Objetivo: Pakistán (I parte)

Por Alberto Nuñez Seoane

EN LAS TIERRAS DE SINDH

La República Islámica de Pakistán es una nación “vieja, amiga del sol”, remedando al poeta, con una Historia impresionante y apasionante; en una situación geográfica estratégica, peligrosa e importante; con una cultura extensa, profunda, rica y envolvente. Es una tierra lejana, de atávicas costumbres que pugnan por fundirse con el tiempo en el que sus gentes viven: el siglo XXI.
No creo que nadie pueda permanecer indiferente al visitar tierras que, por si solas, pueden escribir nuestra Historia. Son tierras que “marcan”.
Sus 165 millones de habitantes se hacinan en los grandes núcleos urbanos: Karachi, Islamabad, Rawalpindi, Lahore o Peshawar.
Esta potencia nuclear, Pakistán, cuenta con uno de los ejércitos más importantes del planeta y soporta una paradójica pobreza, extrema en las zonas rurales. En algunos de los lugares que recorrí durante los veinte días que duró mi cacería, desde las zonas desérticas del sur, cerca del mar de Arabia, hasta las devastadas regiones montañosas del noroeste, en la frontera con Afganistán, pude palpar las condiciones infrahumanas en las que sobreviven niños, mujeres y hombres, curtidos por la necesidad, la dureza del clima y la falta de recursos.
El vuelo me llevó desde mi Jerez natal hasta Karachi, eso sí, pasando por Madrid, Estambul e Islamabad. En Karachi, con dos días de viaje a las espaldas, me fui en coche hacia el sur, en busca de las tierras que riega el río “Sindhus”, palabra que en sánscrito significa: “corriente”, “que fluye”, y que era como se denominaba, en tiempos muy remotos, al río Indo. Fue Alejandro Magno cuando, en el año 325 antes de Cristo, conquistó estas tierras, quien le cambió el nombre por el de “Indós”, que es de donde procede su denominación actual. Y es también la causa por la que los británicos, cuando colonizaron el sur de Asia, le dieron, por extensión, el nombre de “India” a toda la región sur asiática.
Allí, al oeste del Indo y al norte del mar de Arabia, en la provincia de Sindh, está el Parque Nacional de Kirthar, tierra de ibex. Por su extensión, es la segunda reserva nacional del país. Hace treinta y dos años, en 1977, se censaron 1.480 cabras salvajes, 430 uriales de Blandford y 2.141 gacelas chinkara. Siempre se ha cazado en este parque y hoy en día, debido a una buena gestión cinegética, a más de los ingresos generados y los puestos de trabajo creados, el censo del año 2008, dio el resultado siguiente: 5.400 cabras salvajes, 10.425 uriales, 2.240 gacelas y 13.155 ibex de Sindh En total son treinta y cuatro especies de mamíferos entre las que, además de las ya mencionadas, se encuentran: el leopardo de Sindh, la hiena rayada, el lobo del desierto, el zorro Indio, el caracal, el gato salvaje, el chacal, el pangolín, el ratel, el puerco espín, la mangosta, y dos especies de ratones-. ¿Contribuye o no, la caza bien gestionada al equilibrio sostenible de la fauna?
Por si no fuese suficiente, las autoridades medioambientales tienen planes para reintroducir el antílope negro –ya se está haciendo-, el tigre, el elefante asiático, el gaur, el rinoceronte Indio y el oso. Algunas de estas especies, el oso, el gaur y el antílope negro, se podrán cazar en unos diez años, si el programa se desarrolla de modo satisfactorio.
Una avería en el coche retrasó nuestra llegada al albergue en el que nos esperaban con bastante antelación y, dado que en la mañana siguiente debíamos partir a las tres y media de la madrugada para recorrer la distancia que, aún, nos separaba de la zona de caza, lo único que pude alcanzar a dormir fue un poco menos de hora y media. Al menos, un fantástico pollo “tandoori” y un par de cervezas heladas, alegraron mi estómago, castigado por la indecente pitanza de los aviones, y también mi espíritu, un poco maltrecho a causa del cansancio y las largas esperas.
Al tiempo que el alba podía con la oscuridad de la noche, fui conociendo el nuevo universo que me rodeaba. El vehículo se adentró por una zona desértica, las piedras y la arena sólo perturbaban su monótona extensión con algún pequeño y reseco arbusto capaz de arrancar de la tierra, asolada y pobre, el escaso alimento que le permitía subsistir.
El sol, rompiendo el viso de una colina lejana, repartió un poco de calor por las entrañas de un paisaje que comenzó a parecer de nuestro mundo. Hacia el este, camino de un horizonte envuelto en la bruma de la mañana, joven y aún fría, la sombra de dos grandes macizos montañosos, me mostraron el rumbo.
No mucho después, nos detuvimos en una aldea de pastores. Las cabañas de adobe, pobres y destartaladas, hablaban de las duras condiciones en las vidas de las gentes de allí. Recogimos a los que serían nuestros guías, el resto de la partida había salido caminando antes del amanecer, hacia los montes en los que trataríamos de dar caza a nuestra presa.
Por el camino, nos detuvimos para comprobar, como siempre hago, la puesta a punto del rifle. Llevaba el Blaser 8x68S con una mira Zeiss de 2,5 a 10 aumentos y la munición que uso habitualmente: RWS H-Mantel de 187 “grains”. Un café calentito, una vez seguro del buen estado del arma, hizo maravillas en mi cuerpo, algo entumecido por la forzada postura con la que me tuve que acomodar en el coche durante más de tres horas. Algo más de una hora después, estábamos ya al pie de las colinas que había podido vislumbrar con las primeras luces del día. ¡Por fin la caza!
Nos dimos cuenta de que el viento, que comenzaba a sentirse, no era bueno. Si ascendíamos por las laderas que teníamos frente a nosotros, nos colocaríamos con el viento a la espalda, lo cual haría estéril cualquier intento de aproximación a los ibex. Tuvimos, pues, que volver al vehículo y dar un largo rodeo para situarnos en una vertiente opuesta a la que estábamos y así poder encarar el ascenso a las colinas con el viento de cara. Eso fue lo que hicimos.
El coche se iba haciendo pequeño a nuestros ojos, conforme subíamos por las laderas del macizo en el que los lugareños sabían de la querencia de los ibex. La panorámica que se divisaba mientras caminábamos, era espectacular. La vista se perdía, allá abajo, en la aridez de unas tierras yermas, pero imponentes. El calor comenzaba a dejarse sentir, cada vez con mayor fuerza; el sudor humedecía nuestra piel; la boca y las mucosas nasales se resecaban a causa de la respiración forzada, de la sequedad del aire y del polvo que nosotros mismos levantábamos al andar. Todo “iba bien”, es lo habitual.
Subir hasta la cima de la colina era algo complicado. Se trataba de una altiplanicie que, desde nuestra posición, se alzaba en un cortado casi vertical e impracticable. El único modo de alcanzar la parte más alta era subir por cualquiera de los dos costados, por ellos resultaba posible, aunque algo penoso, el caminar.
Nos dirigíamos hacia la ladera Este, cruzando a media altura la zona central de la gran colina, cuando uno de los guías señaló con su índice hacia la cima. Nos detuvimos a mirar en la dirección indicada y, a simple vista, a pesar de la distancia, pudimos todos contemplar la silueta de los cuernos de varios ibex, recortadas contra el azul del cielo.
Eché mano de los prismáticos y pude observar con claridad el magnífico espectáculo de un grupo de nueve machos, eran los que yo veía, caminando por la parte alta de la montaña, justo al borde de donde comenzaba el cortado.
Uno de los guías y el profesional que me acompañaba –militar pakistaní retirado-, hablaron entre ellos y al cabo de unos minutos, Serkan, el hombre que Kaan Karakaya, organizador de la cacería, me había asignado como acompañante durante todo el viaje, tradujo: “Parece que los ibex se nos han adelantado. El guía, pastor en la zona, dice que es muy probable que detrás de estos que hemos visto vengan bastantes más y que lo que suelen hacer es descender por la pared –entonces no imaginé como lo podrían hacer, pero luego comprobé que pudieron- para cruzar el farallón por la zona central y encaminarse hacia la zona oeste”.
El ex militar sugirió que nos apostáramos tras las rocas a esperarlos antes que los animales nos viesen acercarnos y cambiasen sus planes. Desde el lugar en el que estábamos el tiro era factible, aunque bastante largo. Comprobé la distancia hasta algún punto de la pared rocosa por donde se suponía que pasarían las salvajes cabras y los dígitos que leí fueron un tres, un uno y un dos: 312 metros. ¡Qué fácil les resulta a todos, menos al cazador, decir eso de: “desde aquí tiene un buen tiro”! A mi, sinceramente, me pareció muy lejos, pero acepté que era la mejor opción que teníamos, así que todos buscamos una buena posición para colocarnos y esperar el desarrollo del lance.
El primer grupo de ibex, los nueve que habíamos visto, siguieron el guión que nos había adelantado el lugareño: comenzaron a descender, de modo inverosímil dada la verticalidad de la pared, por la vertiente rocosa y se desplazaron en dirección oeste –situado, en este caso, a la derecha de nuestra posición-. Al mismo tiempo, un grupo mucho más numeroso de machos y hembras –con seguridad, habría más de treinta o treinta y cinco-, asomaron por el viso para continuar el mismo camino que los que les precedían.
Los dos guías, el profesional, Serkan y yo, observábamos con atención a través de los prismáticos tratando de localizar los ejemplares con mayor trofeo. Como casi siempre, da igual el empeño que uno ponga, no fue el cazador -un servidor, en este caso- quien encontró lo que todos buscábamos. Fue uno de los pastores que nos guiaban el que localizó un ejemplar en medio del segundo grupo que, con clara evidencia, superaba al resto en longitud de cuernas.
El gran macho caminaba por algún saliente, sólo Dios sabe como podía hacerlo, invisible para nosotros, precedido de otros dos de menor tamaño y seguido por el resto del grupo.
Debía esperar a que el ibex se detuviese, la distancia era mucha y no podía arriesgar un tiro mientras caminaba porque difícilmente tendría una segunda opción. El problema era que, si el animal no se detenía, en pocos minutos desaparecería por la cara oeste de la colina. Al menos una cosa tenía clara: sabía cual era mi objetivo.
El ibex se detuvo a ramonear. Medí la distancia: 269 metros. La pared rocosa en la que se encontraba tenía forma cóncava observándola desde mi posición, es por ello que, al irse acercando a uno de los extremos de la misma, se colocó unos cuarenta metros más cerca de mi de lo que antes estaba. El problema era que unos matorrales ocultaban parte del cuerpo del animal, sólo podía ver su cuello, cabeza y cuernos. Por mala suerte, el ibex estaba ramoneando unos hierbajos situados por encima de él, lo cual hacía que los extremos curvos de sus cuernos, se interpusieran entre su codillo y mi rifle.
Apenas si le separaban treinta metros de la esquina por la que desaparecería de mi vista, era seguro que, una vez reanudase su marcha, no me daría la oportunidad de dispararle parado.
No me quedaba otra, la magnitud del trofeo me obligaba a arriesgar más de lo que suelo hacer en casos como éste.
Mi posición era cómoda. Coloqué la mochila con mi chaquetón encima para intentar lograr la máxima inmovilización del rifle. Sabía que podía lograrlo, mi buen armero y mejor amigo: Manuel Pereira, se había cuidado de ajustar la mira para tiros a 200 y 300 metros reales, la rasante del calibre y la munición que llevaba –bastante mejor que la de un 300 Magnum, a pesar de lo que muchos digan- eran más que suficientes para la ocasión, así que todo dependía de mi firmeza en el momento del disparo.
Busqué, con la cruz de la mira, la parte más ancha del cuello del animal, la “tabla”. Estaba tan preocupado con la probabilidad del fallo, como con la posibilidad de romperle los cuernos con la bala.
Me tomé mi tiempo, eso si, con el corazón en un puño ante la perspectiva de que el macho comenzase a andar y mis planes se fuesen con él, hacia algún remoto rincón del desierto de Sindh.
Entonces, me vino a la memoria algo que leí en un relato, “Argali”, del gran cazador Ricardo Medem Sanjuán, que venía a decir: “… coloqué el visor en la pata del carnero y comencé a recorrerla de abajo arriba hasta que llegué al codillo, el tiro me sorprendió…” Como no podía ver ni la pata ni el codillo del animal, puse la cruz de la mira bajo el cuello del ibex y la fui subiendo lenta y continuamente, guiándome por el tronco de uno de los arbustos que tapaban el resto del cuerpo. Cuando alcancé la tabla del cuello, el disparo me sorprendió, como me gusta que sea, es por eso que mi gatillo lo tengo regulado para responder a la mínima presión.
La bala silbó, el ibex acusó el impacto y se desplomó en el mismo sitio en el que se encontraba.
Varios de los hombres que nos acompañaban se acercaron a recoger el cuerpo del animal para traerlo hasta donde nos encontrábamos. Una vez lo tuve cerca pude comprobar como la suerte, en esta ocasión, se había puesto de mi parte. La bala no dio exactamente en el sitio al que apunté, sin duda moví un poco el rifle en el momento del disparo, el caso es que en lugar de traspasar la tabla del cuello, el proyectil se desvió hacia mi derecha –desde la posición de tiro, a la izquierda del cuerpo del ibex- e impactó en el mismo cuello del animal. Un tiro de suerte, pero bueno, otras veces es el infortunio el que se ceba con nosotros, así que lo consideré un premio al acierto de arriesgar cuando debí hacerlo.
Todos celebramos el lance y lo festejamos aún más, cuando comprobamos que se trataba de un trofeo excepcional: 48,6 y 49,1 pulgadas respectivamente, de longitud de cada uno de los cuernos, y 9,8 de circunferencia en ambas bases, le colocan entre los cinco mejores del mundo, el tercero, en el libro de récords del S.C.I.
La sesión de fotos fue generosa, mis rodillas se resintieron de tanto tiempo posando sobre el suelo pedregoso, aunque “sarna con gusto, no pica”, que dice el refrán.
Pero me aguardaba otra sorpresa. Yo era el último cazador de la temporada y, por lo visto, aún quedaba una licencia libre. Me la ofrecieron a muy buen precio y no me lo pensé dos veces.
No podíamos seguir cazando allí, de modo que iríamos a comer algo, primero; a descansar un poco, después –el calor era ya sofocante- y, luego marcharíamos a otro macizo montañoso situado a varios kilómetros de donde ahora estábamos.
Con las fuerzas repuestas, llegamos a los pies de una colina situada entre dos pequeños valles, los guías locales sabían que al atardecer los ibex solían pasar por una u otra de las depresiones, en busca de la escasa hierba que aún quedaba por allí. Como no podíamos saber por cual de los dos aparecerían, nos situamos en el lugar en el que los dos convergían.
La espera fue corta. Llevábamos menos de una hora aguardando, parapetados en un hueco que encontramos entre las rocas, cuando en el viso de la colina que delimitaba el valle situado a mi izquierda, vimos aparecer la silueta inconfundible de los cuernos de uno, dos, tres y… cuatro ibex.
Caminaban tranquilos mientras ramoneaban lo que iban encontrando. Lo mejor de todo fue que al poco tiempo comenzaron a descender hacia el valle y, ¡aún más!, derechos hacia nuestro puesto.
Me acomodé, para esperarlos en la mejor posición de tiro. Era la situación soñada: los cuatro animales, en fila india, caminaban hacia mí ajenos, por completo, a nuestra presencia. Mientras se acercaban con paso tranquilo, tuve tiempo para recrearme en sus trofeos a través de los gemelos, de calibrar sin prisas cual de los cuatro era el mayor –el segundo-, de colocar la cruz de la mira en el pecho del ibex escogido y ver como su figura se iba agrandando conforme se acercaba más y más… en fin, ¡una auténtica delicia!
Disfruté lo que se pueden imaginar, sabía que podía permitirme el lujazo de elegir el momento del disparo y que, en esta ocasión, tenía todas las papeletas para llevarme el premio.
Cuando el primero de los ibex estaba a unos setenta metros de mi posición, se dirigió hacia la izquierda, era seguro que los demás le seguirían.
No había ningún obstáculo próximo que pusiese en riesgo la posibilidad de un tiro “a pedir de boca” y, en unos segundos, “mi” ibex, siguiendo al primero, se colocaría de costado ofreciéndome su codillo limpio, a menos de setenta metros… ¿cómo lo ven…?
El sonido del disparo retumbó y se mezcló con el de su propio eco. El ibex se quedó patas arriba a un tiro de piedra del cañón de mi rifle… ¡que delicia…!
Fue un bonito trofeo que alcanzó las 42 pulgadas. Comentamos el lance hasta la saciedad, todo era alegría y satisfacción. Tomamos muchas fotos y después, seguimos tomando muchas fotos más, ya con los dos ibex que había tenido la suerte de cazar en el mismo día.
La noche nos sorprendió antes de salir del Parque. El camino de vuelta nos llevó bastante más tiempo que el de ida debido a la oscuridad y lo precario de la ruta que debíamos atravesar, pero cuando llegamos a “casa” nadie notaba el cansancio. Una magnífica cena con múltiples y sabrosas variedades de pollo, cordero, legumbres, ensaladas y cerveza helada, nos ayudaron a dormir como benditos.
Mañana, muy temprano, viajaríamos hasta Karachi para tomar el avión hacia Quetta. Allí, en las montañas de Torghar, nos aguardaba una cacería mítica y apasionante: la del Markhor de Suleiman.