Muflón, rey de las alturas

Por Carlos Rebella

En la provincia de La Pampa se encuentra la ciudad de Quehue, Capital del Ciervo Colorado que, por alguna extraña razón, adoptaron como cabecera de playa los primeros osados deportistas, hace casi un siglo, para recechar al legendario astado fugitivo del Establecimiento San Huberto, actual Parque Luro. Corrían tiempos en que suponía una odisea enfrentar guadales traicioneros y médanos desolados, cuando el pavimento era un sueño, las gasolineras raras y el celular utopía. El que fue primer coto de caza mayor de nuestro país, receptor de los adelantados que pisaron nuestras tierras, fue fundado por el Dr. Pedro Luro, insigne pionero al que rindo homenaje en nombre de mis colegas.

Luro se inspiró, para bautizarlo, en San Huberto, Patrono de los Cazadores europeos, sin imaginar que sembraba simientes para que el ungulado más grande de América del Sur no solo reinara entre caldenes y algarrobos pampeanos: su patriada fue punta de lanza penetrando, como el arado, para germinar con frutos invaluables en varias provincias. 

Entre tantos benefactores, que jamás serán reconocidos suficiente, debemos destacar a don Carl Vogel, fundador del Parque Diana neuquino, alemán al que no arredraban las dificultades. Venciendo la eterna burocracia y afrontando ingentes inversiones, colonizó sus tierras, además del elaphus, con wapití, dama, de Virginia, mula, reno, gamuza y Padre David; íbice alpino, carnero de Barbería, muflón, antílope negro de la India, bisonte, búfalo, jabalí, cabra de Anatolia y tar del Himalaya. Aunque no todos prosperaron como esperaba, los sobrevivientes engrosaron nuestro acervo nativo. Creo que vale este prolegómeno, para abordar el safari tras uno de esos exóticos huéspedes, el espléndido muflón europeo, bóvido precedido por una biografía singular: en un nano instante de la historia zoológica – hace unos 1500 años – se extinguió en su hábitat natural, Europa, como consecuencia de la sobre caza, hambrunas, guerras, etc. Afortunadamente, en las islas Córcega y Cerdeña, del Mar Mediterráneo, la especie logro subsistir milagrosamente. Reintroducida al continente, como el Ave Fénix renació de sus cenizas. Los grandes sementales alcanzan 60 kilogramos, lucen librea de lana parda oscura, blanquecino el morro, ojos, mitad inferior de las patas, nalgas y vientre. Solo se integran a las manadas en época de celo, cuando miden fuerzas con sus pares por el dominio del harem. Durante los combates, feroces y violentos, entrechocan sus cuernos hasta que uno de los contendientes desiste, herido u obnubilado por los golpes, a pesar de su bóveda craneana reforzada naturalmente. Las astas, proyección del frontal cubiertas de tejido muerto – queratina -, crecen durante toda su vida, entre 6 y 20 años según la estabilidad poblacional: cuando es baja son longevos, y alta mueren jóvenes. Muy pequeñas en las hembras, los machos desarrollan enormes rulos duros como la roca que, en casos de adultez extrema, cierran el círculo hasta perforar ojos o hueso. Varios de nuestros cotos han logrado plusmarcas destacadas que figuran en Rowland Ward Internacional.

Uno de los más notorios, enclavado en las estribaciones andinas de la provincia del Neuquén, fue mi anfitrión aquel tórrido verano con chance de enfrentar al astuto carnero salvaje. Como tantas veces tras el colorado y otros habitantes serranos, debería corretear altas cordilleras, interminables valles y oscuros cañadones, custodios de ríos y arroyos de humor variable. Para ello necesitaría eternas cabalgatas y buenos caballos montañeses, indispensables para llegar a todos los rincones del inmenso coto, que no cuantifiqué en su medida hasta conocerlo… Para los novatos, vale decir, su ayuda padece límite precisos: cascos, bufidos y tropiezos, no son la mejor compañía para burlar descomunales sentidos, y en consecuencia, cada loma, hondonada, cerro o cañada, debe afrontarse a pie, gateando a veces en las trepadas, o deslizando el culo en los declives.

Por otra parte, entonces desconocía que, la variedad y cantidad de especies dispersas, son determinantes y contraproducentes, convertidas per se, en vigilantes incansables: al menor asomo de intrusos o predadores, lanzan berridos, graznidos o mugidos de temor propagados con la velocidad del rayo. Entonces, más allá de sorprender al morueco, fue imperativo sortear innumerables alcahuetes que lo protegen.

En aquella oportunidad viajé junto a mi hijo Gustavo, entusiasta e inapreciable compañero de aventuras. Y ya que ningún destino se alcanza sin el primer paso, el día D, horas antes de la madrugada, partimos para descontar 1600 kilómetros de buena carretera. Desfilaron cientos de mojones, fecundas praderas, desiertos implacables, caudalosos ríos amarronados y arroyos nítidos como cristal de Murano. Atrás quedaron páramos ciñendo la Ruta del Desierto; feraces valles del río Negro; la imponente represa del Chocón; bombas petroleras, picoteando como grotescos ñandúes, y la empinada cuesta que detiene el Collun-Curá, alimentado por las aguas del Chimehuin y Limay.  Al llegar al puente que lo atraviesa, las crestas andinas se oscurecían, eclipsando el sol moribundo.

Piedra del Águila y Confluencia fueron los últimos hitos inconfundibles que anunciaban la meta: en adelante, con las primeras sombras de la noche, deberíamos aguzar la vista para descubrir la entrada o terminar en Bariloche o La Angostura… No fue necesario: los jóvenes ojos de Gustavo descubrieron la coqueta portada que abría camino a la casona.

Bajo la amplia galería iluminada, esperaba el contacto que conocí tiempo atrás, en La Pampa, durante la celebración del Primer Seminario Internacional de Turismo Patagónico, organizado por el Consejo Federal de Inversiones de la Nación. Fui convocado para disertar sobre la concomitancia entre la caza deportiva y el turismo, un tema de alto impacto para la Provincia en general, y el coto en particular. Cuando concluyó el acto, entre otros asistentes que se acercaron, presentó sus saludos el Director de Caza de un coto que, al mencionarlo, reconocí de inmediato por su prestigio bien ganado. Además de asistir al evento, portaba salutaciones del propietario y una invitación para cazar, en reconocimiento por décadas de prédica y difusión del coto de caza como herramienta fundamental de conservación. Confesos admiradores de mis libros y actividades periodísticas, sería bienvenido en fecha a concertar para el abate del trofeo que eligiera. Acepté agradecido, retribuí su valiosa cortesía, conviniendo en comunicarnos pasadas las fiestas de fin de año.

Esa fue la antesala del grato encuentro con el delegado al Simposio y su jefe, el empresario que, luego de las consabidas frases de ocasión, nos invitó a pasar al enorme living cuyos muros lucían cubiertos con panoplias. Tragos y ambiente distendido, acortaron el llamado para la cena, espléndida a pesar de la hora. Más tarde, respetando nuestro obvio cansancio, nos acompañaron hasta el vecino loft, un petit hotel cinco estrellas donde alojamos.

Desayunamos acompañados, entre comentarios relacionados con las actividades, características geográficas, modalidades y consejos. Nos ofrecieron dos guías expertos, pero nos conformamos con uno: la correría sería juntos, como siempre.  El Director se explayó detallando pormenores – más allá de lo deportivo, que aseguraban la sustentabilidad del nicho ecológico, compartido con autóctonos protegidos a ultranza: guanacos, zorros, pumas, ñandúes y más, una obra encomiable para el mundo salvaje. La mañana terminó con un paseo ilustrativo por las cercanías, y el día planeando…  

Amaneció el debut frente al humeante café, tortas caseras y aparición del guía, Anselmo, un grandote bonachon, que más tarde nos acompañaría hasta los yeguarizos, ensillados y atados a los palenques. Calcé el .300 en la funda de suela, mi ladero el suyo cruzado por delante, ponchos impermeables a la culata, maletas apretando los ijares. Con deseos de buena caza resonando en los oídos, taloneamos con el baquiano marcando el camino, rumbo a las cercanas estribaciones, donde tropezamos con los primeros roquedales y, más adelante, el enorme portón del vedado, protegido por una cerca olímpica de más de dos metros de altura. Comenzaban más de 20.000 hectáreas montañosas e inabarcables… Al compás metálico de las herraduras, en eternos zigzags sorteando matas de michay, coirones, neneos y jarillas, superamos los 1000 metros de altura, nos detuvimos para controlar cinchas, abrevar y maravillarnos ante la depresión esmeralda que, en lo profundo, se estiraba entre charcos engarzados y arroyos serpenteantes. Regulando la marcha, cruzamos un abra entre dos repechos, donde nos golpeó un ventarrón que surgía de la hondura. Pie a tierra, desenfundamos los prismáticos. Hurgando en los rincones más oscuros, zanjones montuosos y grietas, desnudamos algunos secretos: hembras de colorado, manadas de guanacos y tres machos jóvenes con cuernas cubiertas de velvet. Avanzamos sin prisa hasta pasado el mediodía, con sol impiadoso que marcó descanso a la sombra de un paredón, donde Gustavo repartió emparedados entibiados en la maleta. Breve siesta hasta que pasó el sofocón, largo peregrinaje de una colina a otra, fotos incomparables, y sin aviso previo, el primer amago de acción: Anselmo marcaba, como un pointer, una isleta de jarilla. Por el centro, una melga de tallos se acostaba al paso de uno o varios animales, que asomaron en el extremo: una muflona con su joven cría. Bien podría preceder al compañero, pero el pajonal retomó el ritmo de la brisa, decretando falsa alarma.

Era de noche cuando vimos las luces de la estancia. Nos esperaba el mayordomo, un joven amable que compartió la mesa, y por último el cuarto y la primera noche en el paraíso.

Afuera reinaban las penumbras cuando nos despertó la mucama. En el comedor del loft desierto, – pocos locos cazan en enero – dimos cuenta de un desayuno parecido al almuerzo, en compañía de Anselmo, que detalló el rumbo siguiente.

Nos escoltó una densa neblina hasta la mitad de la mañana, recorriendo senderos ignotos que pronto se trasformaron en cuestas escarpadas, con la bruma jugando a favor para cubrirnos, pero en contra para observar a la distancia. Apenas disipó, llegó un nuevo regalo de Diana: un nutrido grupo de muflones pastando a un kilómetro, en la base de un faldeo que culminaba en tres picos afilados como un tridente: inconfundibles. Hipnotizado, Gustavo seguía prendido a los lentes, mientras discutimos la estrategia para abordarlos, mucho más que difícil, porque el viento era adverso, fuerte y en contra. Miró largamente en derredor sopesando los accidentes naturales, y ofreció su opinión: desandar el camino y, amplio rodeo mediante, alcanzar el contrafuerte del cerro del tridente, hacer cumbre y, con buen aire, tal vez resultara…  Nos llevó dos horas, entre resuellos y tropiezos, embargados por la exasperante incertidumbre: ¿estarían todavía? Doscientos metros antes de la cima, cerca del tricornio, atamos y a caminar…  Estaban… Confiado en las condiciones favorables,  eché una mirada a las coberturas del suelo, y en cuatro patas cubrí los pocos metros que me separaban del primer mogote. Desde allí, trecho a trecho, neneo a neneo y piedra tras piedra, logré descender sin mayores dificultades, puteando por olvidar rodilleras y guantes. 

Solo restaban unos 200 metros para llegar al que elegí de apoyo. Tomé un alivio, admiré al cabrón, cada vez más grande, cuando el diablo metió la cola… Una voz estridente cruzó el espacio, los morros de la caterva apuntaron al azul, y en un tris emprendieron la carrera con el cornudo a la zaga. Busqué el origen del grito, y a lo alto, sobre un balcón de granito, un guanaco macho, indudable líder de una tropa que no veía, volvió a gritar su aviso. Era el relincho, vigía incansable que rebuzna como yegua vieja frente al peligro… No sabía si reír o llorar, preguntándome de donde salió, pues desde arriba no detectamos nada… Tendido panza arriba, a, preguntando al cielo porqué, siguiendo a una nube viajera, tal vez cargada con mis sueños… El rumor de pisadas entre cascajos anunció que llegaba Anselmo, sacudiendo la cabeza, pasando el palillo de una comisura a la otra, murmurando:

”… nos jodieron don Carlos, no fue culpa de nadie. Apenas nos separamos, el relincho se asomó de un recodo, donde quedó la tropa escondida. No pude avisarle.

Cuesta arriba y calor infernal, nos reunimos con Gustavo, que sí vio a las hembras alejarse al trote. Luego de vaciar la caramañola, frotando las rodillas hechas polvo, entre lamentos y ajos, continuamos. En camino, Anselmo miraba hacia el llano, a un pequeño bosque de lengas, buena tapadera para ojear al otro lado. Alcanzamos hasta las primeras hileras, atamos nuevamente, y andando entre ramas y hojarasca peligrosamente ruidosas, cuando el soto comenzó a ralearse surgió, radiante, una pradera herbosa que terminaba en el zócalo de un cerro empinado. Fue Gustavo que mostró, a 500 metros, un hato de ciervos colorados; apenas separado otro de cabras, y donde comenzaba la ladera seis o siete muflonas y un macho, a pesar de la distancia, con buen trofeo. Ni siquiera en sueños, podríamos cruzar con las dos manadas en medio, y para efectuar rodeo no daban los tiempos. Terminó el tanteo…

De sobremesa, el tema excluyente fue la presencia de tantos brutos cerriles, acechando desde los cuatro vientos, un asunto que mereció un acertado comentario del Director:

“…cazamos en un gigantesco predio cercado, con abundante caza, en nada diferente al llamado campo abierto, y su notoriedad mundial se basa en las dificultades e incertidumbre que exige el lance. Es uno de los pocos que no garantiza la presa…”

 Y tenía razón:  las había padecido varias veces, y sin embargo me sorprendió el relincho por no revisar suficiente los alrededores. Debía aprender de los reveses…

En los siguientes días, gastando fondillos y suelas, hubo contacto visual con dos o tres sementales deseables que, por distintas razones no pudimos abordar. Anselmo se condolía, e insólitamente, lo calmaba, nadie como él sabía que la caza a suerte y verdad, suele ser esquiva y caprichosa.

A estas alturas, el ajetreo pedía a gritos cambio de montas, y un asueto merecido…

Cuando reanudamos, con la confianza intacta, probamos en otros cerros, que encumbramos cuando el sol los pintaba de rojo. Con el alba iluminando hasta el infinito, enfrentamos una nueva planicie encajonada en lo profundo, en forma de U. En el centro, varios colorados verdeaban junto a una a pequeña laguna, una decena de ciervos dama a pocos  metros, y una bandada de avutardas aterrizando, sedienta. Absortos con el espectáculo, descuidamos una mancha de arbustos aislada, que cubría casi completamente la silueta de un verraco solitario, del que se veía solo la jeta, hasta las orejas. Al avanzar unos pasos no dejó dudas: era un padrillo típico andino, poca alzada y alta pureza genética: ancas caídas desde la cruz, jeta ahusada y cerdas abundantes donde comienza el lomo. De inmediato pensé que era la oportunidad de Gustavo. Pero cuando le ofrecí el tiro y se negó rotundamente a aceptarlo, debimos discutir hasta convencerlo que lo  mío era muflón o nada… Se rindió.

Distancia: 500 metros, comenzaba a hozar caminando hacia nosotros, una ventaja junto al aire propicio. Cargó con seguro, y se lanzó gateando hasta una especie de zanja formada por la lluvia, que le sirvió para adelantar sin agacharse demasiado. Fue un rececho perfecto, procurando llegar bajo la panza, como siempre le aconsejé desde que empuño por primera vez un arma larga. A plena luz, consiguió posicionarse a poco más de 100 metros.  Como en un video, contemplaba ora al Jabalí, ora al tirador, cuando retumbó el disparo, la mole negra intentó una atropellada, pero cayó a pocos pasos. El festejo alborozado de Anselmo ni se acercó al mío, cuando corrimos olvidando dolores para abrazar al héroe que, hasta el momento, había salvado el honor de la familia. Resultó un macho bien dotado. Colmillos alunados intactos, a pesar de años hozando entre piedras, con amoladeras tan vigorosas como cariadas… Buen logro. Mil fotos y felicitaciones precedieron el trabajo sucio, vaciar las tripas que desaparecerían en minutos, apenas las ventearan jotes, águilas y peludos. El buenazo Anselmo se prestó para traer los caballos, cargamos lomos, cuartos y paletas, e iniciamos el largo descenso. Nos recibieron satisfechos por cortar la mala racha…    

Y como las malas noticias, llegó la definitiva, lamentablemente sin mi compañero: la noche anterior, al salir de la ducha, vislumbré una mancha morada en la parte interna de los muslos: una llaga, consecuencia del roce contra el recado, supuró hasta formar una costra de sangre seca en el pantalón. Detrás de las puteadas, recriminando su exceso de tozudez, le rogué que descansara, y así lo hizo entre rezongos.   

Estribo contra estribo, fuimos por la última bola, siguiendo la rutina. Desde la milésima cumbre que escalamos, parapeteados tras la grieta entre dos picachos puntudos, con los gemelos reglados, fuimos por ellos… Nada más al enfocar el primer manojo de coirones, en el visor se retrataron muflones. Aunque eran todas hembras, desconté que el macho no podía andar lejos: nunca vimos ellas o ellos solos… Nuevamente el dedo salvador vino en ayuda, indicando hacia un rastrojo amarillento.  Entre breñas y rocas, echado, se mimetizaban los cuernos y el cogote de un semental adulto, aparentemente dormido, asoleándose. A lo largo de tantas peripecias y recechos, no había sentido, como entonces, fluir la tan trillada adrenalina. Cuando Anselmo aseguró que era una gran cornamenta, no pude menos que sonreír: estaba sucediendo como en las películas: en el último instante llega el muchacho para salvar a la chica…  Pero faltaba los mejor, entrarle, y en adelante no podría culpar al viento, alcahuetes, suerte o la puta madre. Casi paranoico, fijaba la vista en todo cuanto pudiera refugiarlos, no una vez, sino varias, sin prisa y sin pausa. Cientos, tal vez miles de animales desperdigados, podrían disimularse en infinitos rincones, y y fueron demasiadas las veces que nos localizaron. Obsesionado, conocí el paraje de memoria. Media hora más tarde, una eternidad, abandoné los binoculares, pero Anselmo pidió una última ojeada: el hombre se jugaba por mi éxito, sin descuidar el suyo…

Con el pulgar hacia arriba, asegurando que esperaría con los dedos cruzados, lo dejé saliendo a la descubierta, en cuatro patas los primeros metros, luego como pude según los abrigos que hallaba en el camino. Corrió una eternidad y algunos sustos, pero conseguí apostarme a a200, desde donde era demasiado arriesgado avanzar. Era hora de ir a la red, dirían los tenistas. En la mejor posición posible, eché una última mirada a los alrededores, por si las moscas, traté de ver a mi compañero, sin lograrlo, y acerqué el ojo al ocular.

Pero la caza tiene esas cosas… En ese loco instante, con la cruz del retículo firme y segura sobre el cogote, un puto duendecillo susurró que estaba por hacer una macana… Tantos momentos apasionantes, sudores sin cuento y fracasos, no merecían un final tan poco digno: siempre sostuve que no es ético disparar sobre un adversario acostado, y que levantarlo antes sería la frutilla del postre. Convencido, utilicé un viejo truco.  Sin quitar el ojo del blanco, emití un tenue silbido apenas audible, que llegó en un nano segundo a los super oídos. Todas, al unísono, estiraron el cuello mostrando curiosidad, menos que alarma, al tiempo que, simultánea y extrañamente calmoso, el guampudo se incorporó en todo su esplendor salvaje. El índice presionó suavemente el disparador, y en las montañas rebotaron el estampido, y un sordo eco del impacto.  Flexionó los remos y cayó pesadamente. Transcurrió un año apuntando al cuerpo inmóvil, que apenas sobresalía de las piedras, atento a un posible tiro de  agujas, que roza zonas nerviosas, lo noquea momentáneamente, sin llegar a ser letal. Aun perplejo ante el vuelco de la cazada, me incorporé, abriendo los brazos hacia Anselmo, que llegaba saltando como un gamo entre las piedras. Nos abrazamos como viejos amigos, festejando el final feliz que torció el brazo a la mala pata.

Conté 300 pasos antes de hincarme, palpar la cubierta rugosa de los vigorosos cuernos enrollados, y acariciar su librea grisácea, que dejó en mis manos mechones lanosos del peleche veraniego. Ya no sentía calor ni fatiga. Era tiempo de festejo.  

Comencé la delicada tarea de cuerear la cabeza y el cuello:  deseaba que Pedrito Viamonte, uno de los mejores taxidermistas que conocí, no tuviera inconvenientes para realizar un trabajo perfecto, como siempre. Anselmo regresaba con la caballería cuando faltaba lo peor, ojos y labios y orejas, que sus manos diestras concluyeron con delicadeza.  

Eligió el camino largo para el retorno, evitando cuestas empinadas y cañadas escabrosas a las bestias sobre cargadas. Mecido por el tranco acompasado, atesoraba cada rincón del paisaje que, vaya uno a saber, quizás no volvería a ver. La alegría de Gustavo, apenas empañada por no estar en el momento culminante, la bonhomía de Anselmo y el placer de cosechar nuevos amigos, coronaron el punto final de la extravagante aventura sureña, con moraleja incluida: los partidos no se ganan o pierden hasta la pitada final…