Pantanos y búfalos

Por Carlos Rebella

No por repetidas, las aventuras tras el búfalo de la India, introducido en hace casi casi un siglo en la provincia de Corrientes, dejan de tener esa pizca de adrenalina diferente, atrapante. Porque si bien el approach al ciervo, el acecho al hirsuto jabalí o el lance inmemorial con la jauría nos excita y apasiona, los trofeos decididamente peligrosos son harina de otro costal. No en vano, la caza deportiva en el Continente Negro, distingue claramente – entre centenares de especies venatorias – a los famosos y legendarios cinco grandes, seis desde la incorporación del hipopótamo que, según las últimas estadísticas, resultó ser el peor homicida de las selvas africanas. 

Salvando distancias y matices, nuestro búfalo criollo puede reunir las condiciones para incluirlo en la lista de caza riesgosa, aunque para ello, la especie debe retroceder varios pasos en su camino atávico, a fin de recuperar sentidos salvajes, adormecido desde que el hombre lo sometió. Para ello es imprescindible asentarlos en ambientes boscosos, donde abunden bañados, charcos, vertientes o lagunas similares a su hábitat original, donde hallen protección natural y relativo aislamiento. Lamentablemente, son escasos los predios con esas condiciones, coyuntura que disminuye las chances de hallar escenarios genuinamente deportivos.

Recordemos que este bóvido indio, llegó a nuestras tierras con fines estrictamente comerciales: explotación de carne, leche y derivados. La nueva raza rindió frutos suficientes como para que otros hacendados, radicados en diversos Estados provinciales, imitaran a los pioneros, a favor de la adaptabilidad para el ordeñe, traslado, marca y faena. Sin embargo, en tierras del chamamé convivían con sus pares, sin compañías extrañas. Los problemas llegaron al integrarlos con hacienda vacuna tradicional, que duplican largamente en peso y estructura: los gigantes negros de más de 1.000 kilogramos se convirtieron en peligro letal para novillos y vacas, unos, magullados en enfrentamientos desiguales, y otras mutiladas durante el apareo contra natura. Como nada de esto estaba en los cálculos de los flamantes anfitriones, ante tantas dificultades y pérdidas, muchos los relegaron al matadero.

No faltaron en cambio, quienes replantearon la situación con el lucrativo negocio de la caza deportiva, ofreciendo a los aspudos como el único trofeo comparable a los cafres africanos, omitiendo advertir que eran casi domésticos. Todo terminó en patética parodia para seudo cazadores, con más billetera que vergüenza… 

Como siempre, hay excepciones. En algunos cotos o estancias donde perviven grandes extensiones de monte o esteros, la iniciativa e imaginación empresaria corrió mejor suerte, con beneplácito para la cofradía montera. Destinados en espacios cerriles, no tardaron en reconquistar bravías habilidades aletargadas: la astucia renació de sus cenizas; el recelo reverdeció con fuerza; en gimnasia permanente, olfato y oído se agudizaron; crecieron nuevas camadas díscolas, ignorantes del caballo y el rebenque; su inmemorial habilidad para emboscar resurgió lentamente, y su nueva arisquez, lo indujo a considerar enemigo o competencia cualquier intruso. Con estos y más atributos revenidos, ofrece una cuota de calidad cinegética que, cazadores de la premier league, no tardaron en olfatear como una disyuntiva diferente. Es obvio que el abate demanda armas adecuadas y estrategias inéditas en nuestro medio, ya que no se trata de lidiar con el ciervo huidizo, el jabalí desconfiado o el antílope oteador. Enfrentamos a un cafre impredecible que, en ocasiones huye despavorido, o carga ciegamente.

Este evento exige requisitos excepcionales. En primer lugar, teniendo en cuenta el escenario frondoso y/o pantanoso, es imprescindible la colaboración del baquiano, que conoce desplazamientos, comportamiento, dormideros, barreros, senderos, aguadas y tiempos de rececho o espera. Párrafo aparte merece el calibre y munición. La inusitada masa corpórea, el extremo grosor y dureza del cuero, sus huesos de gran resistencia, la capacidad para soportar en pie disparos al corazón, cabeza o pulmones, requiere poder de fuego acorde que evite – en lo posible – desagradables y hasta letales consecuencias… Como una muestra no excluyente, menciono al .375, .338 o .458. El primero, con punta blindada de 270 a 300 grains, genera hasta 5.000 Julios de energía en boca; el .338 con 250 grains, 6.000 Julios, y el último más de 7.000 Julios. Aún con estos valores y buena puntería, jamás confiar en la bestia abatida, una segunda descarga, aunque suene innecesaria, es imprescindible antes de abordar, pues si embiste desde pocos metros, tendremos pocas probabilidades: en el arranque, alcanza 60 k/h.

Dijimos que el enorme bovino fue anexado a muchas provincias, entre ellas Formosa, cuya bajísima densidad demográfica, 550.000 habitantes dispersos en más de 7.000.000 de hectáreas, permitió que se expandiera a su antojo, incluso vadear el río Pilcomayo, internándose en el Chaco Paraguayo.

Precisamente en ese maravilloso nicho ecológico del país hermano, uno de los más ricos y variados del planeta, coseché muchos amigos entre hacendados, hacheros, tramperos y pescadores. Uno de ellos, puestero olvidado de estancia, era mi favorito por su baquía y porque chapuceaba español, haciendo más llevadera la convivencia. Su vida transcurría derribando árboles, todos los que el capataz marcaba con una pincelada negra, tal vez como luto inconsciente por la debacle ecológica que propiciaba. Teóricamente, una vez por semana deberían acercarle vituallas esenciales, aunque eso no lo desvelaba, había subsistido desde siempre con frutos de la tierra, tal como sus padres, abuelos y cien generaciones atrás. Cazaba y pescaba; cosechaba papa de monte y calabaza silvestre; la miel chorreaba de mil panales y los huevos esperaban, al alcance de la mano. La grasa del Tateto, o chancho de monte, no faltaba para freír gordas chuletas de corzuelas, y el agua cristalina corría a raudales en el arroyo. Si bien estos moradores sencillos y pacíficos abandonaron muchas costumbres, contaminados por la presión civilizada, nunca dejaron de adorar e implorar a sus dioses paganos, que han premiado o castigado a su manera la presencia del búfalo. Precisamente Payak, dios de los bosques y los animales que cuida celosamente, estaba enojado con los hombres porque trajeron al diablo negro, que invadió selvas y bañados destruyendo la morada de nutrias, boas, monos y venados, que vivían en armonía con Natura. Fue así que envió a la Tierra a un espíritu del mal que destruye sus trampas o aripucas, corta los lazos y destroza en el aire a sus flechas. Para calmar a Payak, los habitantes del bosque le dejan sus ofrendas detrás de las chozas, y hacen conjuros para destruir a la fiera.  

Rumbo a los dominios del dios pagano, abandoné Clorinda, cinco kilómetros antes del Puente Internacional San Ignacio de Loyola, obsesionado por la aduana, el .338 y los 9 cartuchos escabullidos entre mil cachivaches, una joya cedida por un amigo formoseño que no pudo ser de la partida. Sin embargo, laxitud burocrática y suerte se alinearon para llevarme hasta la ruta 12, una breve carretera muy parecida al infierno: tierra colorada, badenes anegados, pozos y profundas huellas de tractores y camiones obrajeros. Ceñido por el abrazo de gigantescos Pindo, Yvira Pita y Kurupá, algunos de más de 40 metros de altura, seguido por decenas de pequeños monos colilargos saltando entre sus ramas, por fin descubrí, semioculto por la maleza, el ansiado cartel anunciando la próxima Reserva Nacional Tinfunque. Era mi ansiado mojón para torcer al norte, y cubrir las últimas cuatro leguas del arduo viaje.

No tardó en dibujarse el rancho, ocasionalmente tapera, y huellas recientes perdiéndose en el monte, indicando que mi amigo andaba de safari… La puerta entornada, que jamás conoció cerrojo ni candado, invitaba al viajero, mosquitos y tábanos. Subí los pocos escalones, abrí dando paso a un par de lauchas asustadas, y me colé en lo que sería mi residencia durante algún tiempo. El amplio ambiente lucía igual que durante la última visita, cuando los búfalos aún eran leyenda, y otro el trofeo que me llevó tan lejos… El viejo armario seguía en su lugar, atestado de cacharros deplorables; la cama debajo de la ventana, con retazos de tela mosquitero; en un rincón el catre, que supo acunar mis huesos y en el centro la mesa, presidida por el candil a keroseno. Todo olía a rancio, pero como dice el refrán, sarna con gusto, no pica…

Separé un manojo de ramas menudas, amontonadas junto a la cocina de hierro, llené la boca tiznada y comenzó a cantar la pava invitando al mate. Sentado sobre un peldaño, miraba la marea verde meciendo copas frondosas, y oía los ruidos del silencio. Estaba cazando…

Cayó lentamente la tarde y cambió la melodía del monte: los habitantes diurnos se llamaron a silencio, buscando sus madrigueras, y los nocheros desperezando voces lúgubres de búho o chillonas de caburé, todos acechando su presa. Interrumpió el idílico momento el ladrido de perros que ventearon mi presencia: Araverá – relámpago o rayo en su idioma – llegaba.

Antes del estrecho abrazo, en sus ojos negros y profundos noté que el tiempo no había pasado. Enjuto, la cara y los brazos morenos por mil soles, la frente blanca, eternamente sombreada por el sombrero de paja, y polainas de cuero, antídoto contra la yarará, cascabel u otros ofidios mortales. En la comisura de los labios, colgaba el pucho apagado de cigarro armado; del hombro un enorme surubí, y en el cinto una charata o pava de monte. Buena cacería… Después del largo apretón, llegó la hora de intercambiar noticias. A la sombra de una frondosa sombrilla, cuyas hojas temblaban con el hálito caliente del Amazonas, en el momento en que comenzaban las historias, veo a una enorme serpiente reptando hacia los pies de mi amigo. Lo empujé violentamente para apartarlo, al tiempo que estalló en carcajadas: era su lampalagua mascota, – casi dos metros de largo – adoptada para ahuyentar víboras venenosas. Me tranquilicé, pero sin perderla de vista, ni entonces, ni durante los días siguientes, porque la puta constrictora dormía debajo de la cama del patrón, a metros de mi catre… La charla se extendió hasta entrada la noche, cuando comenzó a preparar el pescado. Como la mucama no había llegado, tomé su lugar fregando la olla – a medio llenar de restos ignotos -, pelando papas, cebollas y abriendo un par de latas, todo listo para el guiso. Pronto el aroma invadió el rancho, y con la melodía de ranas y grillos a toda orquesta, cenamos como leones hambrientos, apuramos los últimos tragos, y por fin pude tumbarme en la poltrona. Mientras miraba el techo, rogando que no llovieran vinchucas, seguimos conversando hasta que nos venció el sueño. Las últimas palabras que escuché se referían a búfalos furtivos…

Amaneció garuando. A través de los ventanucos, los árboles parecían gigantes sudorosos que se agitaban al compás del viento. Durante el obligado receso, el tema central recayó en los nuevos convidados de piedra, cuyo número había aumentado considerablemente: se los veía a menudo, y solían amagar con la cabeza gacha y las patas escarbando la tierra. El miedo se sumaba al que despertaba el yaguareté, feroz gato nativo. ¿Andaban lejos? Por el contrario, no era necesario siquiera ensillar, rondaban lagunas cercanas, y algunos elegían las profundas para sumergirse casi todo el día huyendo de los insectos, y de paso, pacer Cabomba, el abundante forraje que crece en el fondo.  Precisamente la única estrategia para cazarlos es acechar, como al jabalí, pero de día, cuando por la mañana salen de sus madrigueras, o por la tarde, cuando regresan. Lamentablemente, salen a través de incontables salideras, que dificultan hasta el infinito la elección del apostadero. Sospeché que era un lance con más azar que destreza…

Después del mediodía escampó, intenté una siesta, imposible por la canícula, y salimos dejando atados a los perros. Un par de horas sudando a mares, nos llevaron hasta un bajío donde brillaban algunos charcos, cubiertos parcialmente por espeso musgo color esmeralda. Nos sentamos a la sombra, y dejamos que transcurrieran las horas, confiando en que alguno emergiera cerca de nuestra guarida. Aguantamos hasta las últimas horas, ilusionados más que convencidos, y cuando recogía el equipo presencié un espectáculo insólito: una búfala costeando, con el agua hasta la panza, cargaba su ternero sobre la cruz. No conocía esa costumbre… Antes de irnos rodeamos el espejo, recorrimos la margen opuesta, y elegimos un lugar para la próxima.

Nos levantamos a las cuatro de la madrugada, desayunamos y partimos con la intención de aproximarnos entre sombras. Pegado a sus talones, tratando de no sacarme un ojo con ramas o espinas, confié en su baquía y lo seguí contando los pasos… Con las primeras luces, instalados cómodamente sobre un troco rugoso, lo inesperado: como suelen contar los pescadores, el pez grande siempre aparece en la orilla opuesta. A 50 metros del puesto que ocupamos el día anterior, y unos 350 de distancia, camuflado con la vegetación, vimos la silueta de un macho solitario, inmóvil, venteando con fruición sus flancos. En esa posición permaneció varios minutos, caracoleó corneando un arbusto, llegó a la orilla y se hundió dejando atrás una suave marejada… Araverá miraba incrédulo, sin entender porque no disparé, ya que tuve tiempo de sobra. Lo que no sabía es que mis habilidades de tirador no incluyen ese trecho… Como no era momento de charlas, sino de silencio por si aparecía otro, postergué la explicación y seguimos atisbando. Hubo un borbollón fugaz, similar al de la boga cazando a ras de la superficie, hasta que el calor y la sed, – habíamos agotado el agua – puso el punto final al intento. Con la misma rutina, en diferentes lugares o charcos, reincidimos varios días sin suerte; en dos oportunidades se repitió el episodio, ambas zambulléndose a los lejos.

Soportamos dos días de chaparrones, tan copiosos como pasajeros, hasta que mi amigo decidió visitar otros rumbos. Tentaríamos en un bañado rodeado de monte compacto y espinoso, al que llegamos a fuerza de machete, no sin dejar jirones de ropa, cosechar magullones, rasguños y caídas… Llegamos a una extensa marisma, en cuyo centro se perfilaba un islote cubierto de vegetación hidrófila. Lo rodeaba una laguna de poca profundidad, donde asomaban juncos y totoras, y luego un anillo de pasto que cubría un pantano cenagoso que llegaba al monte. Parapetado detrás de la espesura, acodé sobre una rama horizontal para panear con el Zeiss, simultáneamente con el índice huesudo del paraguayo apuntando a la isla. Regulé la distancia y allí estaba. Una mole oscura, cubierta de costras blanquecinas de lodo seco se recortaba en el fachinal, sumergiendo y alzando la trompa colmada de hierba chorreante. Era un semental adulto, con la testa coronada por astas robustas, retorcidas hacia los costados y arriba. Pero siempre hay peros: nos separaban bastante más de 300 metros, nuevamente una vara demasiado alta para mis aptitudes… El susurro llegó, casi imperceptible

 “… metalé angirû, que es grande…”

Sin darle mucha bola, sentí que estaba fregado. No había manera de acortar distancias sobre el piso intransitable, sin hundirse hasta las rodillas en la barrera fangosa, y aunque fuera posible, quedaría al descubierto, el bicho huiría o, peor, cargaría mientras estábamos encajados. Con el bocho ardiendo por el calor, la puta cacería endiablada y el nuevo escenario, no dudé que era mi última oportunidad: llevaba casi diez días en ese oasis caliente como un volcán, y estaba hasta la coronilla de bichos picadores, lampalagua y esperas. Como nada le hace una mancha más al tigre, me incliné por la gran Charlie, un lucky shot o disparo de suerte. Tenía todas en contra y pocas a favor, aunque entre estas, decenas de ramas y horquetas para el mejor apoyo, altura y tiempo para apuntar… Sin embargo, estaba por borrar con el codo lo que escribí con la mano: siempre sostuve que quien se mete debajo de la panza de su presa, nunca yerra. Como si fuera poco, mis muy limitados conocimientos sobre balística indicaban que, la punta de 220 grains sólida del .338, caía bastante más de 30 centímetros en ese recorrido, que sumado a la conocida resistencia del animal, conformaba un cocktail intragable… Para colmo, al descansar el caño en la cuna, los 4X de la mira, comparados con los 8 del gemelo, mostraban al formidable cornudo como una corzuela… Cuando comencé la puntería, Araverá sonreía, palpitando su tonelada de carne…

Para mi sorpresa, los hilos de la retícula recorrieron el cuerpo retinto con firmeza, con el centro de la cruz inamovible donde lo fijara. Sin prisa, logré que el puntito rojo central se posara en el codo de la paleta. Comencé a recorrerla hacia arriba, rebasé dos centímetros la línea del lomo, apareció el cielo y estalló un trueno que se llevó miles de aves escondidas. El gran bruto apenas giró la cabeza en mi dirección, sin inmutarse. Cinco segundos después eructó el segundo, llegó el inconfundible chasquido y respiré aliviado: dobló las patas y se tumbó. La alegría duró poco porque se incorporó lentamente cuando salía el último de la ronda. Volvió a echarse con la cabeza erguida, mirando a su alrededor con bruscos volteos. Recargué, sintiendo el sudor que bajaba desde la frente hacia los ojos, y tres vainas vacías saltaron lejos en tres cerrojazos. Creí oír que dos fueron certeras. Metí las últimas de la Santabárbara, consiente que era una insensatez continuar la balacera: apenas veía el perfil del espinazo. Como no había forma de abordarlo sin hacer de Rambo, se me ocurrió preguntar a mi compañero si era posible traer caballos baquianos: montados lograría una distancia adecuada para el tiro de remate, y ante una emergencia, emprendería la retirada. Soldado que huye sirve para otra guerra… El trayecto hasta las casas era largo y penoso a mis ojos, pero no para él, que solía caminar todo el día con el hacha al hombro. Aceptó sin dudar, posiblemente acicateado por el temita de la carne, y partió como un gamo. La espera fue un suplicio con buena cuota de suspenso: si el caído se recobraba, lo perdería para siempre… Siglos después se oyó ruido de cascos, y el chango asomó en la boca de la picada con dos caballos y, previsor, una yunta bueyes. Sudaba como un beduino, pero estaba tan entusiasmado que me tendió las riendas, ató a los bueyes e hizo punta hacia el cenagal. Crucé el arma detrás de la espalda, monté y comenzó el chapaleo en el barro, luego en el agua, y muy alertas cuando llegamos hasta unos 15 metros. Era mi turno y desestribé, pero Araberá gritó que tirara desde el recado, lo que me pareció una locura: el terrible estruendo del .338, provocaría una espantada o corcovo que lanzaría mis huesos al piso. En eso estábamos, dubitativos, cuando increíblemente, luego de varias horas tendido y repetidamente baleado, el búfalo se alzó en dos tiempos, y con el último esfuerzo arremetió contra el caballo del paraguayo, al que sorprendió en pleno giro. Rápido de reflejos, un tris antes se lanzó de la silla, permaneciendo inmóvil como una alfombra. Simultáneamente, gracias a Dios, ambos animales cayeron exánimes, definitivamente. Por las dudas, me apeé y con un balazo en la nuca concluyó su larga y evitable agonía. Una estatua de barro se dirigió al caballo caído, sin contener las lágrimas. Palmeé su espalda, consolándolo, pero demoró largo rato en recobrar la compostura y controlarse. Yo estaba aún bajo el efecto de la tormenta sicológica que mencionó alguna vez Ortega y Gasset, sentía un temblor extraño, y los pensamientos se agolpaban con preguntas, la más importante, ¿qué hubiera sucedido si me elegía? Pasaron los minutos, se lavó en el agua revuelta, y sin mediar palabra ni arrimarse al semental salvaje, tomó mi caballo y fue por los bueyes. Ya solo, aunque había poco para festejar, no resistí admirar al excelente trofeo, una cornamenta vigorosa, escamada en cien encontronazos, pitones afilados, sanos y retorcidos. No podía ocultar, en lo más hondo de mi alma montera, el regocijo – teñido de culpa – frente a la oportunidad impensada que me propuso el destino. Hasta entonces, apuñalar al jabalí con la sola ayuda de mis perros, había sido el lance más excitante y azaroso, pero lidiar con un toro salvaje fue excepcional, único, si bien entonces no sabía que Diana y Artemisa me reservaban – en lejanas latitudes – otro que los eclipsaría: un disparo a quemarropa sobre un gran felino que pesó más de 120 kilogramos.

A lo lejos, enterradas la patas hasta los garrones, asomó la yunta y mi amigo, con una larga vara apoyada en el yugo, como un timón, al que respondían dócilmente.  Aparecieron sogas y tientos, que en sus manos expertas ciñeron las patas para la interminable cinchada. Ya en tierra firme, apenas tomamos un resuello antes de repetir la operación con el caballo. Estábamos al límite y faltaba lo peor: el mozo quería el cuero de su amigo muerto, y yo desprender la cabeza del cafre, que pesaba más de cien kilos. Comenzamos con el equino, descubriendo con asombro que no había sufrido una sola cornada:  la muerte ocurrió por el impacto de la testuz, sólida como una roca. Quedó demostrado al abrir la panza en canal, de donde manó un torrente de sangre oscura y órganos implosionados.  

Cuando miraba de reojo la cabezota que nos esperaba, como en las películas, llegó la caballería: un grupo de diez o doce nativos, entre hombres y mujeres, iniciaron un largo diálogo con el baquiano, a quien obviamente conocían. Según tradujo, nos observaban desde el inicio de la cazada, y habían hecho varias ofrendas al Pombero para que nos ayudara a matar al diablo. Nos ofrecían ayuda – un tanto tarde – y al terminar se fueron con unos cuantos kilos de carne.

Con las últimas energías dispusimos los despojos sobre el lomo de los bueyes, tomamos rumbo a la vivienda, y al vadear el arroyó nos refrescamos largo rato. Llegamos más muertos que vivos, pero como el calor no aflojaba y los restos se podrían descomponer rápidamente, no pudimos postergar el lonjeo en tiras y salado en bateas de charqueo. Fue impostergable, también, salar prolijamente la máscara para taxidermia, estaquearla y hervir la cabezota, que terminó dentro de un viejo tambor, varias horas sobre las llamas.  Algún día volvería a verla, cuando mi amigo formoseño viajara a Buenos Aires…

Necesité muchas horas de sueño para resucitar, aunque cuando desperté, me dolían hasta las pestañas…  Y llegó la hora de la triste despedida, con sabor amargo por el caballo perdido que, aún compensado generosamente, su dueño recordaría en cada ensillada. Abandonaba otra vez ese rincón salvaje dicotómico, tan bello como duro y feroz, donde todavía se pueden hallar escenarios impolutos, cuidados celosamente por el Pombero.