Como les dije desde un principio, nunca me achiqué en nada y encaré siempre los desafíos. En este primer capítulo son más las metidas de pata -o cosas que no hay que hacer- que otra cosa, para agarrar un león. Empecé todo mal, pero tranquilos que a lo último me hago un leonero en serio y con todas las letras y baquías que hay que tener.
Les aclaro que hasta el momento nunca había visto ni cazado un león.
Un día, calculo que por el año 1994, un estanciero me encaró para decirme:
-”Gringo” vos que te dedicas a la cacería, hay un león que me está entrando a carnear las ovejas, ¿podrías tratar de agarrarlo?
-Sí, no te hagas problema. Eso sí, va a llevar su tiempo…
En ese momento, pensé: “total, me paso el invierno acampando, si me llega a ir mal, con que me agarre unos zorros salvo las papas”.
El tipo me mostró el campo.
-Por ahí entra el león- me dijo.
-Quedate tranquilo, en estos días vengo, organizo mis cosas en el pueblo y empiezo.
En ese momento yo me dedicaba a pescar. Tenía la pescadería “El Gringo”, muy conocida en Río Gallegos. La temporada de pesca iba de setiembre a abril, y los meses que me quedaban me dedicaba a cazar. Entonces, pensé: “Este invierno va a ser diferente”. Y así fue nomas.
En mayo encaré para el campo del tipo, preparé mi camioneta, un carro y un par de perros -José y Gaucho, muy buenos para los zorros -, trampas, pilchas, víveres y un par de rifles, y me mandé a cazar leones.
Como ya dije, yo, para la bala era bueno, y me tenía fe. Sin embargo, hoy me río solo de todos los errores que cometí. En todo caso aprendí y vaya si aprendí: hoy llevo casi 500 leones cazados. Aunque llevo muchos años y lo tuve que hacer de manera salteada y discontinuada, hasta poder dedicarme de lleno.
Bueno, arranco con la historia de mí como leonero.
Entré al campo muy temprano, y ahí nomás bajé tres avestruces para darle de comer a mis perros y tener carnada para las trampas y alimento para mí. Me armé un buen campamento, a lo que ya estaba acostumbrado. Junté bastante leña y construí un buen reparo con lonas, bien pegado a las piedras. Calibré bien el rifle. Había muchos cerros altos y ya me agarraba el atardecer invernal. Hice un buen fuego. Tomé los largavista y le pegué una relojeada a las montañas. Después de estar una hora larga mirando, vi a lo lejos tres puntos medio amarillos que se movían – calculé eran guanacos-, pero esforzando bien la vista, porque ya estaba oscureciendo, me di cuenta que era una leona con dos cachorros. ¡No lo podía creer! Los observé hasta que oscureció del todo. Ahí me di cuenta que si a esa hora están caminando era, porque habían escuchado los tiros de cuando calibraba el rifle. Son muchas las cosas que no hay que hacer en este tema del león.
Esa noche me hice unos buenos bifes de avestruz, con bastante grasa y unos mates. No pude cerrar un ojo, pensando en lo que me esperaba al día siguiente.
Ya de madrugada, me levanté y, por dentro, yo me decía: “Esto es una papa…” Pero la cosa no iba a ser tan fácil. Esperé a que amaneciera un poco más, porque el piedrero por el que tenía que caminar era de terror. Mis perros, peor que yo, en todos lados se quedaban agachados: claro, eran perros de pampa.
Me fui derecho al cerro donde había visto a la leona y sus cachorros.
Fue difícil llegar: ¡tardé siete horas! Cuando llegué, mis perros ni miraban el piso… Era claro que no rastreaban león porque nunca lo habían hecho… Eso me amargó bastante. Caminé un poco más, miré por todos lados, y nada. Yo ya sabía que me quedaban siete horas para volver al campamento, porque en invierno oscurece temprano.
Caminaba pensando todo el tiempo: “Acá se me va a poner difícil la mano…”.
Era más que evidente que mi inexperiencia y la de mis perros era total.
Cuando volvimos al campamento estábamos hechos pedazos. ¡Habíamos caminado más de dieciséis horas!
El ánimo que traía me dio solo para tomar mate, y mirar con resignación a mis perros. Ni siquiera comí de la decepción que tenía, y cuando al fin me dormí, me quedé desmayado entre mis pilchas.
Al otro día no me podía ni levantar, me dolían todos los huesos, pero igual madrugué. Mis perros me miraban como diciendo: ¿Otra vez las piedras? Pero esto recién estaba empezando…
Entonces hice algo que sí sabía hacer: armé unas trampas de zorros, trasladándome, esta vez, con mi camioneta. A mis perros los dejé atados. De alguna forma tenía que hacer plata ese invierno, entre los zorros y la pluma de avestruz, me la rebuscaría. Lo del león no iba a ser trabajo fácil.
Empecé a salir día por medio al terreno que yo denomino: el piedrero, y al terreno más tratable salí a recorrer mis trampas. Con los zorros comenzó a irme muy bien, con decirles que de diez trampas llegué a agarrar hasta nueve zorros. Pero en cambio… ¡Ni los veía! Además el bicho escurridizo ni siquiera carneaba y los perros y yo cada día más amargados.
A veces llegaba el estanciero y se ponía contento porque el león no entraba. Claro: mientras él estaba contento, a mí me estaba ganando el león. Eso lo sabía mi orgullo.
Cada día me iba poniendo más baqueano, para caminar entre las piedras, conocer atajos y lugares claves, desde donde podía observar y vigilar durante horas.
Yo sabía que la leona que había visto la primera noche no se había ido, porque yo ni los había corrido ni los había tiroteado. Después de un tiempo decidí cambiar el campamento de lugar, y hacerlo en un sitio donde no hubiera mandado ni un tiro, y que no estuviera tan a la vista.
El invierno había llegado y, por suerte para mí, la nieve igual, “aunque más no sea -pensaba yo- para ver las huellas del león”.
En la primera nevada salí antes de lo normal y, a medida que caminaba en los lugares que ya conocía, empecé a encontrar rastro, pero mis perros solo lo miraban… En ese momento me di cuenta que con ellos ¡jamás iba a agarrar un león!
Era el momento para bajar los brazos. Entonces, me dije: “Si no tengo perros para esto ¡los voy a hacer yo mismo!… Un león no va a ser más astuto que yo”. Comprendí también, que mis perros a menudo se iban muy adelante, sobre el filo de las piedras, y llegar hasta donde estaban ellos me tomaba dos o tres horas. Era obvio que los leones los veían y tenían todo el tiempo del mundo para alejarse, y yo – ¡lo único que hacía! – seguía mis perros. ¿Zorros? Ya había sobrepasado los cien… pero me había dejado de importar, porque yo ya empezaba a tener lo que “los viejos” llaman la “fiebre del león” –calculo que comparable a la “del oro”-.
Paso poco más de un mes cuando una tarde me disparé para Gallegos, porque tenía que ver a mi familia.
Dejé el carro, mis cosas y los perros atados, y aproveché a llevar los zorros para dejar algo de plata en la casa, y un poco de carne de avestruz y guanaco. Pero el viaje fue corto: esa misma madrugada pegué la vuelta; a eso de las cinco de la mañana, ya estaba llegando al campamento cuando apenas amanecía.
Cuando hice mi recorrida me encontré con que el león había carneado a más de 18 ovejas, ¡a metros de mi campamento! No lo podía creer: estuvo un mes sin carnear y el día que me voy un ratito al pueblo, ¡entra y carnea! Tuve que juntar todas las que mató y esconderlas, ya que si caía el estanciero y veía esa matanza le daba un ataque. Ahí fue donde confirmé que el león me tenía más controlado a mí que yo a él, y que se rio en mi cara. Me pareció que mis perros todavía estaban asustados.
Entonces, ese día, tomé una gran decisión: me dije: “Estos perros no los saco más… no son para esto”…
Continúa
El Leonero Urquhart y su perro Cacique By Robert Urquhart