La Cueva. Año 2016.
Luego de presenciar algunas cacerías y por mucho tiempo convivir entre cazadores, sentí esa sensación ancestral hasta ese momento dormida en mí.
Había llegado mi momento, quería ser yo la partícipe de una de esas tantas historias que a menudo escuchaba con una pasión indescriptible, por parte de cazadores que rodeaban mi entorno.
Así fue como partimos una fría mañana invernal desde nuestra Necochea, con rumbo a uno de los paraísos cinegéticos de Argentina, la Provincia de la Pampa. Una vez en el campo, recorrimos los distintos puntos que comúnmente frecuentaban los chanchos, para detectar donde se allegaban a comer o beber, y qué tipo de animales estaban frecuentando esos lugares. Entre los que prometían, elegí para apostarme (deslumbrada por su belleza) el tajamar del espejo, al que denominaban así por sus quietas aguas que simulaban su nombre.
Acordé con guía que se apostara conmigo, por ser mi primera vez necesitaba su compañía y por supuesto su experiencia; que de inmediato puso en práctica y seleccionó cuidadosamente el lugar donde pasaríamos gran parte, o la noche entera. Sería en una de las esquinas del lote, afuera, a la intemperie, ya que el viento nos jugaría una mala pasada para quedarnos en “la comodidad” del apostadero.
Volvimos al casco del establecimiento por nuestros petates. Cargué en mi mochila toda la ropa que ahí entraba, alisté el rifle y calenté el agua para esos mates salvadores que disimulan y hasta engañan por momentos el frío, mientras mi compañero cargaba sus cosas y el resto equipo que ocuparíamos.
Al llegar lo primero que acomodamos fueron las sillas y frente a la que yo ocuparía, el caballete que usaría de apoyo a la hora de tirar, donde mientras tanto descansaría el legendario VERDE. Luego organizamos, dejando a mano, frazadas, bolsas de dormir, guantes, gorros, y todo lo que seguro nos echaríamos encima para aguantar la fría noche que se avecinaba.
No pasó mucho tiempo hasta que noté como mis sentidos se “purgaban”. Aprendía a disfrutar, descifrar y escuchar el silencio. Percibía aromas totalmente desconocidos que una suave brisa traía hacia mí y mi vista hacía volar mi imaginación entre bellas, tenebrosas e indescriptibles sombras que se reflejaban en ese hermoso tajamar “espejo”. Estaba viviendo algo indescriptible, casi de ensueños y que tantas veces había escuchado, pero sin comprender “hasta el momento”.
No pasó mucho tiempo hasta que el agudo chillido de un alambre cortó con esa reconfortante paz a la que había llegado. Disparando de manera galopante los latidos de mi corazón.
Mi compañero sigilosamente observó con los binoculares y susurrando me dijo esa frase que, aunque tanto quería, confieso no esperaba.
– ¡Ahí lo tenés! –
Pensé que me estaba probando, por lo que le contesté:
-Me estás cargando. –
-Ahí está, es un tremendo padrillo-. Me dijo, mientras con cuidado me indicaba el lugar donde se encontraba.
– ¡Ahí lo tenés, tiraaaaale! – me dijo.
Y yo… yo no lo podía creer, me tocaba a mí!
Temblaba entera y para colmo cuando voy a tomar el fusil, me doy cuenta de que la correa estaba enganchada en la reposera y no salía. El padrillo viejo algo presintió que de seguro no le gustó, y desapareció entre las sombras.
Se fue, me dije mientras maldecía demonios…
Pero no, la suerte estaba echada de mi lado esta vez. No se había ido, solo se retiró algunos minutos para agudizar sus sentidos en la oscuridad y al no percibir nada volvió a entrar.
– Ahí está de vuelta. ¿Lo ves? – Me dijo mi compañero.
Alcé el rifle y comencé a buscarlo por la mira.
-Sí- Le contesté cuando logré ver con claridad esa gran figura negra.
-A la paleta – Me dijo.
Suavemente, como tantas veces me habían dicho, y había practicado, presioné el gatillo. Luego de la patada, el estampido y el fogonazo, mi compañero festejaba y me felicitaba por el disparo.
– ¿Dónde le apuntaste? – Me pregunta.
Y he aquí mi respuesta, la que, hasta la fecha y de seguro de por vida, me condena a las cargadas…
-A LA PALETA DE ATRÁS! Le dije…
Entre risas, emociones varias y todavía shockeada por una buena dosis de adrenalina, fuimos juntos a verlo. Una gran mole negra de grandes colmillos yacía ante nosotros, terminando de grabar a fuego en lo más profundo de mi ser, esta indescriptible pasión que siento por la caza. Solo quien lo vive sabe lo que estoy escribiendo; para el resto, es solo una historia…

Mi guía, mi compañero de caza y de la vida, quien me enseñó a disfrutar muchas cosas, a esperar y no desesperar y tantas otras más… Juan José Sosa.
PD.
¡Eso sí! Ahora me gusta apostarme sola ja, ja, ja…
Silvana Echeverría