La noche es mágica. El silencio es absoluto; en el cielo, tachonado de estrellas, reina la luna que amo: la luna pampeana. Veo su reflejo en el agua del tajamar; sus orillas más claras; y, metros atrás, la silueta oscura del jarillal, que contrasta con el azul del cielo; esta amalgama de grises y azules me parecen dignos de un lienzo; la concibo una pintura impresionista de colores oscuros; me río mientras la imagino como una noche estrellada de Van Gogh. Así la pintaría, si pudiera. La música no faltó a este espectáculo: los cardenales amarillos cantaron y tomaron agua hasta bien oculto el sol. Ya bajaron las chanchas y los cachorros ruidosos a chapotear y beber. Pero yo espero al verdadero coloso de esta zona: el padrillo añoso. La sensación de soledad es absoluta y me gusta. Me siento en mi ambiente. No hay señales de presencia humana. Por eso me gusta. No se escuchan vehículos, tampoco ladridos de perros; no se ven luces artificiales pasar a lo lejos. Por todo eso me siento bien. Todas estas disquisiciones desaparecen abruptamente cuando percibo una taquicardia súbita que, a pesar de tantos años en estas lides, aún no puedo controlar. En la zona donde detecté anteriormente rastros de un buen ejemplar, hay una silueta negra inmóvil, cubierta por la sombra raquítica de un renuevo. Es él; sé que, como escribí hace años, está esperando “informes de sus múltiples aliados”: el silencio total de la noche es uno de ellos, que trasmite fácilmente mínimos sonidos que yo, por error, produzca; también acudirá a Eolo, su inconstante amigo, y aguardará durante varios minutos que alguna brisa imperceptible, de esas traidoras que remolinean habitualmente en estos rincones, le revele mi presencia. Finalmente buscará alguna sombra nueva en ese abrevadero que tanto frecuenta. Conozco todos sus trucos. Pero yo también soy viejo en estas lides y tengo mis mañas: hace varias horas que, inmóvil como una estatua – “calzado de mármol” diría Cyrano – vigilo atentamente esa zona; ahora que veo su silueta, casi no respiro; no toco nada, ni siquiera mi fiel compañero: el largavista. Solo levantaré muy despacio el rifle para apuntar, cuando sea el mejor momento. Eso sí: cuando lo haga, centraré la mira y sin perder tiempo dispararé. Sé cuán rápido puede cambiar todo, tratándose del contrincante más astuto que puede encontrar el cazador en mi provincia.
La descripción narra lo que Yo considero el pináculo de la caza al acecho nocturno del padrillo jabalí: el momento en que el cazador está cara a cara con la sublime presa, y se define, en pocos minutos, el resultado del lance. Solo el momento íntimo luego de la ultimación precisa y breve con un disparo, se compara: cuando el cazador, sentado a su lado, se toma unos minutos para honrarla, tocarla, valorar su suerte, la de haber capturado la presa más respetable que puede encontrarse en mi tierra. Ese momento ambivalente, de extrema satisfacción, respeto profundo y, porque no admitirlo, algo de remordimiento y tristeza. Toda muerte de un ser extraordinario la produce -este sin duda lo es-, y los verdaderos cazadores no escapan a ese sentimiento.
El Lugar: geografía y digresiones históricas
Pero además de ese ritual casi religioso de caza al acecho, describo el entorno de una geografía especial: Lihuel Calel, la tierra de las “Sierras de la vida”, como Zeballos las llamó en su obra “Viaje al País de los Araucanos”.
El departamento de Lihuel Calel es uno de los veintidós departamentos de la provincia de La Pampa; ubicado al sur de la misma; su límite sur lo constituye el Río Colorado, límite con la provincia de Río Negro. Posee un clima semiárido, con amplias variaciones térmicas diarias y estacionales, típico de las regiones desérticas. Su densidad poblacional es muy baja. Según datos brindados por el gobierno de La Pampa, Lihuel Calel, junto con el departamento Limay Mahuida, son los menos poblados de la provincia, con densidades poblacionales irrisorias. No es casual que existan aquí mayores posibilidades de un buen trofeo. Siempre he sostenido que la densidad poblacional de un territorio es inversamente proporcional a la riqueza de fauna cinegética –al menos en mi provincia-. Cuanta más gente, menos fauna cinegética (me refiero principalmente a calidad de trofeos y edad media de las presas). Cuanto mayor densidad poblacional, mayor densidad de hombres con armas, perros y vehículos. Todas esas variables son inversamente proporcionales a fauna cinegética de valor.
El departamento en cuestión lleva el nombre de las sierras, que hoy forman parte del parque nacional Lihuel Calel, ubicado al oeste del mismo. Zeballos, al explicar la etimología del término, nos deja un comentario muy interesante. La traducción literal sería “cuerpos vivos”, por lo tanto, “Sierras de los Cuerpos Vivos” y así las llama en una obra anterior que escribió sin conocer el lugar; posteriormente, al realizar él mismo una exploración geográfica a esta zona y dejarlo detallado en la obra citada, menciona: “…No se explica con claridad esta etimología, el que no ha visitado el terreno y no ha contemplado, por consiguiente el contraste que existe entre las vastas comarcas de que las sierras son el centro y aquellas mismas…”. Por eso mismo, al llegar a las sierras de Lihuel Calel, dice: “…Lihuel Calel es, en efecto, un nombre científico, la síntesis de una idea concreta y podría decirse, del bosquejo geográfico de todo un territorio, por la relación que el viajero sorprende entre su significación y el aspecto y constitución física del dilatado país…”. Y explica “que caminando el Lihuel Calel –refiriéndose a las sierras- en cualquier dirección se halla campo con buen pasto y agua…” y allí se entiende por qué “…los indios, con admirable exactitud de criterio la llamaron Sierras de la Vida…”, ya que se encuentran todos los recursos vitales –buen agua y buenas pasturas- en medio de un territorio tan desértico y árido, que el mismo Zeballos llamó en sus mapas “La Tierra del Diablo”.
Como detallé anteriormente, hasta ellas llego Zeballos en 1879, siguiendo el curso de la expedición realizada en 1878 al mando del coronel Nicolás Levalle, formada por tropas provenientes de las fuerzas acantonadas en Carhué, Puán y Guaminí. Esta fuerza militar partió el 25 de noviembre de 1878 con el objetivo de atacar y neutralizar a Namuncurá en Salinas Grandes. Al llegar y comprobar que el cacique y su tribu huían hacia el oeste, comienzan una persecución en tres columnas con dirección sudoeste reuniéndose el 6 de diciembre en las proximidades de la actual General Acha, para continuar la persecución del cacique hasta las sierras de Lihuel Calel, “…tomando en el camino los indios dispersos y las familias abandonadas por Namuncurá en su fuga hacia Lihuel Calel, paraje donde creía con seguridad no ser molestado por los cristianos…”. Una de las partidas desplegadas, al mando del comandante Julio García, finalmente descubre y captura la tribu en Lihuel Calel, escapando “…el mencionado cacique, su familia y las pocas lanzas que lo acompañan…”. El mismo informe oficial de Levalle menciona que los indios capturados suman entre capitanejos, indios de lanza y “chusma” más de doscientos cincuenta, con sus animales de consumo: cien vacas, ochenta caballos y ochocientas ovejas, y la liberación de “…diez y seis cautivos de ambos sexos, que con sus hijos, forman un total de treinta y seis personas rescatadas…”. Estos datos figuran en el informe oficial realizado por el mismo Levalle, pero el episodio completo y más florido es descripto por Zeballos en “Episodios en los Territorios del Sur (1879)” y también por el ingeniero Alfredo Ebelot en su libro “Relatos de la Frontera”, quien participó en la expedición de Levalle como teniente coronel honorario, para realizar trabajos topográficos y mejorar la cartografía existente en ese momento.
Zeballos en su excursión de 1879 a Lihuel Calel dejó plasmado por escrito una pintoresca descripción geográfica y biológica de las sierras, así como la penosa exploración que desde allí realizó hasta el Río Colorado en búsqueda de un supuesto desagüe hacia el mismo río, que costó la vida a algún integrante del grupo, con riesgo de perecer el grupo completo. La descripción del autor es amena e interesante por su mirada de explorador bien representativo de esa época: muy al tono con los conocimientos científicos del momento, se explaya con soltura en botánica, zoología y geografía
Lihuel Calel es un lugar especial para mí. No todas las zonas de La Pampa tienen las mismas noches. Por eso disfruto éstas. Ya lo describí en otro lado: la sensación de soledad, de contacto íntimo con la naturaleza, la abundante fauna salvaje; todo esto es aqui maravilloso. Su agresiva aridez y sus temperaturas extremas de desierto; sus durísimos inviernos y sofocantes veranos no la hacen apta para cualquiera. Pero es un paraíso para quien sabe conocerla y disfrutarla; y de eso, los cazadores, sabemos bastante. Ya mencioné su extraordinaria fauna salvaje. Y aquí debo agregar un condimento que pocos valoran y yo creo imprescindible. Muchas de las características geográficas mencionadas condicionan, de alguna forma, los tamaños de los establecimientos. Aquí cada propietario tiene enormes superficies y, todas juntas, conforman una gran extensión en pocas manos, lo cual siempre beneficia al desarrollo de la fauna salvaje. Podríamos decir que esto determina una suerte de impensada reserva natural de fauna cinegética. Si bien en muchos de estos establecimientos se realiza caza deportiva, la modalidad predominante es la caza al acecho con armas largas, que es la más inocua y hasta diría la más amigable con un manejo racional y sustentable de las especies cinegéticas. De esta forma, las chances de llegar a viejo de un jabalí macho siempre son mayores; por eso la posibilidad de un buen trofeo es mayor.
He tenido la suerte y el privilegio de cazar, desde hace muchos años, en grandes establecimientos de esta zona: La Sara, de Horacio Álvarez, La Esperanza, de Juan Cruz Grahan, El Perdido, de Eugenio y Patricio Lutz y Los Ranqueles, de Karin Norlander. Todos ubicados al este de la sierra, acumulando muchas leguas entre todos, y lindantes al noreste con otros de buenas dimensiones como La Magdalena y La Escondida que, sumando superficie, constituyen grandes reservorios naturales.
Todos ellos configuran un área de gran extensión que corre en diagonal de suroeste a noreste dentro del Departamento Lihuel Calel, y se encuentran al este de las sierras; los más occidentales gozan de la vista de las sierras que, aquí en La Pampa, nos parecen montañas colosales.
El Jabalí de Lihuel Calel
Dejo para otro artículo la disquisición sobre el origen del jabalí argentino. En el capítulo “El Jabalí Argentino” de mi libro “Hacia una Moral Cinegética” describí, hace ya muchos años, la muy probable mezcla realizada por Luro de jabalíes franceses y españoles, en base a la escasa información bibliográfica a mi disposición en ese momento. Posteriormente y para nuestra fortuna, la ciencia comenzó a dilucidar este dilema utilizando pruebas de biología molecular y ya, de la mano de Mariano Merino, investigador de la Universidad Nacional del Noroeste de la Provincia de Buenos Aires, nos llegaron los primeros informes que demuestran el origen ibérico de algunos jabalíes argentinos. Está en marcha una serie de análisis de muestras de jabalíes pampeanos –entre ellos algunos de Lihuel Calel- que confío confirmen o refuten, abriendo nuevos panoramas (allí radica el encanto de la ciencia), dichos conceptos. Quedan por lo tanto páginas más certeras por escribir al respecto.
No obstante, existen datos que nos permiten esbozar teorías de la llegada del jabalí a Lihuel Calel. Hace muchos años tuve el privilegio de tertuliar respecto a este tema con Andino Grahn, en “La Esperanza”, extenso establecimiento al este de las sierras, de su propiedad. El padre de Andino, Bertil Grahn, adquirió el establecimiento “Los Ranqueles”, también al este de las sierras, en el año 50, y en los años siguientes fue adquiriendo campos contiguos llegando a tener alrededor de 100.000 hectáreas. La problemática de la escasez de agua de la zona generó la necesidad de realizar tajamares, para lo cual se compró una topadora tipo oruga marca Fiat, con la cual se realizaron tajamares de 120 por 50 metros. En esos tajamares comenzaron a ver rastros de jabalíes que, si bien eran escasos inicialmente, con los años fueron aumentando.
La llegada del Sus Scrofa a Lihuel Calel plantea como hipótesis principal, la migración desde el núcleo inicial formado por Luro en San Huberto. También existieron aclimataciones en la cordillera que podrían haberse irradiado hacia el este, llegando de esta forma, al oeste de mi provincia. De hecho, existen registros bibliográficos de traslados de jabalíes de San Huberto al sur, contemporánea al traslado de ciervos realizado por Hohmann. Personalmente creo en la llegada de jabalíes a Lihuel Calel provenientes de San Huberto; abona está teoría múltiples factores. El primero es la corta distancia entre ambos puntos geográficos, sobre todo para un animal trashumante como el jabalí, capaz de recorrer gran distancia en poco tiempo; más aun pensando que entre San Huberto –hoy Parque Luro- y Lihuel Calel existen campos muy aptos para esta especie en cuanto a presencia de agua, alimentos y seguridad –en una época que imagino de escasos de peligros para ellos-. Y en segundo lugar el corto tiempo transcurrido desde la liberación de los jabalíes en la década del treinta (desde el año 1928, en que la familia Luro vende San Huberto, hasta la adquisición del mismo por parte de Maura en 1939, San Huberto queda en manos del banco Hipotecario y sufre un deterioro total, produciéndose en esos años, según Amieva, la liberación de los animales encercados) y la fecha comentada por Andino de la detección de rastros de jabalíes en la zona (entre 1950 y 1960).
Para los cazadores la característica más importante de los Sus Scrofa de este lugar es la mencionada al describir la zona: la gran extensión facilita la posibilidad de animales de mayor edad, con lo cual aumentan las posibilidades de lograr un buen trofeo. No es raro en Lihuel Calel dar con un padrillo de siete años o más; estos extraordinarios animales, independientemente de las medidas de sus navajas, siempre son un sublime trofeo.
También sospecho, y esto está sujeto a verificación, un mayor nivel de pureza de la especie; baso esta idea en las características fenotípicas de los jabalíes de Lihuel Calel que generalmente son muy compatibles con los rasgos de pureza de la especie – si bien es verdad que no son completamente fiables a la hora de evaluar nivel de pureza-. Espero ansioso los resultados de las muestras que Mariano Merino y su equipo científico están analizando.
No puedo dejar de mencionar un hallazgo bibliográfico histórico y pintoresco que menciona la presencia de suidos en esta zona, ya que podría tener implicancias en futuras investigaciones. Alfredo Ebelot, miembro de la expedición a cargo del Coronel Levalle que persiguió a Namuncurá hasta Lihuel Calel, describe la presencia de “chanchos de monte” en Choique Mahuida, cordón de sierras al sur de las sierras de Lihuel Calel, por donde Namuncurá se evadió. Dice Ebelot hablando del lugar: “Es el único sitio de la pampa donde he visto chanchos de monte. Como todo tiene su explicación en el desierto, ciertamente han debido ganar ese refugio porque ni los mismos jinetes indios podían darles caza hasta allí”. Sin duda se trataba de cerdos domésticos aclimatados, cuyo único origen posible sería la antigua población de colonizadores españoles de Lihuel Calel, mencionada por Zeballos, al describir evidencia de signos de asentamiento de colonos en el lugar -descripto también por otros autores- cuyo origen podría ser, según el mismo autor, una expedición española enviada desde Chile por Valdivia en el siglo XVI, en busca de una salida al Atlántico. Pero todo esto es hoy materia de especulaciones que tal vez algún día se llegue a dilucidar.
El acecho nocturno
Aclaro a los incautos que cuando hablo de acecho nocturno del jabalí macho añoso no estoy hablando de sentarse en un apostadero “a disparar a jabalíes que aparezcan en la zona de tiro”. Me refiero a la modalidad en la cual el cazador acecha para cazar exclusivamente un macho añoso, con todo lo que eso implica y ahora detallaré.
Ya he escrito y ratifico que, para mí, la caza al acecho del padrillo de jabalí es la modalidad más noble, la más deportiva y la más incierta de este extraordinario animal; al menos en mi provincia.
Sé que mi opinión generará malestar en practicantes de otras modalidades de caza, pero creo necesario que se valore esta modalidad, se desmitifiquen falsedades de la misma y también de las otras que se practican en mi provincia.
La modalidad de caza al acecho es la que otorga al padrillo más chances de salir airoso; en ella, el padrillo tiene la posibilidad de utilizar todos sus recursos de defensa, su astucia y su experiencia, para evitar ser cazado; el cazador, por su parte tiene que utilizar todos los suyos, pero además necesita que se alineen otros factores que escapan a su manejo. En base a datos numéricos de mi experiencia aseguro que en esta modalidad las chances de éxito para el cazador son menores al 10 por ciento. El cazador de padrillos acepta todas estas reglas y las asume sabiendo las escasas posibilidades de éxito que tiene. Acepta las reglas de una actividad en la cual su presa tiene ventaja ya que dispone de grandes habilidades naturales que despliega en su territorio. Por eso el acechista puro es el que más valora, admira y respeta a su presa, porque conoce la dificultad, el tiempo y el sacrificio que demandó su captura. De allí el cuidado y la importancia que otorga al trofeo: el juego de colmillos que guarda honrando a la presa.
Todo esto, que tiene ribetes casi místicos, no se da en otros cazadores que practican otras modalidades, como por ejemplo la caza con jauría, en la cual los canes juegan un roll determinante (como también sucede en la caza de pluma con can). Por esto, en la caza con jauría del jabalí se genera en el cazador un sentimiento más cercano a la rivalidad con la presa –lo cual es lógico ya que la captura se decide en una lucha a muerte- y a veces, hasta desprecio por la misma (no es raro ver en redes sociales videos exhibicionistas donde ultiman a la presa sujetada por los perros con certeras puñaladas en un contexto festivo; o ver regresar de la cacería transitando por caminos públicos, con la misma eviscerada y extendida sobre el vehículo, brindando una exposición degradante y obscena que a cualquiera desagrada); y lógicamente los sentimientos positivos están más enfocados a los canes; y hacia ellos surgen sentimientos de afecto: hermandad, compañerismo, admiración y protección. Es lógico; lo entiendo bien: yo mismo tengo perros de caza de muestra desde hace muchos años.
Pero lo cierto es que la caza al acecho demanda un gran sacrificio, conocimiento de la presa y de su comportamiento, temple, paciencia, perseverancia y, principalmente, una actitud mental positiva muy alta que debe ser mantenida invariablemente (y con mucha dificultad a lo largo de incontables horas de incomodidad climática, inmovilidad total y estado de alerta permanente). Y también, por que no admitirlo, una cuota de suerte. Sacrificio, conocimiento, temple, paciencia, perseverancia, actitud mental positiva y, finalmente, suerte: ¿No constituye esta modalidad una verdadera escuela de vida? En mi caso aseguro que lo fue.
Conclusión
El eje principal de este artículo pasa por tres puntos: el primero, la majestuosidad geográfica de este lugar maravilloso; el segundo, el valor cinegético de la presa; y el tercero, valoración de la modalidad al acecho nocturno para su caza.
Ya he escrito mil veces que La Pampa es un lugar mágico; posee rincones naturales muy especiales, de magnífica, pero oculta belleza, con desconocidas historias extraordinarias. Lihuel Calel es uno de ellos. Posee una belleza natural que hay que saber encontrar para conocer en plenitud. Sostengo que los verdaderos cazadores tenemos una habilidad para descubrir, disfrutar y resguardar estos pequeños paraísos naturales.
En relación al padrillo de esta zona, la característica principal para los cazadores es la mayor edad que llegan a tener y, por consiguiente, la posibilidad de obtener un buen trofeo. Repito que cuando menciono calidad de trofeo me refiero a los colmillos de un animal añoso, independientemente de las medidas. En mi opinión cuando las amoladeras dan la “vuelta”, -el tipo “alunado” de Lanorville-, o cuando el grosor de los inferiores alcanza los 2,5 cm, son trofeos soberbios, aunque en la medición general no lleguen a medallables. Estas características se dan solo en ejemplares de edad.
En cuanto a la modalidad al acecho, cuando la describo como yo la siento y la he practicado durante más de veinte años, en los cuales me he cruzado con practicantes puros de la misma (aquí en La Pampa he conocidos algunos que dejaron todas las demás y se dedicaron a ésta exclusivamente, hasta sus últimos días), se me viene a la cabeza una idea que completa la descripción. Churchill dijo, comparando el futbol con el rugby, que el rugby era un deporte de patanes practicado por caballeros. Me gusta parodiar esta frase cuando hablo de esta modalidad y de los grandes cazadores practicantes de la misma que yo conocí; y haciéndolo, sostengo que: “En La Pampa la caza del jabalí es una actividad muy popular pero que, efectuada bajo los conceptos aquí descriptos, es un deporte practicado por verdaderos caballeros”.
