le llamaron, en su idioma, “Nyassaland”, “la tierra del lago”- son muy amigables y hospitalarias, su lengua nativa se llama “Chichewa”, mucho más bonita que el inglés, el problema es que no la entienden en Wall street. La mayoría son cristianos protestantes, las antiguas creencias tribales sólo alcanzan, hoy, a un 3% de la población.

Malawi es básicamente una meseta enclavada a una altitud media de unos mil metros sobre el nivel del mar, aunque en la zona de Zomba, la antigua capital colonial del país, situada al sur, hay picos que van desde los dos mil hasta algo más de los tres mil metros de altitud. La capital actual es Lilongwe, en la zona central, con algo más de medio millón de habitantes. Más de la mitad de la población, es decir: unos veinte millones de personas, se concentra en los alrededores del lago Nyassa.

Llegamos en avión a Blantyre, la segunda ciudad del país y centro financiero del mismo. Está situada en la zona sur a pocos kilómetros, tanto hacia el Este como hacia el Oeste, de la frontera con Mozambique. Entre Blantyre y Mangochi, al sur del gran lago, están las “marismas” de Elephant Marsh, un área pantanosa de más de 200 kilómetros plagada de cañaverales y papiros. Estos interminables pantanos, formados por las aguas del río Shire en su camino hasta el Zambeze -del que es afluente-, se extienden, por varios cientos de kilómetros hacia el sur, desde el límite meridional del lago. Este, era nuestro destino.

Derek Mcpherson nos recogió en el aeropuerto y desde allí condujimos durante cuatro horas hasta un pequeño embarcadero cerca de la población de Chikwawa, donde nos esperaban con las dos zodiac que nos llevarían, tres horas río abajo, hasta el que sería nuestro campamento.

Son, éstas, tierras perdidas… lejanas, muy distantes del mundo en el que vivimos… o lo que sea. Bajando por las aguas de este río, grabado por Livingstone en la leyenda de África, me fui dando cuenta de algo incontestable: los que estamos “lejos” somos nosotros. Diría que las tres horas largas que, con la corriente a favor, tardamos en llegar, resultaron imprescindibles. Imprescindibles para poder ser consciente de lo que me estaba pasando. No podía cambiar de dimensión en cinco minutos, necesitaba tiempo suficiente para apreciar la transfusión que estaba experimentando. Porque es eso, una transgresión a las sensaciones más íntimas y profundas, lo que, si sabes apreciarlo, se produce cuando, llevado por las aguas verdes de los ríos de África, abandonas el tedio de lo cotidiano para entrar en el laberinto de lo desconocido, bañado, además, por un cúmulo incesante de sensaciones que te golpean, sin lastimarte, para despertar la ternura de tus sentidos, adormecidos por el devenir, frívolo, al que por voluntad propia nos sometemos cada uno de nuestros días, allá, en “casa”.

La indefinible sensación, para los que amamos con pasión estas tierras, con la que se llena esa parte del vacío que arrastramos cada día de nuestra vida civilizada, cuando revivimos el caer de la tarde africana; me agarró la sangre, me empujó el alma, y me llenó, ¡otra vez!, de África.

De esta anímica “guisa” llegó un servidor, y la compaña, a los cuatro tablones que servían de pantalán, allá en los pantanos de Mlolo –el distrito sur de Elephant Marsh-, donde -sobre tallos de caña cortada, para evitar que se hundiesen- Derek Mcpherson y su equipo, habían levantado las cuatro tiendas que conformaban el campamento. El silbido, inconfundible, de cientos de patos de “cara blanca” (Dendrocigna viduata) -en inglés: “white faced duck”- alegraron, más si era posible, nuestra llegada; los ronquidos, muy cercanos, de los hipopótamos, me pusieron la piel de gallina… y no por la inquietud.


Durante la cena, nuestro anfitrión nos explicó cómo íbamos a tratar de cazar los dos cocodrilos y el hipopótamo que teníamos en la cuota. Bien comidos y bebidos, cansados e intentando asentar todas las sensaciones que habíamos vivido, caímos redondos en unas hamacas que, muy lejos de la primera impresión que nos causaron, resultaron, comodísimas no, lo siguiente… ¡ahhhhhhh!

Nos levantamos a una hora prudente, hoy no había prisa. Iríamos, después del desayuno, a probar el rifle, un 375 H&H. Como, en 200 kilómetros, no había tierra firme con más de diez metros de extensión, aprovechamos uno de los muchos bancos de arena a unos palmos por debajo de la superficie del agua, para colocarme, y otro, a la distancia adecuada, para poner la diana. Después de dos disparos, un par de toquecitos en la rosca, para corregir la altura, y todo en orden.

Lo primero que hicimos fue colocar cuatro cebos en diferentes lugares, a considerable distancia unos de otros, querenciosos para los cocodrilos. Cada día, al amanecer y antes de anochecer, tendríamos que revisarlos para saber si “algo” de lo que buscábamos les había hincado el diente. Lo que quedaba de mañana y toda la tarde, se nos fue en este menester.

Me sorprendió no haber visto ni un sólo “hipo” durante todo el día –más tarde, sabría el porqué-, cocodrilos vimos cuatro, pero no daban la talla; bueno, uno de ellos sí, pero cuando le echamos el ojo –por el tamaño de la cabeza se puede calcular la longitud del saurio-, nadaba en medio del cauce. Tirarlo allí era inútil, la profundidad de las aguas y la fuerza de la corriente harían imposible poder encontrarlo, en caso de acertar con el disparo.

En la mañana siguiente, comprobamos que en el segundo de los cebos, colocado en una pequeña isla en el centro de uno de los ramales en los que se abría el río, había entrado un cocodrilo de buen tamaño –lo supimos por las huellas que dejó en el barro-, y nos dispusimos a preparar la espera que haríamos en la tarde, para lo que improvisamos un puesto, en la orilla del cauce, que construimos con los tallos de los muy abundantes cañizos. Desde allí, podría disparar a buena distancia al saurio… si aparecía.

El barro, denso y pegajoso, nos llegaba por encima de las rodillas, los mosquitos no dejaron sin atravesar un solo palmo de nuestra piel, la humedad y el calor nos hacían sudar como condenados, ni la más leve de las brisas se dignó aliviar –un poco siquiera- nuestra fatiga y, el “infame” reptil, no se molestó en venir, al menos, a darnos las buenas noches.

Volvimos al campamento -para ducharnos, cenar y dormir- con más picaduras que garbanzos se comió el niño del famoso chiste de Paco Gandía, pero… no habíamos hecho más que empezar.

La luz, quieta y tenue, del imponente crepúsculo africano, capaz de suavizar penas y calmar cualquier desazón, nos sugirió el sendero hacia una dimensión cuyo acceso sólo se puede encontrar en el caer de la tarde, cuando el polvo que cubre tus pies es de las tierras flanqueadas por el Atlántico y el Índico, en latitud Sur, siempre al Sur… del Sahara.

Por la mañana, atravesando los estrechos canales que los hipopótamos abren en medio de las interminables extensiones de cañas y papiros, llegamos a un remanso en el que había varios bancos arenosos sobre los que los cocodrilos gustaban tenderse a calentar sus cuerpos al sol. Para que el ruido del motor no los alertase, Derek McPherson y yo, bajamos del bote y nos acercamos caminando a los bancales, bien pegados a los cañizos que bordeaban la laguna para evitar el posible ataque de cualquier cocodrilo- el agua me llegó a alcanzar, casi hasta el pecho, profundidad más que suficiente para que los reptiles se muevan a sus anchas-. La verdad es que, en momentos como esos, no llegas a calibrar, con la prudencia aconsejable, las posibles consecuencias de lo que estás haciendo, porque, cuando lo haces, te das cuenta de que el riesgo es, a todas luces, excesivo. Pero las cosas, allá, no son como las vemos desde acá. “La circunstancia” –la de Ortega-, es la que te condiciona y, bajo su determinación, y el sentir que, en ese momento, impulsa la sangre por nuestras venas, actuamos.

Cientos de patos de “cara blanca” y de gansos (Piectropterus gambensis) –spur-winged goose, en inglés-, echaron a volar al sentir nuestra presencia. El único cocodrilo que vimos, hizo caso del aviso que supuso el repentino levantar de las bandadas de aves, y se sumergió en el agua; no lo volvimos a ver.

Por la tarde regresamos al mismo puesto del día anterior. El resultado, también fue el mismo, con una sola diferencia: había, increíblemente, aun más mosquitos que la tarde pasada. Para colmo, en esta ocasión, ni atardecer maravilloso ni gaitas gallegas, el cielo se había cubierto de nubarrones y el viento, frío, que sopló durante el camino de regreso “a casa”, consiguió, con una tiritona que nos hacía castañetear los dientes, que nos olvidásemos del martirio de los enormes e insaciables dípteros de Satanás –léase: mosquitos insaciables-.

Con el alba del siguiente día, íbamos camino de revisar unos cebos, cuando, en un banco de arena cubierto por centenares de patos y algunas garzas, vimos un gran cocodrilo. Apenas si tuvimos el tiempo justo para asegurarnos de su envergadura porque, al sentir nuestra presencia, se sumergió con rapidez en el agua. Lo que sí dedujimos, por su tamaño, es que era el dueño de aquel territorio.

No había ningún cebo en aquel banco porque no había sitio desde el que disparar, pero en vista de “lo visto”, abrimos una trocha en una isla de cañas situada a unos 80 metros del banco. Comenzando por la orilla opuesta a la que estaba frente al lugar en el que vimos al cocodrilo y fuimos avanzando hasta llegar a la otra orilla, dejando una cortina de vegetación al borde, antes de llegar, otra vez, al agua, para que el saurio no nos pudiese ver. Luego cortamos un número suficiente de tallos sobre los que ponernos de pie sin hundirnos demasiado. Desde allí debería disparar cuando el animal regresase, no había otra opción.

Fuimos a comprobar el cebo al que nos dirigíamos antes de toparnos con este gran “lagarto”, de ese modo dejaríamos tiempo suficiente para que regresase a calentarse al sol, en el mismo sitio en el que lo vimos.

Cuando volvimos, apagamos el motor bastante antes de alcanzar la isla en la que habíamos improvisado el puesto y continuamos a remo. Al llegar, salimos del bote y con todo el sigilo del que fuimos capaces, empezamos a recorrer el sendero que habíamos abierto con anterioridad a través del cañaveral. Cuando asomamos la cabeza por encima de los últimos cañizos; entre patos de “cara blanca”, garzas de pico amarillo (Mesophoyx intermedia) y algunos gansos egipcios (Alopochen aegyptiaca); los ojos se nos llenaron con los impresionantes casi cuatro metros de amarillentas escamas que, vistiendo el cuerpo de aquel espléndido cocodrilo del Nilo, reflejaban, como un espejo, los rayos del sol africano.

No tenía donde apoyarme –era un tiro fácil, por la distancia, pero requería una precisión absoluta, de lo contrario, aunque le acertase en la cabeza, si no lo hacía en el lugar adecuado, el animal se perdería bajo las aguas- y las cañas que habíamos cortado, impedían que me hundiese, pero no me ofrecían un firme estable pero… ¡era lo que había¡

Me tomé mi tiempo, mucho. Hubo momentos en los que estuve a punto de desistir, no conseguía alcanzar esa sensación, imprescindible para apretar el gatillo con posibilidad de éxito, de “tenerlo muerto”, pero la belleza del trofeo me ayudó a cargarme de paciencia y seguir tratando de estabilizar la cruz de la mira del rifle, entre el ojo y el casi imperceptible oído del cocodrilo.

Por un segundo, o medio, no lo sé, lo “tuve” … esperé a poder repetir esa sensación, y… ¡ocurrió! Apreté, entonces, el gatillo… las aves echaron a volar creando una enorme algarabía de sonidos estridentes, el reptil… permaneció quieto como una piedra. Cuando Derek y Thomas –uno de los ayudantes- levantaban los brazos para felicitarme, ya había cargado el rifle y disparaba de nuevo… ¡volví a acertar! Lo cierto es que no hubiese hecho falta el segundo tiro pero, a pesar de haber visto con claridad el efecto de la primera bala, no quise correr el mínimo riesgo.

Regresamos al bote y nos acercamos al banco sobre el que descansaba el cuerpo de 12 pies y 7 pulgadas (3,83 metros) del cocodrilo… ¡qué fantástico sentimiento!, ¡qué maravilla de animal!, ¡qué satisfacción!… ¡qué bien todo, huaaaaa! Una buena sesión de fotos y cargamos el cuerpo inerte en la lancha para regresar, felices, al campamento.

Desde que hicimos la primera vuelta, al segundo día de haber llegado, para revisar los cebos que habíamos ido colocando, había un cocodrilo, muy cerca del campamento, al que no habíamos conseguido más que ver el lomo. Cada vez que nos acercábamos, lo veíamos por unos segundos, e inmediatamente se metía bajo el agua.

Probamos acercándonos a remo, nada. Abrimos un sendero, entre los cañizos, dejando el bote muy lejos para tratar de sorprenderlo, nada. Nos apostamos, aunque la distancia era excesiva, en la orilla opuesta a la que él frecuentaba… ¡nada! Durante dos días, dejó de entrar al cebo, se conoce que nuestra insistencia le incomodó y decidió cambiar de aires. Pero una tarde, de regreso al campamento, lo vimos, otra vez, en la orilla, dándose un festín con el tercero de los cebos que le habíamos puesto. Volvió a sumergirse con rapidez, pero en esta ocasión, decidimos, no sé muy bien porqué, regresar.

Esa tarde, después de pasar por el campamento para recoger el material que nos serviría para la espera, dejamos el bote en la orilla, lejos del cebo, caminamos por la ribera del río hasta alcanzar la entrada del sendero que habíamos hecho, caminamos por él y, a unos treinta metros del cebo, en la misma trocha, colocamos un par de sillas, sobre unas maderas que impedían que nos hundiésemos, nos cubrimos con una red –si no lo hubiésemos hecho, los infames mosquitos; ni repelentes, ni pulseras, ni ultrasonidos, ni la madre que los parió; hubiesen hecho con nosotros lo que nosotros queríamos hacer con el cocodrilo: destrozarlo- y nos dispusimos a esperar hasta que se fuese la luz del sol pero, no tuvimos que volver de noche.


Algo más de dos horas llevábamos allá, cuando, entre la nube de mosquitos miserables que se agolpaban en la red, vi el hocico escamoso de un cocodrilo asomar de las aguas. Di un par de golpecitos en la espalda de Derek McPherson, que leía y no lo había visto. Con rapidez, pero con sigilo, miró por sus prismáticos, esperó a que el cuerpo del reptil saliese del agua lo suficiente como para poder estar seguro de su tamaño y… me confirmó que era el que esperábamos.

Después de dar “el aviso” a Derek, me encaré el rifle, quité el seguro y puse el dedo en el gatillo. Seguía todos los movimientos del animal a través de la mira. Cuando escuché el “OK” de mi compañero, la cruz del visor, que “descansaba” a unos dos centímetros por detrás del ojo derecho del cocodrilo, tembló con el estampido de la bala del 375 H&H que, sorprendiendo a las aves que comían en la ribera del río y al propio Derek, que no esperaba tanta inmediatez, salió del cañón de mi rifle para alojarse en el cerebro del reptil. Lo único que le dio tiempo a hacer fue dejar caer su cabeza sobre la arena. Un buen animal que dio 11 pies y 10 pulgadas (3,60 metros).

Unas buenas, y picantitas, salchichas caseras (buraboers), con una cerveza helada, para empezar; un cafelito y el chupito de la petaca de Bas Armagnac –que siempre llevo conmigo- para terminar, fueron digno homenaje al cocodrilo, que nos trajo locos, y a nosotros, que tuvimos la paciencia y la perseverancia de no rendirnos hasta conseguir lo que buscábamos.

Mañana, nos esperaba un largo viaje río arriba. Iríamos en busca del hipopótamo.